6 dic 2018

Neoliberalismo hoy

Para entender el daño que el neoliberalismo ha causado en nuestras sociedades, es bueno tomar algo de distancia histórica. La perspectiva desde horizontes temporales largos permite cuestionar los mitos y leyendas que impiden una crítica certera sobre la economía de mercado y el capitalismo. Un vistazo al pasado ayuda a comprender que las heridas en el tejido social no son superficiales y que se acompañan de una peligrosa mutación hasta en la misma forma de pensarnos. Lo primero que enseña la perspectiva histórica es que la sociedad de mercado no siempre existió. Este es el hallazgo fundamental de Karl Polanyi, autor de la obra magistral La gran transformación.
Si bien los mercados eran conocidos desde finales de la llamada edad de piedra, las relaciones puramente mercantiles estaban acotadas por otro tipo de relaciones sociales que no tenían nada que ver con precios y mucho menos con una finalidad de lucro. Para decirlo en palabras de Polanyi, no es lo mismo una sociedad con mercados que una sociedad de mercado. Ninguna sociedad puede sobrevivir sin un sistema económico. Pero el sistema económico basado en la idea de un mercado autorregulado es una novedad en la historia. En la antigüedad existieron mercados de todo tipo de bienes, desde telas y sandalias hasta utensilios y alimentos. Había precios y monedas. Pero las relaciones mercantiles estaban sumergidas en una matriz de relaciones sociales cuya racionalidad no era obtener ganancia o beneficio económico. Como dice Polanyi, aquellas relaciones mercantiles estaban encasilladas en otro tipo de relaciones sociales. Las cosas cambiaron hace unos 200 años. La sociedad del siglo XVIII fue testigo de este portentoso cambio y le saludó como si se hubiese alcanzado la cima de la civilización. La admiración creció con el mito de que culminaba con esa transformación un proceso cuyo motor era una supuesta propensión natural de los seres humanos al trueque, para usar las palabras de Adam Smith. Esa creencia es la que anima la mitología sobre una evolución natural que condujo a la sociedad de mercado. La realidad es que no hay nada natural en la expansión del tejido mercantil. En los poblados y las ciudades de la Europa medieval el comercio era visto con recelo y como amenaza a las instituciones sociales. Por eso se le regulaba de manera estricta, con la obligación de hacer públicos los detalles de precios y plazos para cualquier transacción mercantil y la prohibición de utilizar intermediarios. Además, se mantuvo una separación rigurosa entre el comercio local y el de largas distancias. Los comerciantes dedicados a estas últimas actividades estaban inhabilitados para ejercer el comercio al menudeo. Los mercados fueron siempre una dimensión accesoria de las relaciones sociales. La aparición de estados unificados territorialmente impulsó la destrucción de las barreras proteccionistas de los poblados y primeras aglomeraciones urbanas, además de proyectar la política del mercantilismo a un primer plano. Así se abrió la puerta a la creación de mercados nacionales. Si las relaciones de mercado llegaron a cubrir con su manto toda la trama de relaciones sociales, eso fue resultado de la acción del poder público o de lo que Polanyi llamó estímulos artificiales, no de una pretendida evolución natural. La sociedad de mercado que se impuso a finales del siglo XVIII llevaba en su lógica la necesidad de convertir todo lo que tocaba en una mercancía. Entre otras cosas necesitó de la mercantilización de bienes (como la tierra), que anteriormente no habían sido objeto de transacciones en un mercado. Sólo así podía pretender al título de mercado autorregulado. Cuando llegó la revolución industrial, la sociedad de mercado ya había transformado el entramado de relaciones sociales que había imperado en Europa. El capitalismo nacido en las relaciones agrarias en Inglaterra completó el proceso al convertir al trabajo en mercancía y en otro espacio de rentabilidad.El neoliberalismo y la globalización de los pasados tres decenios también se impusieron por la acción del Estado. Y lo que antes había sido visto como una amenaza para las instituciones, se convirtió en una realidad tóxica para el tejido social. Todo lo que nos rodea y hasta nuestro mismo cuerpo se ha transformado en espacio de rentabilidad para las relaciones mercantiles. La peor pesadilla de Polanyi se hizo realidad. Sobre las espaldas de una teoría económica recalentada y refuncionalizada para servir de sustento ideológico, el neoliberalismo ha dependido de la astucia del capital para crear nuevos espacios de rentabilidad. Las fuerzas del mercado general han deformado las instituciones sociales y han creado una cultura del sentido común que cada día nos aleja más de la humanidad y del universo. Han forjado una cultura popular que gira alrededor de la competencia y del individualismo posesivo con consecuencias nefastas para los grupos más vulnerables. La historia del neoliberalismo es una pesadilla de la que nos urge despertar. Texto: A. Nadal

2 dic 2018

El Estado y el bien estar (de algunos)

Desde hace décadas han tomado posiciones aventajadas en casi todo Occidente las teorías políticas que defienden el Estado como organización imprescindible en la vida pública. Para ser exactos, esas teorías políticas que consideran el Estado como un elemento necesario, como intermediador en la vida pública y en determinados campos de la vida privada, se han convertido en una voz única y hegemónica hasta tal punto que muchas personas son incapaces de imaginar la vida fuera de las normas marcadas por el Estado.

En las teorías políticas dominantes de tradición progresista el Estado es un avance que separa las civilizaciones antiguas, primitivas, etc., de las civilizaciones modernas donde el Estado es visto como actor fundamental cargado de connotaciones positivas. Frente a este modo de ver las cosas encontramos las teorías neoliberales abrazadas por las clases sociales más conservadoras que señalan al Estado como regulador innecesario, como obstáculo a la vida que ellos llaman civil y, sobre todo, de la vida económica.
El debate entre neoliberales y, los aspirantes a conservar el modelo social dominante anterior, la socialdemocracia, se está viendo cada vez más reducido a un debate entre los supuestos defensores de adelgazar lo máximo posible el Estado y su presencia social y económica y los partidarios de conservar el lugar que esté ocupó desde la Segunda Guerra Mundial (o incluso incrementarlo). Tal simplicidad ha alcanzado el debate en algunos casos que defender el Estado es progresista y atacarlo es conservador-neoliberal.
En el imaginario progresista el Estado es, en las últimas décadas al menos, garante de la ordenación democrática de la vida a través de toda una serie de instituciones consideradas positivas como los sistemas educativo, sanitario y los servicios sociales de diverso tipo: desempleo, servicios asistenciales, etc.
Los neoliberales de Europa tienen un modelo claro al otro lado del Atlántico, en EE.UU. El Estado para ellos/as debería adelgazarse todo lo posible, dejando a la iniciativa privada todos los elementos de la vida social, o mejor dicho, todos los elementos de la vida económica. Papá Estado, según los neoliberales, ahoga la iniciativa y genera relaciones paternalistas donde los ciudadanos esperan soluciones dadas desde afuera.
Lo cierto es que ambas formas de entender las relaciones generadas por el Estado olvidan deliberadamente aspectos importantes. En primer lugar las teorías progresistas defensoras del Estado omiten la verdadera naturaleza del Estado como aparato de dominación aunque esto no fue siempre así como se podría comprobar en los programas de sus organizaciones antes de integrarse en las instituciones décadas atrás. Por eso olvidan qué clases sociales forman los cuadros de altos cargos del Estado y qué clases sociales se pudren en las cárceles del Estado. Por eso la educación pública es una herramienta para el mejoramiento personal y social y no es una herramienta para socializar a los estudiantes en los valores de las clases dominantes. Así podríamos seguir explicando el punto de vista pro-estatista mostrando la transformación de lo estatal en público ya que la premisa de que es de todos lo que todos pagamos es francamente tramposa como lo es la mil veces cacareada mentira de que los ricos aportan más que nadie al Estado y son los que menos reciben.

Dar mucho, recibir poco

Como veníamos diciendo las clases dominantes conservadoras han difundido con un éxito digno de elogio la idea de que ellos contribuyen al Estado y a sus instituciones una cantidad enorme de recursos mientras que apenas reciben nada ya que el gasto en instituciones asistenciales y en recursos similares no les repercuten. Esto esconde varias mentiras unas evidentes y otras no tanto. La contribución de las mayores fortunas es mínima gracias a la ingeniería financiera capaz de lograr eficientemente la evasión legal e ilegal de impuestos. Por otra parte, la aportación al aparato estatal ha sido el fruto de las concesiones necesarias bien para proteger la paz social evitando una peligrosa conflictividad bien para fortalecer, mejorar o modernizar (si se prefiere) los mecanismos aseguradores del orden social vigente.
No obstante, podría pensarse que este modo de ver las cosas no explica la ofensiva contra el Estado y su enorme adelgazamiento. Lo cierto es que dicho ataque es relativo y el adelgazamiento cuestionable:
La visión del adelgazamiento del aparato estatal parte del hecho de que el Estado es esencialmente sus instituciones educativas, sanitarias, asistenciales, de comunicación… Es decir, la cara más prestigiosa, más amable, al menos aparentemente, de las instituciones. Se habla mucho menos del Estado y su aparato policial, carcelario y militar ya que, pese a la constante propaganda, esto nos recuerda la naturaleza violenta del Estado. Por eso, resulta curioso que las últimas estadísticas oficiales, publicadas por Eurostat en el 2011, nos muestran la cifra récord de miembros de cuerpos de “seguridad” del Estado en la historia (un 30% más que en 2003) que, eso sí, han sido recortadas por Mariano Rajoy en un 1% con un resultado curioso: España tiene un Estado que procura el mayor número de policías por habitante de toda la Unión Europea.
No obstante, nos importa más otro análisis de estos asuntos: los partidarios del Estado valoran su tamaño por las cuestiones numéricas más evidentes como el número de funcionarios y empleados públicos o el presupuesto estatal de cada año. No nos parece una tontería pensar que ese baremo es, como mínimo, cuestionable: ¿si el sistema estatal de enseñanza acoge a 1 millón de alumnos con 50.000 profesores es más grande que si acoge 1 millón de alumnos con 40.000 profesores? Si el sistema estatal represivo tiene 100.000 policías y este año les paga 100 euros menos al mes a cada uno ¿tiene un aparato policial menor? Obviamente estos ejemplos (que son sólo una muestra de los que podríamos señalar) con cifras evidentemente inventadas sirven para poner en cuestión algunas mentiras habituales.
El aparato estatal no es más pequeño necesariamente por número de funcionarios, ni tiene por qué serlo por cuestiones presupuestarias. Ese modo de razonar puede ser válido o puede ser una mentira como un templo pues al margen de esos aspectos el tamaño del aparato estatal se debe medir por la influencia en la vida cotidiana de las personas bajo su control. Y hoy no parece que los que habitamos la neoliberal Región española estemos menos bajo la regulación del Estado que hace 30, 20 ó 10 años. Cualquiera que tenga 50 años puede recordar cuantos aspectos de su vida cotidiana estaban regulados hace 20 años y cuantos ahora. Si hay más leyes, códigos, regulaciones, carnets, impuestos, tasas, controles de todo tipo no parece que haya menos Estado sino todo lo contrario.
Si las políticas neoliberales están modificando la estructura de los Estados no es porque sean antiestatistas o porque crean que el Estado debe ser pequeñito para dar libertad a los individuos, simplemente están operando una reformulación de las estructuras del mismo para rizar el rizo y que las clases dominadas (a través de las rentas del trabajo frente a las rentas del capital propias de las clases dominantes), en un momento de debilidad histórico, contribuyan cada vez más con sus maltrechas economías a mantener los elementos esenciales del Estado y fortificarlo como aparato de dominación eliminando los elementos necesarios en otros periodos con necesidades y circunstancias históricas diferentes a las actuales.