Dentro de los mensajes subliminales y directos –directísimos- con que a diario nos bombardea la propaganda del régimen, hay uno, entre tantos, que hace rechinar los dientes por su mendacidad. Nos hablan una y otra vez de los “emprendedores” como motores de la economía y, por tanto, de la creación de empleo, olvidando intencionadamente que ningún empresario crea una empresa para dar trabajo a un determinado número de personas sino para ganar dinero maximizando beneficios de la manera más rápida posible, lo demás es aleatorio.
Hay cuatro formas de hacer que las ganancias sean mayores año tras año: Una invertir en tecnología y prescindir de mano de obra, fórmula cada vez más empleada por nuestros “emprendedores” gracias a la evolución tecnológica que los asiste y que no ha hecho más que empezar; otra, utilizar tecnología anticuada y grandes cantidades de fuerza de trabajo mal pagada y sin derechos laborales de ningún tipo; sería la fórmula empleada por los empresarios de la economía sumergida que ya alcanza en España al 25% del producto interior bruto sin que ninguna administración tome decisiones adecuadas para su sanción y normalización, algo que se podría hacer de forma tan sencilla, de existir voluntad política para ello, como controlar el consumo de electricidad y gas; la tercera consiste en deslocalizar la empresa llevándola a paraísos laborales donde sea gestionada por personas de toda confianza, y, por último, vender la empresa a una multinacional y pasar de ser emprendedor a rentista especulador, un sueño empresarial español equivalente al de los toreros con el cortijo y el mercedes. El empresario español -por regla general, hay excepciones- ha tenido poca vocación de perdurar en el tiempo ansiando siempre el beneficio rápido en detrimento de la inversión y la renovación. El ejemplo más claro de esto ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, cuando la neutralidad española convirtió a nuestro país en uno de los principales suministradores de productos agrícolas e industriales a los estados europeos beligerantes. Lejos de invertir las enormes cantidades de dinero que aquella coyuntura deparó a nuestros “emprendedores” de entonces, continuaron –ante la falta de competidores y de iniciativa- fabricando con la misma maquinaria, con los mismos métodos, con las misma estrategia explotadora. Unas cuantas familias de la burguesía industrial y terrateniente acumularon inmensas fortunas que no sirvieron para dar un impulso industrializador y modernizador al País, pero sí para obtener títulos nobiliarios, llevar una vida de lujo y despilfarro con las ganancias obtenidas e invertir en bolsa y otros negocios especulativos, dado que al recuperase la producción europea sus mercancías ya no eran competitivas porque tanto la forma de producir como el propio producto se habían quedado obsoletos por falta de inversión renovadora.
Consecuencia de esa concepción tan antigua y familiar de la industria, apenas una veintena de grandes empresas españolas superan el siglo de existencia, y la tradición industrial, como la literaria o la universitaria se ve lastrada una y otra vez por su falta de continuidad en el tiempo. En los últimos veinticinco años, empresas muy rentables como Fontaneda, Chupachups, El Caserío, Queserías de Mahón, Conservas la Molinera, Campofrío, Valenciana de Cementos, Cortefiel, La Cocinera, Ebro Camiones, Aceralia, Cruzcampo, Revilla, Fontvella, Lanjarón, El Ventero, Ebro Azucarera, PRISA, La Casera, Arroz SOS y un sinfín de industrias ligadas a todos los sectores productivos han sido vendidas por sus propietarios a multinacionales que, en la mayoría de los casos, no tenían ninguna intención de seguir con la producción sino la de eliminar competidores, de tal manera que hoy en sectores como el alimentario o el de las herramientas más del sesenta por ciento de la producción está en manos de corporaciones internacionales sin más vínculo con el país que el de su cuenta de resultados. En principio, como sucedió con Kraft cuando se adueñó de El Caserío, aseguran que mantendrán la plantilla y que no deslocalizarán, pero al cabo de un tiempo, con el acoplamiento de las leyes a sus intereses, cierran, se quedan con la marca y se llevan la producción al lugar que les resulte más ventajoso.
Mientras, los antiguos dueños de las fábricas se dedican con los dineros percibidos al “dolce far niente” o a especular comprando rápido y vendiendo antes, al calor de algún “pelotazo” previamente pactado. El paroxismo de esta manera perversa de entender la economía empresarial se alcanzó con la burbuja inmobiliaria, cuando miles de empresarios descapitalizaron sus fábricas para dedicarse a cultivar el Vellocino de Oro del ladrillo, un sector con los pies de barro que ofrecía ganancias brutales en cortísimos periodos de tiempo y que nos ha sumido en esta interminable crisis como consecuencia del proceso de desindustrialización que llevó aparejado. Tampoco en esta ocasión –como en la Gran Guerra- la acumulación de capitales producida durante los años de bonanza artificial de la eclosión inmobiliaria fue aprovechada para fortalecer el tejido industrial, sino para todo lo contrario, surgiendo como entonces una clase social muy rica que vive ajena a los vaivenes de la crisis desde la seguridad que da el rentismo, la economía especulativa a buen recaudo y la protección de todas las instancias de un Estado que sigue legislando a su medida. Y es que ya lo dijo Dios a Moisés en el Sinaí al entregarle las Tablas: “Amarás al libre mercado sobre todas las cosas”. Durante los últimos años y a consecuencia de la herencia recibida, de la economía colonizada y corrupta del franquismo y de la política económica neoliberal perpetrada por los distintos gobierno –unos, como el actual, con mucho más entusiasmo, desde luego- como si fuese un catecismo de imposible desobediencia, España ha perdido buena parte de su tejido productivo traspasándolo a multinacionales que no entienden de países ni de personas sino de beneficios y de explotación. El Estado se ha desprendido de sectores estratégicos como el eléctrico, el de las telecomunicaciones, el energético, el aeronaval y el financiero convirtiéndose en prisionero de los mismos. Además, desprovisto del poder real que da tener esos resortes económicos vitales, ha legislado para permitir que grandes industrias nacionales pasen a manos de otras foráneas que tienen sus centros de decisión a miles de kilómetros de nuestras fronteras, de modo que hoy, cuando tanto se les llena a algunos la boca de banderas y de patrias, España en su conjunto ha perdido la soberanía económica, volviendo a ser un país colonizado cuyo futuro depende de las decisiones que se tomen en Nueva York, Frankfurt, Londres, Pekin, Seul o Tokio. El Gobierno actual lo sabe, pero como ocurría durante la dictadura, prefiere reprimir con fiereza a los que protestan dentro ante una situación insoportable, hablar de Gibraltar de cara a una parte de la galería interna y someterse genuflexo a las directrices de quienes desde fuera tienen la sartén por el mango. La devaluación general ha que está sometiendo al país y, sobre todo, a quienes lo habitan no es más que un último intento para atraer capitales que a precio de saldo se queden con lo poco que todavía nos queda. Entre tanto, las grandes fortunas nacionales siguen disfrutando de un paraíso fiscal llamado España, especulando con su deuda soberana, defraudando al erario legal e ilegalmente y esperando a que llegue otro espléndido día de sol pletórico de cupones del Tesoro, dividendos bursátiles y plusvalías de diverso origen. Luego, todos a una, sacarán pecho para hablar de la patria y sus banderas, que siempre queda bien. Texto: Pedro Luis Angosto. Recomendado: 'La ley de hierro de la oligarquía'.
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