Dos facetas de la unificación
La estructura estatal europea en gestación presenta un perfil neoliberal de pocos gastos y burocracias ínfimas. Con ese delgado aparato se busca avasallar las conquistas sociales que nunca alcanzaron los asalariados de otros continentes. Por esa razón el presupuesto de Bruselas se reduce al 1% del PBI regional.
La insignificante dimensión de ese organismo conduce a combinar los atropellos decididos en Bruselas con su implementación estatal-nacional. En este último ámbito se garantiza el recorte. Allí se concentran los dispositivos represivos y las instituciones políticas requeridas para consumar la agresión.
Pero un proto-estado mínimo para el ajuste también genera una estructura débil para la competencia internacional. Esta diferencia se ha verificado en las políticas divergentes que adoptaron la Reserva Federal y el Banco Central Europeo frente a la crisis. Mientras que la FED lanzó una emisión de 400% de la base monetaria de la economía estadounidense, el BCE sólo incrementó ese volumen en un 150%.
Esta diferencia de respuestas ha determinado una recuperación inferior del producto bruto y del empleo en comparación a Estados Unidos. La caída del nivel de actividad tuvo una duración inicial similar en ambas regiones (un año y medio). Pero la Eurozona recayó posteriormente en una nueva recesión de dos años. Además, su tasa de desempleo promedia el 12,1% frente al 6,7% de Estados Unidos.
Mientras que la potencia norteamericana recurrió a tres rounds de relajamiento monetario, en el Viejo Continente imperó la norma deflacionaria. Esta asimetría ha sido explicada por la adopción de una política monetaria expansiva frente a otra restrictiva. También se menciona la existencia de una Reserva Federal con experiencia, frente a un Banco Central Europeo en surgimiento. O se recuerda que los reglamentos de la Unión impiden prestar el dinero, que la FED distribuye sin ninguna restricción en todo el territorio estadounidense.
Otros analistas subrayan la mayor capacidad de acción de un estado imperial construido hace dos siglos, frente a un proto-estado continental en plena gestación. Observan la misma diferencia entre un capital yanqui (que opera en forma cohesionada) y capitales europeos (segmentados en proyectos heterogéneos).
Pero la principal diferencia radica en la continuada hegemonía imperial de Estados Unidos. El ejercicio de esa supremacía le otorga un manejo militar, político y económico que no tienen sus rivales europeos. Este dominio se expresa también en la forma dominante de ejercer la política monetaria con un horizonte global.
Por estas razones la Reserva Federal adoptó una actitud ofensiva frente a la crisis, emitiendo moneda y reduciendo las tasas de interés, mientras que el BCE recurría a la deflación y al encarecimiento del costo del dinero.
Merkel optó por una estrategia ultra-ortodoxa, no sólo por alcance acotado del euro como moneda mundial. Su conducta defensiva también obedece a la subordinación germana al poder geopolítico norteamericano. Alemania ha recuperado gravitación económica pero no presencia militar.
La sintonía del país con cualquier acción anti-terrorista que exige el Pentágono ilustra este sometimiento. Las élites alemanas son muy conservadoras y se han acostumbrado a seguir los mandatos del Departamento de Estado. En los últimos años aceptaron la participación de sus efectivos en los Balcanes, Afganistán y el Congo.
El comando económico que rige dentro de la Unión Europea no se extiende a la órbita geopolítica global. Como Alemania carece de ejército y proyección internacional no puede actuar sola. Necesita el concurso de Francia, que a su vez ha optado por el abandono de la estrategia soberana del gaullismo.
El declive imperial francés no siguió el precedente británico de inmediata dependencia financiera y subordinación militar a Estados Unidos. De Gaulle pretendió reconstruir la autonomía del país mediante guerras coloniales y proyectos atómicos propios, aprovechando la gravitación internacional que mantenía la cultura francesa.
Pero ese intento fue socavado por la adaptación al neoliberalismo que inició Mitterand y posteriormente propiciaron los intelectuales derechistas enemistados con la generación del 68. Esta transformación fue reforzada por la apertura de la economía, la privatización de las empresas públicas y la consolidación de un estilo gerencial anglosajón.
El estancamiento económico, la reacción política y el declive cultural de Francia han desembocado en el giro pro-norteamericano en los últimos años. Este viraje incluyó el reingreso a la OTAN y la participación militar en Afganistán.
Es cierto que Francia mantiene un despliegue imperial propio en su viejo espacio colonial. Allí desenvuelve todas las “intervenciones humanitarias” que exijan sus empresas. Ha realizado estas incursiones neocoloniales en Costa de Marfil, Ruanda, Congo, Níger y República Centroafricana, considerando a esa región como una gran reserva de negocios.
Pero habitualmente actúa en sintonía con el Pentágono, a través de operaciones coordinadas que distribuyen el trabajo militar. En el caso reciente de Mali la invasión fue concretada por Francia para garantizar la provisión de uranio a su red energética. Pero el ejército norteamericano ya había adiestrado previamente a las tropas del mismo bando.
No sólo en África la acción imperial francesa remueve presidentes, promueve secesionismos y encubre genocidios en coordinación con la OTAN. También en Medio Oriente actúa con sus aliados occidentales, para sostener a las fuerzas reaccionarias de Libia o Siria.
Todas las rivalidades franco-americanas se procesan en el marco compartido del imperialismo colectivo. Cualquiera sea la expectativa francesa de esta acción (conservar su influencia neocolonial, su proteccionismo agrario o su excepcionalidad cultural), la asociación con Estados Unidos reduce el margen de acción de la principal potencia militar de la eurozona.
Estados Unidos incrementa su influencia sobre una Europa unificada. Piloteó la expansión de la OTAN hacia el Este promoviendo la incorporación de varios países lindantes con Rusia y logró un explícito compromiso del Viejo Continente en la “guerra contra el terrorismo”. Ha impuesto la definitiva extinción de las viejas diferencias que separaban a los conservadores de los social-demócratas en el manejo de la política exterior europea
La reciente crisis desatada por el espionaje informático norteamericano corrobora ese viraje. Snowden destapó cómo el Pentágono ausculta los secretos de sus socios europeos. Los espiados respondieron con cierta espuma mediática, pero aquietaron rápidamente el escándalo para no perturbar las operaciones conjuntas de ambas potencias.
La impotencia de Japón
La crisis global generó fuertes efectos pero no sorpresas en la economía nipona. Reavivó impactos que la tercera potencia del bloque desarrollado padece desde hace veinte años.
El prolongado estancamiento que soporta Japón le quitó centralidad económica, desde el estallido de una burbuja especulativa en sectores bancarios y de la construcción (1989). Ese temblor inició un lento proceso de restricción crediticia e inversora, que desembocó en 5 recesiones durante los últimos 15 años.
En ese período las cotizaciones del mercado bursátil Nikkei y los activos inmobiliarios se desplomaron en un 70% y el nivel de actividad se retrajo muy por debajo del promedio de Estados Unidos y Europa.
La insolvencia bancaria generó un agujero financiero que continúa absorbiendo el 40% del presupuesto estatal. La deuda total se ubica en un récord internacional de 245% del PBI y todas las iniciativas ensayadas para retomar el crecimiento han chocado con la persistente deflación. Estos resultados son vistos con gran preocupación por los gobiernos occidentales, que actualmente recurren al mismo experimento monetario.
Un nuevo intento de reactivación ha encarado el gobierno de Shinzo Abe. Lanzó planes keynesianos de gran porte, que incluyen la inyección anual de 100.000 millones de dólares (Plan Kuroda). Se propone monetizar la deuda pública, expandir el crédito barato y mantener reducidas las tasas de interés, mientras empuja la actividad económica estimulando cierto repunte de la inflación. Implementa una flexibilización monetaria muy riesgosa, con un volumen de liquidez interna que podría situarse por encima de su equivalente estadounidense.
El atisbo de crecimiento que registran ciertos analistas no alcanza para revertir el estancamiento de las últimas décadas. El nuevo plan ha impulsado el despegue de los índices bursátiles, pero no la reactivación real de la economía.
Las iniciativas en curso alientan también la devaluación para propiciar las exportaciones. Pero esta opción enfrenta la saturación del mercado mundial y la retracción general de compras. Japón no está en condiciones de entablar una guerra de monedas con sus competidores asiáticos, mientras mantiene irresueltos varios conflictos económicos con Estados Unidos.
Los funcionarios norteamericanos negocian desde hace varios años la liberalización comercial de la economía nipona, especialmente en los sectores más protegidos de la agricultura, el comercio minorista, la salud, la energía y las finanzas. Después de muchas negativas, el gobierno se ha resignado a negociar un tratado de libre comercio. Japón lideró la primera oleada de exportaciones asiáticas y quedó posteriormente afectado por el ascenso de sus rivales. China y Corea del Sur han logrado mayor competitividad en varios sectores. El viejo milagro exportador nipón se está deteriorando y por primera vez desde los años 80, la economía padeció coyunturas de déficit comercial por la fortaleza del yen y la debilidad de las ventas. El encarecimiento de las importaciones de petróleo y minerales ha influido significativamente en este declive. El peso económico de Japón se desdibuja. Por esta razón durante los picos de la crisis reciente hubo más preocupación por el contagio, que por los eventuales auxilios a Estados Unidos y Europa
El deterioro de la competitividad nipona está influido en el largo plazo por el envejecimiento de la población. El exabrupto de un ministro, que presentó la aceleración del fallecimiento de los ancianos como único remedio al déficit de la seguridad social, ilustra la gravedad de este problema.
En un contexto de evidente madurez industrial Japón no cuenta con reservas demográficas para abaratar el salario. Enfrenta un fuerte escollo frente a rivales asiáticos que cuentan con gran acervo de trabajo juvenil.
También en el tablero internacional Japón actúa en espacios geopolíticos muy estrechos y se desenvuelve como un actor secundario en comparación a Europa. Está subordinado a las prioridades que fija Estados Unidos y esta marginalidad tiene serias consecuencias a la hora de concretar negociaciones comerciales o financieras.
Japón acompaña sin voz propia todas las acciones de la gestión imperial colectiva. Esta conducta se corroboró en las guerras recientes. Las fuerzas neo-conservadoras que dirigen el país reforzaron el alineamiento pro-occidental, mediante un giro armamentista que incrementó el presupuesto miliar.
Esa política condujo a la revisión de la Constitución de posguerra que restringe la acción bélica externa del país. Siguiendo las demandas de Washington fueron enviadas tropas a Irak y Afganistán y para limitar el avance de China se multiplican los ejercicios con los socios regionales de Estados Unidos (Filipinas, Malasia, Australia).
El escenario japonés confirma que más allá de los matices y diferencias, la crisis global afecta a todas las economías avanzadas. ¿Pero qué ocurre con los países emergentes? ¿Han logrado sustraerse del temblor? ¿Consumaron el esperado desacople? Texto: Claudio Katz
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