Seis años de crisis han alterado el escenario mundial. Los bancos fueron salvados con mayor bache fiscal y una enorme inyección monetaria que incentiva más burbujas que reactivaciones productivas.
Estados Unidos exportó la crisis y define el ciclo financiero global porque mantiene la supremacía del dólar, el manejo de los grandes bancos y el control sobre el FMI. Pero la deuda pública y la regresividad impositiva acentúan su deterioro industrial. Mantiene protagonismo por una preeminencia militar, que reorganiza con más tecnología y menos tropas. Reajusta prioridades estrechando la coordinación con los aliados. Luego de la anexión, el ajuste interno y una alianza con Francia, Alemania refuerza su predominio en Europa. Italia y España no tienen resguardos geopolíticos frente a la cirugía deflacionaria y las transferencias a los acreedores golpean a la periferia de la región. El ideario federalista keynesiano ha sido reemplazado por la centralización neoliberal en la conformación de un proto-estado continental. Para amoldar Europa a la competitividad global se acentúa el despotismo de la Troika. Pero la ilegitimidad, el rechazo popular y las demandas separatistas socavan a la Unión. La reducida estructura estatal europea es funcional al ajuste pero no a la concurrencia internacional. Lo demuestra la política monetaria defensiva y el abandono de proyectos militares. La crisis refuerza el prolongado estancamiento de Japón que pierde posiciones en Asia y reafirma su rol secundario en la política internacional.
Al cabo de seis años de crisis global la coyuntura internacional ofrece un cuadro muy variado. Los bancos fueron salvados a expensas de un enorme bache fiscal y una gran expansión del desempleo. En las economías centrales se contuvo la depresión pero no el estancamiento. China consolidó su ascenso, las economías intermedias mantuvieron un crecimiento frágil y la periferia sufrió una nueva degradación.
Los cambios geopolíticos han puesto en debate la supremacía imperial de Estados Unidos, la continuidad de la Unión Europea y la aparición de nuevos bloques. La ofensiva del capital sobre el trabajo persiste con fuertes resistencias en Europa, convulsiones en Medio Oriente y reacciones sociales en Asia. ¿Cómo impacta la crisis en las distintas regiones? ¿Qué alcance y significado tiene la multipolaridad? ¿Cambió la relación social de fuerzas en que se asienta el neoliberalismo? Los acontecimientos del último sexenio brindan pistas para esclarecer las tendencias de la coyuntura, la etapa y la época del capitalismo.
Dilemas del socorro bancario
La quiebra de Lehman Brothers inauguró un período de turbulencias que transformó la crisis en un dato cotidiano de las economías centrales. Los incontables paralelos con lo ocurrido en 1929 retratan la gravedad del torbellino, que convulsionó a los bancos estadounidenses y al euro. Al comienzo de 2014 la anémica recuperación de la Eurozona coexiste con una inestable reanimación económica de Estados Unidos, el languidecimiento de Japón y la desaceleración de China. Es el mismo escenario que ha predominado en los últimos años. Los promisorios signos de reactivación se diluyen con la reaparición de nubarrones financieros y paralizaciones productivas. Pocos analistas anuncian el fin de la crisis y muchos consideran factible una reaparición del momento crítico vivido en el 2008-09. Esta incierta coyuntura prevalece al cabo de una inédita expansión del gasto público. Todos los gobiernos de los países afectados por la crisis desplegaron un gran socorro para rescatar a los financistas que especularon con créditos sub-prime, burbujas y bonos empaquetados. Las investigaciones sobre el papel de Goldman Sachs en el diseño de hipotecas titularizadas fueron cerradas. Los expertos en ocultar riesgos y apañar créditos insolventes conservan sus empleos. Sólo cayó algún chivo expiatorio por estafas muy explícitas (Madoff) y se negocian algunas multas sin consecuencias penales con las calificadoras de riesgos (Standard and Poors).
Los bancos estadounidenses neutralizaron la reglamentación con una tenue ley de supervisión, mantienen sus operaciones en las sombras, impiden la división de las grandes entidades y preservan los paraísos fiscales. En Europa todavía no se aprobó el famoso impuesto a las transacciones cambiarias (tasa Tobin) y el último proyecto incluye un gravamen ridículo que podría favorecer al propio auxilio de los bancos.
Los gobiernos optaron por el rescate en lugar de cerrar o nacionalizar los bancos colapsados. Evitaron el camino de la clausura por temor a un desplome general de los depósitos. Luego de la conmoción creada por la intervención de Lehman se disiparon las propuestas ortodoxas de precipitar una desvalorización masiva del capital.
Pero la asociación de los gobernantes con el poder financiero sepultó también las tentativas opuestas de avanzar hacia la estatización de las entidades. Esta complicidad contrasta con el trato dispensado a las víctimas de la crisis que padecen pobreza, desempleo y caída del salario.
Se ha mantenido intacta la estructura bancaria que detonó la crisis. El oxígeno oficial aportado a las entidades agrava todos los desequilibrios financieros. Lo más explosivo es la magnitud de la inyección monetaria consumada para auxiliar a los bancos. No existen precedentes de una emisión con efectos tan expansivos sobre la liquidez internacional. Nadie sabe cuándo y cómo esa descomunal suma de dinero será absorbida por la economía.
La Reserva Federal (FED) introdujo una política de “relajamiento cuantitativo” para transferir un caudal millonario de fondos a los bancos. Intenta inducirlos a incrementar los préstamos con destino productivo. Pero los resultados de esa medida sobre el nivel de actividad económica han sido exiguos. Las entidades eluden derivar esos recursos a créditos de inversión o al refinanciamiento de las familias endeudadas. Utilizan el dinero para incentivar un nuevo ciclo de especulación con materias primas, acciones o monedas extranjeras.
La FED ha quedado atrapada en un complejo dilema. Si mantiene la liquidez continuará alentando las transacciones de alto riesgo que condujeron al estallido del 2008. Pero si desactiva ese peligro incrementando la tasa de interés asfixiará la débil recuperación y reabrirá el grifo para una recesión de envergadura.
A diferencia de los años 60 no está obligada a optar entre el crecimiento inflacionario y la retracción de la economía. En las últimas décadas se ha instalando un cuadro deflacionario que reduce el impacto de la emisión sobre los precios. Pero debe lidiar con la disyuntiva de propiciar nuevas burbujas financieras o resignarse al continuado estancamiento. Un anticipo de este dilema se verificó en Japón durante los años 90. El auxilio a los bancos no se tradujo allí en repunte del crecimiento y los rescates ni siquiera erradicaron la insolvencia financiera. Si se repite ese escenario los gobiernos bombearán fondos que nunca llegarán a la esfera productiva.
Liderazgo financiero estadounidense
La crisis comenzó en Estados Unidos, se expandió al resto de las economías desarrolladas y terminó atenuándose en el país de origen. Esta curva se explica por la gravitación de la primera potencia en varios terrenos. En primer lugar mantiene la primacía del dólar en el comercio y las finanzas. En esa divisa están nominadas el 62% de las reservas y el 85% de las transacciones globales. El billete norteamericano ha perdido su reinado de posguerra, pero ninguna otra moneda ocupa su lugar. Preserva una significativa hegemonía, mientras se negocia otro patrón internacional basado en la convivencia de varias monedas, el retorno a las paridades fijas o la formación de una canasta de divisas. A pesar del elevado endeudamiento y déficit comercial que soporta la economía estadunidense, el dólar se mantuvo como refugio predilecto de los capitalistas en los momentos críticos del último sexenio. En esas coyunturas los acaudalados buscaron protección en ese signo monetario. Estados Unidos define, en segundo término, el ritmo y las características de la reforma del sistema financiero internacional. Este ajuste normativo se ha tornado imperioso por la crisis reciente, la globalización de las finanzas y la interconexión de las Bolsas. Un reconocido directivo del clan bancario supervisa esta remodelación (Paul Volcker), para perpetuar la hegemonía de los capitales que operan desde Nueva York. También busca garantizar los privilegios del puñado de expertos que maneja de ese complejísimo sistema.
La influencia de este sector se verificó en el veto que impuso a las propuestas de limitar las operaciones de alto riesgo. Los financistas bloquearon, además, las sanciones contra los causantes del crack del 2008 y consiguieron la continuidad de las escandalosas comisiones que cobran los gestores de las burbujas.
Estados Unidos logró, en tercer lugar, rehabilitar al FMI como auditor de las economías nacionales y supervisor de los ajustes. Una entidad desprestigiada y con recursos decrecientes, cuenta nuevamente con muchos fondos y gran capacidad de intervención global. En los últimos cónclaves del G-20 se acordó duplicar el capital de ese organismo. Aunque los norteamericanos aportan poco dinero mantienen una influencia predominante en el directorio. La agenda del FMI se define en Washington. Este poder de Wall Street y la Reserva Federal explica cómo pudo la potencia del Norte exportar una crisis originada en su territorio. Al comienzo del temblor impuso la estrategia de expandir la liquidez bancaria y neutralizó la resistencia de Alemania. Ha recurrido nuevamente a la inundación internacional de dólares, que en el pasado facilitó la licuación de la deuda pública estadounidense. Ante la ausencia de alternativas los tenedores de esa moneda vuelven a aceptar ese riesgo. Muchos bancos del país se han recompuesto con fondos públicos y comienzan a devolver parte del dinero obtenido durante el rescate. Por eso la FED propicia un giro hacia la restricción monetaria y el aumento de las tasas de interés. En las fases anteriores de liquidez, la política monetaria expansionista condujo a la emigración de capitales hacia las economías intermedias, que ofrecían mayor rendimiento a los fondos golondrinas. En el escenario opuesto que se avecina (de encarecimiento del costo del dinero), comenzaría un retorno de esos capitales hacia las economías centrales. En ambos períodos Estados Unidos ha orientado el ciclo financiero global, confirmando el rol central que tienen Wall Street, la FED y los bancos de ese país en el desenvolvimiento del capitalismo contemporáneo.
Deterioro industrial
La otra cara de este protagonismo internacional es el deterioro interno de la economía del Norte. Ese declive se corrobora en el débil crecimiento, que ha sucedido al endeudamiento privado y a la insolvencia desatada por la crisis de las hipotecas. La recuperación de la economía está afectada también por el enorme costo fiscal que ocasionó el socorro de los bancos. La deuda pública alcanzó un peligroso techo luego de saltar del 62% (2007) al 100% del PBI (2011). La gravedad de esta carga fue testeada el año pasado durante el cierre del gobierno federal. La administración dejó de funcionar, mientras republicanos y demócratas discutían los límites al financiamiento de ese pasivo. El establishment utilizó el abismo fiscal como un argumento de ajuste, para forzar cortes más drásticos en el gasto municipal y social. Finalmente no se produjo el temido default, ni la dramática corrida contra los bonos del tesoro. Pero lo ocurrido ilustra la dimensión de la crisis fiscal que corroe a la economía norteamericana. Esta flaqueza se acentúa, además, por la impotencia que demuestra Obama para introducir reformas mínimas. Bajo la presión del TEA-Party y de los republicanos aceptó el vaciamiento de su proyecto de salud. Los millones de estadounidense que carecen de protección sanitaria deberán afiliarse a un servicio privado pre-pago regulado por el estado. El proyecto de una cobertura significativa y menos onerosa quedó archivado. Como la derecha ha bloqueado cualquier reintroducción de impuestos a los ricos, todo el ajuste sigue recayendo sobre los trabajadores. Obama choca con los republicanos en temas culturales (aborto, matrimonio homosexual) y prioridades políticas (inmigración, uso de armas). Pero su agenda económica es muy semejante. Un abismo lo separa del New Deal que instrumentó Roosvelt durante la gran depresión. El presidente actual mantiene una política neoliberal adversa a los sindicatos y rechaza todas las sugerencias de los economistas keynesianos para regular los bancos, aliviar a los pequeños deudores y mejorar el ingreso de los empobrecidos. Como resultado de este continuismo un puñado de multimillonarios ha triplicado su apropiación del PBI en comparación a los años 70. El sistema impositivo que impuso el reaganomics no ha cambiado, mientras uno de cada seis norteamericanos vive con ingresos inferiores a la línea de pobreza.
El endeudamiento personal constituye otro índice del mismo deterioro. Es un recurso de supervivencia frente a la pérdida de ingresos, que utilizan todas las víctimas del modelo actual. Las familias de Estados Unidos han quedado particularmente atrapadas en la madeja de esta financiación. Las brechas sociales se amplían además con la expansión del desempleo, que no decae en los momentos de reactivación. Gran parte de los empleos perdidos desde el 2008 desaparecieron para siempre. Las grandes empresas continúan incrementando la productividad con innovaciones que expulsan mano de obra, mientras amplían su deslocalización de plantas. Crean fuera del país los empleos que destruyen internamente, multiplicando los barrios fantasmales en las ciudades obreras (como Detroit). Es cierto que este deterioro industrial coexiste con el liderazgo estadounidense en la creación de nuevas tecnologías de la información. Pero esa actividad genera poco empleo y no podrá encabezar un resurgimiento del nivel de ocupación. La emigración de empresa hacia países con menores costos laborales genera pérdidas de puestos de trabajo muy superiores, a la recuperación de empleos que acompaña al desarrollo de las actividades de punta. Las nuevas tecnologías no recrean el trabajo masivo de la industria clásica.
Reajustes en la primacía bélica
Estados Unidos conserva un rol internacional protagónico a pesar de su pérdida de liderazgo industrial. ¿Cómo se explica esta disociación? La influencia decisiva de sus bancos aporta una respuesta. Pero la principal explicación se encuentra en el rol imperial que despliega la primera potencia. Esa supremacía militar le permite preservar protagonismo económico. El gendarme del planeta es garante del orden capitalista. Es un Sheriff que maneja el 40% del gasto bélico global a través de 800 bases militares distribuidas en 130 países. No tiene sustituto en este papel de custodio de las clases dominantes. Protege al capital frente a las amenazas sociales serias o las situaciones de extrema inestabilidad. Actualmente Obama perfecciona estas formas de intervención. Promueve una menor presencia directa de tropas para facilitar acciones laterales con mayor sostén tecnológico. El curioso premio Nobel de la Paz incorporó a su equipo a un ex halcón republicano (Check Hagel) y a un experto en provocaciones de la CIA (John Brennan). Ha decidido evitar las invasiones con más operaciones encubiertas. Washington es la capital de una guerra perpetua. Un ejército secreto de 60.000 hombres se encarga de implementar los mandatos de una diplomacia militarizada que desinforma a la población. Este encubrimiento es facilitado por el ínfimo porcentaje actual de alistamiento de la ciudadanía. Las operaciones quirúrgicas son realizadas por comandos entrenados para el asesinato. El caso de Bin Laden ilustra como estas ejecuciones son resueltas sin procesos judiciales. Obama maneja la lista de condenados y define el momento de cada crimen. Utiliza una ley secreta para detener a los sospechosos de terrorismo en cualquier parte del mundo y refuerza los grupos de tareas que pasaron de 35 (2002) a 106 (2010). Esta política conduce a restricciones de las libertades democráticas, como se ha notado en la venganza que soporta el soldado Bradley Manning por destapar información sobre la violencia imperial. La persecución internacional que sufren Assange y Snowden obedece al mismo propósito de silenciar la brutalidad de las operaciones estadounidenses. Este belicismo repercute internamente en el continuado armamento de población, los asesinatos en los colegios y la expansión de las milicias derechistas. Obama reajusta la estrategia imperial para reparar la fatiga política y el agujero financiero que dejó Bush. Después de la crisis del 2008-09 Estados Unidos no puede costear guerras infinitas. Los 800.000 millones de dólares gastados en Irak y los 450.000 millones desembolsados en Afganistán dejaron exhausto al Tesoro. Tal como ocurrió luego de Vietnam, la primera potencia necesita cicatrizar las heridas para retomar el intervencionismo. No es la primera vez que el imperio introduce un paréntesis entre dos cruzadas. Texto: Claudio Katz. Ver: Parte II
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