Imperialismo colectivo
La reorientación actual incluye una revisión de las prioridades bélicas para reducir la presencia estadounidense en Medio Oriente y aumentar la presión sobre China. En la primera región se transfieren responsabilidades a los socios locales, mientras la CIA preserva el control de las operaciones secretas, el manejo de la información y la provisión selectiva de armamento.
En la segunda zona el Pentágono incrementa el número de tropas localizadas en la zona del Pacífico, afianza el cerco sobre Corea del Norte y supervisa los conflictos limítrofes entre Japón, Corea y China. Pero además, los marines entrenan tropas de 34 países africanos y encabezan todas las “intervenciones humanitarias” que requieran las empresas multinacionales. Sostienen especialmente la tensión sobre Rusia, a través de los nuevos satélites que incorporó la OTAN.
El gendarme global mantiene su vieja estrategia de hostilizar a los adversarios para obligarlos a negociar. El acuerdo con Irán es el ejemplo más reciente de esta política. La primera potencia impuso el desarme nuclear a cambio de concesiones mínimas. Logró este objetivo al cabo de muchos años de bloqueo comercial y ofertas de negocios a la burguesía persa.
La renuncia a bombardear Siria demostró que Estados Unidos tiene limitada su capacidad de intervención militar directa, pero no su rol de mandante geopolítico. Está ubicado en la primera fila de las negociaciones, luego de la contraofensiva iniciada en Libia para sepultar la primavera árabe en guerras sectarias.
Se ha retirado superficialmente de los conflictos de la región para facilitar un desangre que le permita negociar nuevas alianzas con los ganadores de las batallas en curso. Fue el modelo que utilizó con Irak contra Irán, para luego sepultar a Irak y terminar negociando con Irán. En Siria financia a los yihadistas contra el gobierno para luego exigir la depuración de los fundamentalistas. En el Líbano amaña el reinicio de las masacres.
Pero como cada aventura alumbra una nueva fuerza reaccionaria autónoma la secuencia de guerras no tiene fin. Ya ocurrió con los talibanes y Al Qaeda. El próximo descarrilamiento podría ser encabezado por Arabia Saudita, si el reino continúa avanzando en la construcción de una bomba atómica para reforzar sus ambiciones regionales.
Es evidente que el sheriff del mundo quedó afectado por el resultado de Irak. Debió abandonar un fallido ensayo colonial que devastó a ese país. Pero sigue manejando los hilos de la región junto a sus socios y a diferencia de Vietnam no soportó una crisis interna por las masacres perpetradas.
Luego de la experiencia iraquí Obama promueve acciones imperiales más coordinadas y trata de compartir costos con sus socios internacionales. Busca que Europa hostilice a Rusia frente a la crisis de Ucrania, qué Francia intervenga en África y que las elites locales se involucren más directamente en los conflictos de Yemen, Tailandia, Pakistán o Egipto.
Esta política apunta a incrementar la participación de sus aliados en la custodia imperial sin resignar el manejo de las prioridades. Estados Unidos determina quiénes son los integrantes y excluidos de la OTAN, cómo opera el eje forjado durante la guerra fría con Europa y Japón y qué papel deben cumplir las sub-potencias ya probadas (Israel, Canadá y Australia), seleccionadas (Turquía, Brasil y Sudáfrica) o eventuales (Pakistán e India).
Estas tendencias confirman que el rol militar de Washington no se ha modificado. Preserva el liderazgo de una gestión imperial colectiva, que en la segunda mitad del siglo XX sustituyó a las viejas confrontaciones bélicas interimperialistas.
Algunos autores cuestionan esta caracterización remarcando el declive militar de Estados Unidos. Interpretan los desenlaces geopolíticos recientes en Medio Oriente, Europa Oriental o Asia como expresiones de impotencia de un viejo gendarme. Estiman que el Pentágono ha quedado irreversiblemente agotado y retrocede frente a cada desafío. Consideran que luego de ejercer cierta hegemonía cultural durante de los años 90 (con la fantasiosa ilusión de un “siglo americano”), los yanquis han perdido la partida.
Pero resulta difícil corroborar este diagnóstico a la luz de lo ocurrido en los últimos años. Estados Unidos sigue fijando las pautas y asumiendo las decisiones más relevantes de la acción imperial. Es la voz cantante a la hora de definir quiénes son los integrantes y los excluidos del club nuclear.
En ese terreno negocia con sus viejos antagonistas (China y Rusia), comparte el armamento con sus socios (Francia, Gran Bretaña) y agentes privilegiados (Israel), acuerda la magnitud del poderío atómico con regímenes históricamente próximos (Pakistán) o actualmente afines (India). Al mismo tiempo impone una duro acoso contra quienes buscan dotarse de esos recursos bélicos en forma autónoma (Corea del Norte).
Estados Unidos ha perdido capacidad de acción unilateral, pero no poder de intervención en la dirección del imperialismo colectivo. Este comando obedece a la inexistencia de otro timón para la custodia general del capitalismo.
Alemania remodela a Europa
Europa es el epicentro de la crisis actual. Allí continúa la recesión al cabo de fatigosos ajustes con niveles récord de desempleo. El momento más dramático del temblor se registró en el 2011-2012, cuando sobrevoló una convergencia de quebranto de los bancos con cesaciones de pagos de la deuda pública, en pleno temblor global. También parecía inminente el estallido del euro. Ese dramatismo ha cedido pero el respiro es frágil. La situación de las instituciones financieras es delicada y el estancamiento es mayor que en Estados Unidos.
La interpretación europea inicial de tsunami como un eco pasajero del temblor norteamericano ha quedado desmentida. El Viejo Continente está entrampado en un círculo vicioso de quiebras bancarias y déficit fiscal. El rescate de las entidades potenció la deuda pública y precipitó recesiones que acentúan la vulnerabilidad del sector financiero. Aunque 800 bancos ya recibieron un billón de euros nadie avizora el final del túnel.
Alemania se ha convertido en la gran potencia del Viejo Mundo. Recuperó preeminencia con la anexión de la RDA que financió entre 1998 y 2006 con ajustes internos y retracción salarial. Luego impuso el incremento de la productividad por encima de los sueldos mediante un atropello contra las conquistas sociales. Con las leyes Hartz se obligó a los desocupados a realizar trabajos precarizados, que ya representan un cuarto del empleo total. Esta agresión fue desplegada por los capitalistas para reducir el costo salarial.
La afluencia de mano de obra barata y calificada del Este y la relocalización externa de numerosas empresas complementaron el ajuste. Los sindicatos no fueron demolidos como en Inglaterra pero decreció su poder de negociación y el modelo renano de capitalismo social se diluyó hasta perder sus viejas diferencias con el esquema anglosajón. El capital alemán se internacionalizó, recibió inversiones externas y adoptó el estilo brutal de los managers estadounidenses.
Estas transformaciones han socavado la legitimidad del sistema político. En Alemania Oriental las elites del viejo régimen no obtuvieron los beneficios que lograron sus pares de Polonia, Hungría o Eslovaquia con la restauración capitalista. La emigración de jóvenes provocó una importante despoblación de la ex RDA y el 16% de la población total ya afronta un serio riesgo de pobreza. Además, los servicios de alimentación para los carenciados se han triplicado desde el 2002.
Los capitalistas germanos salieron airosos de la anexión e impusieron sus prioridades en la conformación de la Unión Europea. Acumularon un gran acervo de acreencias y superávits comerciales que les permite definir el rumbo del continente. Esta primacía se ha consolidado luego de cooptar a varias economías del norte (Dinamarca, Holanda, Finlandia y Austria).
También ha sido esencial el acuerdo político con Francia. La clase dominante de ese país compensa su declive productivo con la alianza geopolítica que forjó con su viejo rival. Pero el precio del convenio es un ajuste continuado, que conservadores y socialdemócratas implementan sin ninguna distinción. A los pocos meses de asumir el cargo Hollande sustituyó su leve sugerencia de subir impuestos a las familias pudientes por nuevos subsidios al capital y mayor flexibilidad laboral.
Inglaterra ensaya otra estrategia tomando distancia del poder alemán. Se mantiene fuera del euro y renegocia el status especial que acordó en el 2009 dentro de la UE. Esta autonomía es exigida por el lobby bancario para preservar los negocios internacionalizados de la City londinense. Pero hay muchas tratativas en curso porque el sector industrial -que coloca la mitad de sus exportaciones en el Continente- promueve una reaproximación con Europa.
Cirugía deflacionaria
Las economías intermedias de Europa afrontan las consecuencias de convalidar los recortes que impone la cúpula de la Unión. Esta cirugía comenzó en Italia a principios de los 90 con la aceptación de las reglas de Mastrich. El viejo modelo de inflación, devaluación y déficit fiscal fue sustituido por una drástica comprensión del gasto público. La derecha de Berlusconi y los socialdemócratas de Prodi se han repartido la tarea de privatizar y desregular el mercado de trabajo, acentuando la brecha que separa al Norte del Sur. Con este molde macroeconómico se perpetúa el estancamiento y el desempleo.
España siguió otro recorrido. Su incorporación a la Unión dio lugar a un fuerte crecimiento inicial e incentivó la internacionalización de ciertas empresas que se transformaron en jugadores globales (Telefónica, Endesa, Fenosa, Repsol, BBVA, Santander...). La contrapartida de esa inserción ha sido una especialización de la economía (construcción, servicios, turismo), que cercenó la estructura industrial y estabilizó elevadas tasas de desempleo.
Estas fragilidades explican el gran impacto de la crisis reciente. El estallido de la burbuja inmobiliaria precipitó en España un colapso bancario que arruinó las finanzas públicas al cabo de cuatro rescates. El último socorro incluyó el tutelaje alemán directo en la supervisión de los recortes. El producto se contrae, el déficit fiscal saltó al 6,4% y la deuda araña el 100% del PBI.
España e Italia no pueden compensar su fragilidad económica con acciones geopolíticas. En las últimas décadas tuvieron poca presencia en este ámbito y la incorporación a la Unión consolidó esa marginalidad. El impacto de la crisis se asemeja por estas razones al sufrimiento de toda la periferia europea.
El desempleo bate récord en la zona euro (10,8%) y se duplica entre los jóvenes (21,6%). Pero en España ya supera el 25% y en Italia afecta a uno de cada tres jóvenes y a la mitad de las mujeres del sur. El 8,2% de trabajadores europeos quedó situado en el 2010 por debajo de la línea de pobreza. Pero el número de empobrecidos se duplicó en Italia (2007- 2012) y alcanza a tres millones de personas en España. Si esta degradación persiste al ritmo actual, un amplio sector de la población de ambos países quedará privado de coberturas básicas en los próximos años. El modelo socialdemócrata de “capitalismo con mejoras sociales” se desvanece en forma acelerada.
En el fracturado mapa del continente Alemania determina el ritmo del ajuste. Impone a los deudores una indigerible dieta deflacionaria, para amoldar la región a su patrón de competitividad. Como al mismo tiempo necesita preservar los nuevos mercados evita la bancarrota de sus clientes, refinanciando a los quebrados con durísimos condicionamientos.
Cada país debe socorrer a sus bancos con fondos propios puesto que la unificación monetaria no incluye compartir los pasivos. Alemania proyecta avanzar hacia una convergencia fiscal y bancaria de toda la U.E. cuando haya concluido la actual limpieza de insolventes. Por eso otorga préstamos sólo a las economías colapsadas que aceptan el futuro control germano.
Para preparar esa supervisión Alemania bloquea cualquier auxilio indiscriminado basado en la mutualización de deudas o la emisión de Eurobonos. Impone un organismo afín (ABE) que supervisa la reorganización de los bancos. También introduce la supervisión del Banco Central Europeo sobre las 6.200 entidades de la eurozona y maneja la recapitalización de esas instituciones a través de un fondo de estabilidad (MEDE). El paso siguiente sería reformar el Tratado Europeo para asegurarse el control fiscal, ampliando la delegación de atribuciones que ya detenta Bruselas.
Sólo al final de este proceso Alemania consideraría la introducción de los mecanismos federales que rigen en Estados Unidos, para supervisar las finanzas y la moneda. Pero este plan requiere que el euro, los bancos y las finanzas públicas perduren sin estallar por la gran ingesta de cicuta que contienen los ajustes. La crisis podría demoler este proyecto antes de su concreción si se agrava la actual fractura entre el Norte y el Sur europeo.
Mecanismos de polarización
Los capitalistas de toda la Eurozona invocan la permanencia en el euro para justificar la destrucción del estado de bienestar. Pero los más afectados son los países de la periferia regional. Estas economías han sufrido duramente las consecuencias de una liberalización financiera que generalizó las maniobras de titularización, el apalancamiento y las contabilidades fuera de balance. Los bancos quedaron desprovistos de sus protecciones tradicionales y al trastabillar impusieron un inmenso agujero a las finanzas públicas. La periferia europea está agobiada por pasivos inmanejables y ha quedado sometida a las exigencias de los acreedores. Su situación se asemeja a los padecimientos sufridos por América Latina en los momentos de mayor endeudamiento.
Los mismos excedentes de liquidez y mercancías que Estados Unidos colocaba entre sus vecinos del Sur en los años 80 y 90, fueron transferidos por Alemania a las economías más frágiles del Viejo Continente. Ambas potencias utilizaron formas semejantes de endeudamiento público para descargar sobrantes de mercancías y capitales. Esta traslación socavó la estabilidad fiscal de las regiones dependientes y derivó en ajustes muy similares. El FMI monitoreaba los recortes de América Latina y ahora repite esa supervisión en una Troika compartida con la Comisión Europea y el BCE. Sólo han cambiado las victimas y la localización de un mismo proceso.
El desastre es mayúsculo en varios casos. Grecia sufre un colapso superior al padecido por Argentina en el 2001, tanto en el desplome de su producto (el doble del derrumbe pos-convertibilidad), como en la magnitud del endeudamiento (169% frente a 150% del PBI). El desempleo promedia el 27% y alcanza el 58% en la juventud, en un escenario de depresión sin fin.
La Troika no expulsó al país del euro pero tampoco lo financia. Mantiene una soga corta para imponer el ajuste perpetuo con inverosímiles promesas de mejoría futura. Al cabo de una promocionada renegociación de la deuda, el pasivo fue reducido en un irrisorio 10%.
A Irlanda no le va mejor. Durante una década el país fue exhibido como el “modelo más exitoso de neoliberalismo” y desde hace cuatro años soporta un ajuste sin pausa. El consumo se ha desplomado (12% inferior al 2007) y los recortes no han reducido la deuda pública que continúa por encima del 120% del PBI.
En Portugal la derecha y los social-liberales se alternan en el gobierno para introducir nuevos recortes, al concluir cada ronda de negociación de la deuda. Con el tercer rescate de los bancos el país quedó vaciado de reservas, mientras se multiplica el desempleo. Europa Oriental sufre una gran emigración de la población desocupada y soporta tasas de pobreza semejantes al Tercer Mundo.
El destino de dos paraísos financieros ilustra quién carga con las consecuencias de la crisis. En Islandia se privatizaron las entidades para atraer capitales a dos bancos que recaudaron fondos equivalentes a 10 veces el PBI de la isla. Cuando colapsaron el FMI intentó transferir el desfalco a una población que impidió el atropello.
También en Chipre se buscó penalizar a los pequeños depositantes por la quiebra de los bancos. La resistencia social y el temor a una corrida en otros mercados liberalizados obligaron a limitar esa confiscación. Pero el precedente de una expropiación directa de los ahorristas quedó flotando como un recurso para el futuro.
La moneda común opera en toda la Eurozona como una convertibilidad forzosa, que consolida las ventajas de las economías avanzadas al impedir el uso de las devaluaciones para recomponer la competitividad.
Los países más endeudados son forzados a reducir su déficit fiscal y su desbalance comercial. Como utilizan la misma moneda que el resto para gestionar productividades, salarios y tasas de inflación muy diferentes, soportan una gran hemorragia de recursos hacia el centro. El promedio salarial en Alemania, Francia, Países Bajos, Suecia y Austria duplica o triplica las medias de Grecia, Portugal o Eslovenia. Supera entre 7 y 10 veces los niveles vigentes en Letonia, Rumania o Bulgaria. La brecha de productividad con Alemania es abismal. También los desniveles de inflación entre el Norte y Sur de Europa se han acentuado. En el período 2000-08 el incremento de precios fue 11,8% en la primera región y 27% en la segunda. Desde su incorporación al euro las economías de la periferia crecieron aumentando el consumo sin ningún soporte productivo. La inflación diferenciada reflejó este desequilibrio, que primero desembocó en déficit comercial, luego en endeudamiento y finalmente en quebranto bancario. Estos procesos ilustran el carácter crónico de las desigualdades socio-económicas regionales y la recreación de relaciones centro-periferia en los momentos de gran reconversión capitalista. En el escenario europeo se verifica como ambos polos se alimentan mutuamente, a medida que la región es adaptada a los nuevos moldes de la acumulación global.
Del federalismo al centralismo
La crisis no ha detenido la conformación de la Unión Europea, que ya es un proto-estado continental con varias instituciones en gestación. Hasta ahora funciona mediante tratados sin gran sustento constitucional. Para cambiar cada regla se necesita el voto de los gobiernos, que a su vez recurren a consultas internas. Estos mecanismos regirán hasta que se defina como centralizar las decisiones. Esta modificación se está procesando mediante la eliminación de todos los resabios de la Europa social que obstruyen a la Europa del capital. La transformación en curso ya no guarda ningún parentesco con el ideario federalista. Ese proyecto se ha disipado para insertar al Viejo Continente en la mundialización neoliberal. El viraje es comandado por Alemania que ensayó internamente los nuevos principios de restricción salarial y prioridad explícita del beneficio a través de estrictas políticas monetarias de independencia del Banco Central. Los primeros pasos que siguió la paulatina conformación de la Unión (Tratado de Roma en los 50, política agraria común en los 60, sistema de paridades en los 70, acuerdos de moneda en los 80) registraron un brusco giro con el tratado de Maastrich en los 90. Allí comenzó el viraje neoliberal consumado con la unificación monetaria, el resurgimiento de Alemania y el ingreso de los países del Este a la U.E. El modelo actual funciona bajo el comando de una casta supra-nacional que amolda la construcción de Europa a las exigencias del mercado. Su poder creció abruptamente luego con la implosión de la URSS y la reunificación germana. Maastrich consagró la primacía del despotismo capitalista, para demoler el estado de bienestar en los 27 miembros de la Unión y en los 17 integrantes de la Eurozona. Todos perdieron soberanía, resignaron atribuciones presupuestarias y delegaron decisiones en la tecnocracia de Berlín-Bruselas. Este sometimiento se verifica en la primacía económica del Tribunal Europeo, el dominio de las empresas continentales, el libre flujo de capitales financiero y la gravitación del euro. El proyecto federalista inicial de Monnet-Delors ha quedado totalmente sustituido por las propuestas de Hayek de forjar una estructura política divorciada de la soberanía popular. Este esquema modifica a tal punto las tradiciones progresistas de posguerra, que el término “reforma” ya no implica mejoras sociales sino aceleración de las privatizaciones.
La meta geopolítica inicial de la Unión apuntaba a realzar la gravitación de Francia para contener un eventual resurgimiento germano. Ese propósito tenía el Plan Schuman y la Comunidad del Acero y el Carbón. Se buscaba evitar la repetición de la inestabilidad de los años 30, imponiendo la subordinación de Alemania a una construcción continental.
Pero la crisis de Suez, las derrotas del colonialismo francés y la erosión del gaullismo alteraron el proyecto. Por un lado se incrementó la presencia perdurable de Estados Unidos en el Viejo Continente y por otra parte se debilitaron las posibilidades de un esquema europeo autónomo. El desplome de la URSS reforzó estas tendencias. El viejo temor a una repetición de la inestabilidad de entre-guerra se diluyó e irrumpió el nuevo horizonte de forjar empresas regionalizadas (o internacionalizadas), para apuntalar la competitividad europea. El discurso apolítico que emana desde Bruselas expresa esta prioridad. Todos los debates actuales confirman la sustitución definitiva del proyecto keynesiano por el planteo hayekiano. Algunas interpretaciones atribuyen este cambio a la necesidad de centralizar la actividad de las grandes empresas integradas. Otros explican el mismo proceso por la pérdida de influencia del estado-nacional. La interdependencia económica y la formación de alianzas continentales son vistas como datos insoslayables del nuevo escenario europeo.
Contradicciones de la Unión Europea
Muchos analistas se preguntan si la Unión aguantará la profunda erosión que genera la crisis actual. También discuten si el ajuste en marcha no terminará debilitando al Viejo Continente en la competencia global. Cada iniciativa que adopta la Unión reduce su legitimidad política. Desecha las normas de una confederación, afianza la tiranía de sus organismos (Comisión, Consejo, Corte) y se divorcia del sustento electoral. Por estas razones aumenta el predicamento de las corrientes euro-escépticas. El “déficit democrático de la Unión” es presentado por los neoliberales como un trago amargo y pasajero. Pero en realidad promueven un consenso pasivo de largo plazo, asentado en el sostén de las elites para contrapesar la indiferencia de las masas. Dos de cada tres europeos ya hablan otro idioma y las calificaciones educativas se han unificado. Pero las clases populares no comparten el nuevo europeísmo, carecen de un sentido supra-nacional y conservan sus afiliaciones nacionales. Este descontento emerge periódicamente a la superficie en los resultados de los comicios. El distanciamiento popular distingue la unificación actual de las viejas construcciones nacionales, que incluían la intervención revolucionaria de las masas para democratizar los nuevos estados. Estos organismos surgieron históricamente a través de la expansión gradual de la autoridad en cierto territorio, la edificación desde arriba (absolutismo francés) o la revolución anticolonial (Estados Unidos). La Unión Europea no repite ninguno de estos precedentes y se forja con gran orfandad simbólica. Los valores de la civilización asociados con el Viejo Continente desde el Iluminismo han sido vertiginosamente erosionados por los atropellos neoliberales. La unificación actual destruye, además, el equilibrio de poderes políticos que generaba la existencia de múltiples estados competidores. Este deterioro podría compensarse con la integración económica continental. Pero las empresas están consumando su entrelazamiento en un contexto de crisis global y desgarramiento social.
Los analistas euro-escépticos también remarcan la inexistencia de una defensa militar y una política exterior común, la inoperancia del Parlamento de Estrasburgo, la continuada primacía de partidos políticos nacionales y la ausencia de una real identidad europea. Subrayan especialmente la incapacidad de la Unión para sustituir a los viejos estados nacionales en la gestión corriente de los asuntos públicos.
La manifestación más evidente de estas tensiones es la creciente gravitación de las demandas regionalistas. Las tendencias separatistas se expanden en un amplio espectro de regiones (Escocia y Flandes) y en procesos muy contradictorios. Las legítimas exigencias nacionales (catalanes) se mixturan con el regresivo rechazo a compartir los presupuestos locales con las zonas empobrecidas (Norte de Italia).
El contraste entre los derechos de los vascos y la persecución racista en la ex Yugoslavia ilustra el carácter diametralmente opuesto que pueden asumir esos nacionalismos. Al aceptar varios mini-estados en su seno, la Unión Europa abrió un peligroso sendero de pertenencia a la Comunidad fuera de los estados vigentes. Texto: Claudio Katz
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