La mejor manera de detectar en cualquier interlocutor un intento de manipulación o un caso flagrante de demagogia es fijarse en su empleo de la palabra “pueblo”. Es verdad que este vocablo, que en realidad siempre ha sido ambiguo en su significado, para mucha gente sólo tiene connotaciones positivas. ¿Qué tiene de malo el pueblo, el pueblo “llano”? Se asocia dicho término a algo puro, virtuoso, como en el pasado se hacía con la idea del “buen salvaje”. Si el ser humano es bueno por naturaleza, la suma de seres humanos unidos en un pueblo también es buena por naturaleza. El pueblo, unido, jamás será vencido. Pero el pueblo, en realidad, no existe. Por eso a menudo sus integrantes son vencidos.
Por las connotaciones positivas del término pueblo, precisamente, manipuladores de todo cuño recurren asiduamente a él. El “pueblo” queda personificado y de él se empiezan a predicar virtudes. “El pueblo es sabio”, “la dignidad del pueblo”, “el pueblo ha hablado”. La noción elimina así cualquier forma de individualidad, no ya sólo la disidencia: cualquier mínima observación divergente de lo que se supone que “quiere el pueblo” es vista como una traición. La palabra pueblo se carga de peligro especialmente cuando va seguida de un adjetivo nacional. El pueblo catalán, el pueblo español, el pueblo vasco, el pueblo alemán.
La personificación de conceptos abstractos (pueblo, nación) es imprescindible cuando lo que se pretende es imponer una visión totalitaria y hacerse pasar por víctima. Es entonces cuando los líderes políticos hablan de que se ha “insultado a un pueblo” o se ha “ofendido a la nación”.
Tenemos ejemplos recientes, como la sanción de 30.000 euros que el Gobierno ha creado para aquéllos que “ofendan” a España. Otro ejemplo menos reciente, data de 2009, sucedió cuando con el aplauso del entonces presidente de la Generalitat de Catalunya, José Montilla, y del líder de la oposición, Artur Mas se publicó un artículo/manifiesto titulado La dignidad de Catalunya. Parece mentira que haya que seguir recordando que ni los Estados, ni las naciones, ni los pueblos, tienen dignidad. Solo las personas (y en mi opinión también los animales) la tienen. Pero nunca faltan líderes políticos que se presten al secuestro del concepto de pueblo y que se arroguen la portavocía de una supuesta voluntad colectiva.
Por supuesto, quien ose disentir, llevar la contraria, no sólo será tachado de traidor, además será desprovisto de su identidad. Es lo que hacía el expresidente Aznar cuando calificaba de “antiespañol” a quien contraviniera sus puntos de vista, o cuando más recientemente, se acusa de ”catalanofobia” a quien no comulga con el independentismo, o de “antisemita” a quien critique las políticas del Gobierno de Israel.
La mayoría de las Constituciones modernas se construyen sobre el arbitrario supuesto de que existe un pueblo que, en el ejercicio de su soberanía (aquí entra la personificación), funda una nación. El referente legal más famoso es la Constitución de Estados Unidos, que arranca con ese célebre “We the People” (Nosotros, el Pueblo). También comienza así, por cierto, la Constitución de la India.
Por su parte nuestra Carta Magna, en su preámbulo, dota de cualidades humanas, personales, tanto al concepto de “nación” como al de “pueblo”. Dice así: “Don Juan Carlos I, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: que las Cortes han aprobado y el pueblo español ratificado la siguiente Constitución: Preámbulo. La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…”. Así pues, el pueblo español “ratifica” y la Nación española “desea”, “usa su soberanía” y “proclama su voluntad”.
Perdónenme, pero yo creo que estas cualidades sólo las tenemos los individuos. Porque, a efectos individuales, lo importante es vivir en un marco legal en el que haya respeto a los Derechos Humanos, separación de poderes, pluripartidismo, libertades individuales… sobra toda la retórica, toda la mística nacionalista de las Constituciones al uso. Y sobra, además, porque es inventada, aunque en su día sí fue necesaria. Veamos por qué.
El concepto de “pueblo” es un constructor artificial. Como lo es el de “nación”. ¿Qué es lo que identifica a un pueblo? ¿La lengua? No todos los que hablan inglés pertenecen al mismo pueblo, ni todos los que pertenecen a una nación hablan necesariamente el mismo idioma. ¿La religión? No todos los que comparten una creencia son compatriotas. ¿La sangre? Hay hermanos de distinta nacionalidad e incluso hay monarcas de naciones distintas que son familia entre sí. ¿La cultura? ¿Alguien sabe qué demonios es la ”cultura”? ¿Tiene fronteras? ¿El Quijote es más español que mexicano o francés? No. El Quijote es de Cervantes. Y quizá también sea un poco de quien lo lea. Toda expresión cultural es patrimonio de la humanidad entera, y no de uno u otro pueblo. De hecho toda gran creación cultural es, por definición, universal.
Simplificando mucho, el concepto de ?pueblo?, tal y como lo conocemos hoy en día, cobró carta de naturaleza en el siglo XVIII. Entonces fue un hallazgo necesario, que sirvió para oponerse al Antiguo Régimen, al feudalismo y a las monarquías absolutistas. El “invento” del concepto moderno de ‘pueblo’ creó un espacio de legitimación que posibilitó rediseñar las reglas del juego. Se acabaron los súbditos y los vasallos.
Había nacido el concepto de “ciudadano” que pertenece a un pueblo que deviene en nación y que “por su legítima voluntad” decide constituirse en Estado. El Soberano dejó de serlo. La soberanía pasó del Monarca al pueblo (desde ahora, “pueblo soberano”). La “gracia de Dios” ya no bastaba para legitimar una forma de Gobierno.
Hizo falta crear un nuevo sistema de creencias, una nueva fe, en este caso nacionalista, mediante una reconceptualización de lo que antes se entendía por pueblo o nación, y una revisión histórica muy potente (la que emprendieron los Ilustrados y continuaron los idealistas alemanes) para deslegitimar el Antiguo Régimen. Los conceptos de “pueblo” y “nación” fueron entonces reformulados y adaptados a una nueva meta: iban a funcionar como la jeringuilla que permitiera inocular libertades individuales y avances democráticos en las sociedades europeas. Fueron conceptos utilitarios, didácticos, pedagógicos. Fueron un simple medio, como el dedo que señala al Sol. Y los nacionalistas actuales, de cualquier país democrático, cumplen muy bien su papel de tontos que se quedan mirando al dedo en lugar de al Sol.
Lo esencial, como decíamos, es vivir en un Estado en el que se respete los Derechos Humanos, a las minorías y a todas las identidades culturales. Como, por cierto se dice en el preámbulo de la Constitución de 1978: “Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Debe dar igual cómo se llame ese Estado, o qué lenguas se hablen en él, o cuál sea el origen étnico de sus ciudadanos, siempre que los derechos individuales de todos y cada uno de ellos sean respetados. Esa y no otra, por ejemplo, era la idea original (luego pervertida) sobre la que se construyeron los Estados Unidos de América y sobre la que debería haberse construido la Unión Europea.
En definitiva, el concepto de “pueblo” al igual que el de “nación” (que como hemos visto sobrevive en Constituciones y en la retórica de los políticos, militares, deportistas, etcétera) no es más que un vestigio arqueológico, un fósil legislativo, una cáscara semántica vacía, que un día fue útil. Pero, usando y abusando de ese fósil, vive hoy una casta de aprovechados, políticos, oligarcas, explotadores, todos perfectamente conscientes de su hipocresía. Son los herederos del Antiguo Régimen, líderes peligrosos, guías iluminados, portavoces del “pueblo” que en realidad sólo sirven a las clases dominantes. Y no dudan a la hora de emplear esos conceptos, el de “pueblo” o “nación”, para desviar la atención y engañar a miles de infelices que creen estar dando su vida en nombre de algo que en realidad no existe. Texto: A. Fraguas
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