En un primer momento pudo pensarse que las crisis de las centrales obreras que se arrastraban desde fines del siglo anterior tenían que ver con la “acumulación flexible” al decir de Harvey(1). Es decir: con la aplicación de la “globalización” y el “neoliberalismo” y la producción en masa de trabajadores superfluos a partir de los '70 que debilitaban la sindicalización.
Pero hay razones más profundas. Nos referimos a la aceptación, desde hace más de un siglo, de un paradigma que la historia de los fracasos del siglo XX ha demostrado funesto. Se trata de la división entre “brazo político” y “brazo sindical” que inició la socialdemocracia a fines del siglo XIX y que continuó en los partidos obreros reformistas, o no, sean socialdemócratas, comunistas, etc. El precio pagado por esa división sindicato-partido fue el debilitamiento de la potencialidad de lucha de los trabajadores causado por la aceptación del parlamento como el único ámbito donde enfrentar la dominación del capital. En términos prácticos significó la división catastrófica del movimiento de los trabajadores en los denominados “brazo político” y “brazo sindical” con la ilusión de que el “brazo político” podría representar, en su acción legislativa, los intereses de la clase trabajadora organizada en las empresas industriales capitalistas y en sindicatos de cada rama del “brazo sindical”. Pero, con el pasar del tiempo, todo resultó de forma opuesta. El “brazo político” en vez de usar su mandato político en defensa de los intereses de los trabajadores representando al “brazo sindical”, subordinó los sindicatos al parlamento lo que en los hechos significó someterlo a la mecánica de las instituciones burguesas y a través de éstas a la política estratégica del Capital(2). Ese nefasto paradigma en ningún momento proyectó al “brazo político” como impulsor de la lucha de los trabajadores como clase. Los mantuvo dentro de los límites de las demandas sociales que no ponían en riesgo la acumulación del Capital. Al tiempo que amputó los intereses políticos de los trabajadores y confinó a los sindicatos a las luchas estrictamente reivindicativas económicas del trabajo. De esta manera los supuestos “representantes parlamentarios del trabajo” lograron imponer a sus representados una imposición vital para el Capital: que fuera inadmisible en las “sociedades democráticas” cualquier actividad sindical -y por extensión social- que tuviera objetivos políticos. Las organizaciones de “intención revolucionaria” del siglo XX aceptaron este modelo. Se limitaron a criticar el reformismo sindical y el cretinismo parlamentario sin comprender que ambas formas de actuación estaban implícitas en la división sindicatos/partidos como parte de un triángulo que se cerraba con el parlamento para resultar funcional al capital. Esa separación educó a los trabajadores organizados en los sindicatos a no ir más allá de las reivindicaciones que no ponían en cuestión la dominación del capital y circunscribió la actividad de los partidos obreros reformistas en el parlamento a una aceptación explícita o implícita del comando del Capital. Los dos pilares de la acción de clase de los trabajadores, en occidente -partidos y sindicatos- están en realidad inseparablemente unidos a ese tercer miembro del conjunto institucional global: el Parlamento, que forma el tándem de Sociedad civil/Estado político y se cierra aquel “círculo mágico” paralizante del cual parece no haber salida. Tratar los sindicatos junto con otras (mucho menos importantes) organizaciones sectoriales, como si perteneciesen, de alguna manera, apenas a la “sociedad civil” y que, por tanto, podrían ser usados contra el Estado político para una profunda transformación socialista, es un sueño romántico e irreal. Esto es así porque el círculo institucional del Capital, en realidad, es hecho de totalizaciones recíprocas de la sociedad civil y del Estado político, que se inter-penetran profundamente y se apoyan poderosamente una en otro(3).
Pero hay razones más profundas. Nos referimos a la aceptación, desde hace más de un siglo, de un paradigma que la historia de los fracasos del siglo XX ha demostrado funesto. Se trata de la división entre “brazo político” y “brazo sindical” que inició la socialdemocracia a fines del siglo XIX y que continuó en los partidos obreros reformistas, o no, sean socialdemócratas, comunistas, etc. El precio pagado por esa división sindicato-partido fue el debilitamiento de la potencialidad de lucha de los trabajadores causado por la aceptación del parlamento como el único ámbito donde enfrentar la dominación del capital. En términos prácticos significó la división catastrófica del movimiento de los trabajadores en los denominados “brazo político” y “brazo sindical” con la ilusión de que el “brazo político” podría representar, en su acción legislativa, los intereses de la clase trabajadora organizada en las empresas industriales capitalistas y en sindicatos de cada rama del “brazo sindical”. Pero, con el pasar del tiempo, todo resultó de forma opuesta. El “brazo político” en vez de usar su mandato político en defensa de los intereses de los trabajadores representando al “brazo sindical”, subordinó los sindicatos al parlamento lo que en los hechos significó someterlo a la mecánica de las instituciones burguesas y a través de éstas a la política estratégica del Capital(2). Ese nefasto paradigma en ningún momento proyectó al “brazo político” como impulsor de la lucha de los trabajadores como clase. Los mantuvo dentro de los límites de las demandas sociales que no ponían en riesgo la acumulación del Capital. Al tiempo que amputó los intereses políticos de los trabajadores y confinó a los sindicatos a las luchas estrictamente reivindicativas económicas del trabajo. De esta manera los supuestos “representantes parlamentarios del trabajo” lograron imponer a sus representados una imposición vital para el Capital: que fuera inadmisible en las “sociedades democráticas” cualquier actividad sindical -y por extensión social- que tuviera objetivos políticos. Las organizaciones de “intención revolucionaria” del siglo XX aceptaron este modelo. Se limitaron a criticar el reformismo sindical y el cretinismo parlamentario sin comprender que ambas formas de actuación estaban implícitas en la división sindicatos/partidos como parte de un triángulo que se cerraba con el parlamento para resultar funcional al capital. Esa separación educó a los trabajadores organizados en los sindicatos a no ir más allá de las reivindicaciones que no ponían en cuestión la dominación del capital y circunscribió la actividad de los partidos obreros reformistas en el parlamento a una aceptación explícita o implícita del comando del Capital. Los dos pilares de la acción de clase de los trabajadores, en occidente -partidos y sindicatos- están en realidad inseparablemente unidos a ese tercer miembro del conjunto institucional global: el Parlamento, que forma el tándem de Sociedad civil/Estado político y se cierra aquel “círculo mágico” paralizante del cual parece no haber salida. Tratar los sindicatos junto con otras (mucho menos importantes) organizaciones sectoriales, como si perteneciesen, de alguna manera, apenas a la “sociedad civil” y que, por tanto, podrían ser usados contra el Estado político para una profunda transformación socialista, es un sueño romántico e irreal. Esto es así porque el círculo institucional del Capital, en realidad, es hecho de totalizaciones recíprocas de la sociedad civil y del Estado político, que se inter-penetran profundamente y se apoyan poderosamente una en otro(3).
La crisis de las centrales sindicales y el fracaso de los partidos obreros con influencia de masas en las últimas décadas es el hundimiento de esa división. Es el resultado de persistir en el sostén de ese anacronismo histórico negativo. Como contracara, los nuevos movimientos sociales que rechazan ceder su representación política a los partidos de izquierda, expresan la negación a más de un siglo de derrotas de la división entre “brazo sindical” y “brazo político” que culmina en el Parlamento aceptando la jefatura del Capital. Y esto es así porque: el Capital es la fuerza extra-parlamentaria por excelencia que no puede ser políticamente limitada en su poder de control socio-metabólico del sistema capitalista. Esa es la razón por la cual la única forma de representación política compatible con el modo de funcionamiento del Capital es aquella que niega la posibilidad de contestar su poder material. Y, justamente por ser la fuerza extraparlamentaria por excelencia, el Capital nada tiene que temer de las reformas decretadas en el interior de su estructura política parlamentaria(4). La acumulación de frustraciones del siglo XX demuestra que el parlamento es el más inocuo escenario para batallar contra el Capital. Esta situación se agrava en la actual etapa de crisis crónica del Capital, cuando éste no tiene condiciones de ceder ni mínimos beneficios, derechos o libertades a la clase que se le opone. Con el consiguiente acomodamiento de los representantes parlamentarios del trabajo, sobre los que cada vez más, prima el oportunismo. El poder extra-parlamentario del Capital sólo puede ser enfrentado por la fuerza y por el modo de acción extra-parlamentario del trabajo en todas sus formas. Sólo un vasto movimiento de masas radical y extraparlamentario puede ser capaz de destruir el sistema de dominio social del Capital(5). Daniel Bensaid en sus 'Teoremas' de la resistencia a los tiempos que corren, a mediados de la década pasada, nos decía que estábamos “frente a una doble responsabilidad: la transmisión de una tradición amenazada por el conformismo y la exploración de los contornos inciertos del futuro”. “Más allá de las diferencias de orientación y de las opciones a menudo intensas, el movimiento obrero de esa época (refiriéndose al siglo pasado) presentaba una unidad relativa y compartía una cultura común. Se trata, hoy en día, de saber qué queda de esta herencia, sin dueños ni manual de uso”. “Hemos iniciado entonces el peligroso tránsito de una época a la otra y nos encontramos en el medio del río, con el doble imperativo de no permitir la pérdida de la herencia y de estar dispuestos a recibir lo nuevo a inventar”(6). De todos los temas de la tradición obrera que enumera Bensaid nos centraremos en las relaciones partidos-sindicatos-parlamento porque es allí que encara al sujeto social y su relación con la política. Para Bensaid: “La lucha política no se disuelve en la lógica del movimiento social. Entre la lucha social y la lucha política no hay ni muralla China ni compartimentos estancos. La política surge y se inventa dentro de lo social, en las resistencias a la opresión, en el enunciado de nuevos derechos que transforman a las víctimas en sujetos activos”(7). Lo primero que debemos preguntarnos es: ¿existe una “lógica del movimiento social” que nos impone la división entre “brazo sindical” y “brazo político” del movimiento del trabajo? Cuando Hegel definió a la libertad como conciencia de la necesidad nos estaba diciendo lo mismo que con total acierto afirma Bensaid: que la “política surge y se inventa dentro de lo social” pues es en la experiencia de la opresión, en las luchas contra la explotación que se formula la “conciencia de la necesidad”, se enuncian nuevas libertades y los sujetos se ponen en movimiento para conquistarlas. Comencemos por tener claro entonces, que la política del trabajo no nace en las cúpulas de las organizaciones políticas de la izquierda, ni en la cabeza de los líderes carismáticos sino en el propio seno de la praxis social. La política no es entonces un producto de la elucubración separada de la realidad sino un fruto de la acción de masas. Sigamos el razonamiento de Bensaid: “Sin embargo, la existencia de un Estado como institución separada, a la vez encarnación ilusoria del interés general y garante de un espacio público irreductible al apetito privado, estructura un campo político específico, una relación de fuerzas particular, un lenguaje propio del conflicto, donde los antagonismos sociales se manifiestan en un juego de desplazamientos y de condensaciones, de oposiciones y de alianzas. En consecuencia, la lucha de clases se expresa allí de manera mediada bajo la forma de la lucha política entre partidos”(8). Es esa “manera mediada bajo la forma de lucha política entre partidos” la que está en cuestión hoy por innumerables movimientos sociales. ¿Debemos aceptar el escenario del Estado como “encarnación ilusoria del interés general”, que por otra parte con las privatizaciones y la diseminada corrupción ha dejado de ser “espacio público irreductible al apetito privado”, como el único campo político posible? ¿Debemos aceptar las reglas del juego de la democracia burguesa como la escena privilegiada del accionar político del trabajo? Ver: Capítulo 2
1.-Ver notas al final del capítulo 3
2.- Ver colección de Josep Renau
1.-Ver notas al final del capítulo 3
2.- Ver colección de Josep Renau
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