Desde aquellos tiempos, cuando una visión del mundo se hundía, la reemplazaba otra y, a menudo, la moribunda asistía al nacimiento de la nueva. Con el hundimiento del comunismo nos acercamos, en cambio, a la zona del cero ideológico.
Nunca los intelectuales fueron tan numerosos, ni los sociólogos tan influyentes, ni los científicos estuvieron tan decididos a zafarse de los collares de sus disciplinas, ni los historiadores tan ostensiblemente transformados en gurúes del futuro. Y sin embargo, ni todos juntos son capaces de ofrecernos una nueva Weltanschauung. Se mueren todas nuestras ideologías tradicionales, que postulaban el progreso, el óptimo colectivo y, por lo tanto, el reino del orden. Al mismo tiempo, descubrimos que el mundo físico, la biología, el cosmos y la persona evolucionan según dialécticas de orden y de desorden, incertidumbres e interdeterminaciones. Las ciencias físicas y biológicas se han desembarazado de las clásicas visiones lineales y unívocas; las ciencias humanísticas intentan explicar el caos y la incertidumbre con teorías todavía balbucientes; las ideologías no aparecen por ninguna parte. Por su parte, la muerte del socialismo encarna el final de las filosofías del orden. Se puede decir la muerte del socialismo y no sólo la del comunismo, porque no es solamente un sistema fosilizado el que se hunde, sino también el del marxismo más arcaico, es decir de una concepción frustrada y exclusivamente materialista, que no se produce sin daños colaterales. Con el viejo esquema -la economía es la única infraestructura y todo lo demás (ideas, naciones, culturas y relaciones de fuerza) son simples superestructuras- muere también la economía política de Marx (a pesar de ser uno de los mejores teóricos de la economía de mercado) y todas las ideologías socialistas, es decir todas aquellas ideologías que postulaban que la sociedad tenía capacidad para organizarse por sí misma. El desastre alcanza incluso al mito mismo de la esperanza colectiva. Incluso las socialdemocracias más fuertes se ven privadas de todo substrato teórico, porque su última visión, pasada por el tamiz de la democracia y de las libertades, se refería a una utopía. Ni esperanza ni utopía ni progreso: la mesa está definitivamente vacía. La democracia cristiana no es una filosofía, y una dosificación sutil de altruismo religioso, de generosidad laica y de vago culto a los derechos humanos no será capaz de sustituir a esa escatología socialista. La izquierda no será capaz de llevar adelante una revolución ideológica en ninguna parte. Entonces los analistas se preguntarán: ¿Qué ideología puede dominar de ahora en adelante la acción pública?
Liberalismo y marxismo
Tampoco el liberalismo salió más fortalecido que el socialismo por la desaparición del comunismo. Este le servía de chivo expiatorio y le permitía construirse por reacción y tentados de llevar a su modelo hasta las últimas consecuencias. De ahí el culto a un mercado puro y perfecto que logra su optimización, siempre que domina un país. El fantasma de un orden superior y de una racionalidad última venía exigido por contraposición a la utopía socialista y constituía su anverso absoluto. Paradójicamente, este liberalismo nunca pesó tanto en las decisiones de algunos Gobiernos como en la época en que el marxismo dogmático, comenzaba a vacilar. La lógica de los contrarios hizo que las políticas de Reagan y Thatcher sirviesen de antídoto frente al sovietismo, pero sólo se impusieron en un momento en que el socialismo estaba ya herido de muerte. ¿Cuántas cosas no hemos leído, a este respecto, desde 1989? El fin de la historia, la victoria absoluta del liberalismo, el mercado como el fin último de las sociedades, la desaparición de toda la referencia ideológica concurrente...
Sin embargo, el liberalismo, al perder a su enemigo tradicional, ha perdido a su mejor apoyo. Es evidente que la economía de mercado, como todo el mundo sabe, representa la realidad absoluta de las sociedades: el mercado no es un estado de la cultura -producto de una opción- sino un estado de la naturaleza. Pero hicieron falta décadas, matanzas y todo tipo de dramas para descubrir esta evidencia; sin embargo, una vez dicho esto, también hay que reconocer que el liberalismo está tocado en el ala, porque, desde el momento en que detenta cierta forma de monopolio ideológico, todas las derivadas en relación con lo óptimo le son imputadas. La aparición de bolsas de pobreza de una amplitud tal que amenazan el orden social. La incapacidad para tratar espontáneamente ciertas cuestiones indisolubles, como el empleo. Su ineptitud para hacerse cargo de las necesidades colectivas y la crisis de una economía mundial que ha festejado la victoria absoluta del mercado, dueño también absoluto del noventa por ciento del globo, con la peor recesión que se haya visto desde la guerra. Y lo que es más grave todavía, el arrogante triunfo de los mercados financieros. Un mercado casi infinito, del que no se escapa prácticamente ningún país del mundo. A cada instante, los precios reflejan el equilibrio sin cesar modificado de la oferta y la demanda. Un mercado puro: ningún otro actor ejerce un dominio tan profundo. Un mercado perfecto, porque está abierto a todos los que quieren entrar en él. Pero los resultados no se adecuan a los principios de los teóricos y lo que prevalece no es el orden, sino el desorden. En vez de construir un óptimo, como preconiza la doctrina, los "mercados" producen a veces la dinámica contraria. Desconectados los actores económicos de la realidad –porque menos del cinco por ciento de los intercambios monetarios corresponden a la cobertura de movimientos de mercancías o de servicios, orientados hacia su propio juego– los mercados financieros sólo se mueven por el cebo de las ganancias, lo que sería normal en una economía de mercado si no se tratase de unas ganancias especiales: unas ganancias sin contrapartida económica alguna y que nacen de la simple conjunción, positiva o negativa, entre la opinión de cada operador económico y la opinión, esta sí irresistible, que fabrican todos ellos juntos.
El mercado y sus reglas
De ahí el mito de la especulación. ¡Los especuladores juegan sobre la anticipación que los Gobiernos tendrán sobre sus propias anticipaciones y hacen fortuna con eso! Con el consiguiente riesgo, provocado por este mercado, que es el más puro y perfecto de todos, de desestabilización para las economías que no aguantan este ritmo. Paradójicamente, los anglosajones no quieren admitir en los mercados financieros lo que constituye habitualmente para ellos las señas de identidad del liberalismo: que el mercado y las reglas del Derecho son indisociables, porque el primero sólo funciona eficazmente bajo el control de las segundas. En cambio, cuando se trata de dinero, se niegan a pensar en la más mínima reglamentación a nivel mundial. Los resultados pueden ser devastadores para el liberalismo. ¿Representarán los mercados financieros para el liberalismo lo que el estalinismo encarnó para la ideología socialista? Esta lógica llevada hasta el extremo ejemplifica, con absoluta perversión, la caricatura redistributiva que algún día pagará cara el liberalismo. Todo el mundo sabe que estamos a merced de un accidente financiero muchos más grave que los hemos conocido hasta ahora. Si llegara a producirse, con su cortejo de recesiones en cada país y sus innumerables quiebras, que implicarían la pérdida de confianza de los ahorradores y el paro, los principios liberales serán su primera víctima y no sobrevivirán a los excesos del mercado más emblemático. Pero aun sin llegar a esto, el liberalismo está amenazado por el desencanto. Cada día sus límites aparecen más visibles. Por haberse equivocado y haber pretendido, por mimetismo, ser como el comunismo, un sistema global, se le responsabiliza de todo lo que pasa. ¿La entropía del continente europeo? Es su culpa. ¿Los fenómenos de marginalidad? Su culpa. ¿El desorden internacional? Su incuria. ¿La recesión? Su incapacidad. Si conforme a sus principios originales, el liberalismo se hubiera seguido declarando como el peor sistema explicativo del mundo, habría permanecido al abrigo de estas acusaciones. Es su ambición la que lo pierde: a fuerza de querer servir de salida al comunismo se ha colocado en una situación de debilidad. La caja de herramientas de Adam Smith o de Ricardo no está hecha para explicar el mundo con sus relaciones de fuerza, sus sacudidas históricas y sus conflictos. De esta imprudencia desmesurada nace hoy la decepción. ¡No en vano muchos piensan y dicen ya que tanto el comunismo como el liberalismo están muertos! A menudo, estos enterradores son los mismos que proclamaban, en 1990, con la misma certeza, el triunfo definitivo del capitalismo y del mercado... En realidad, el liberalismo no sirve como sistema global de análisis y, como tal, nunca formará parte del espesor de la historia. Como filosofía del funcionamiento de las sociedades, no tiene futuro. Como ideología del mercado se encontrará con realidades que se le resisten. Si el mercado está en el fondo de la naturaleza de la sociedad, puede funcionar de diversas maneras, desde la más conveniente, bajo el imperio de los principios liberales, hasta la más salvaje, en este caso el modelo ruso de hoy, sin contar con sus variantes estatalistas y autoritarias. Otra ideología de orden que está en sus horas bajas, es la racionalidad de la tecnocracia. La verdad es que jamás pretendió oficialmente un estatus ideológico, pero detrás de esta modestia aparente, ha impregnado las sociedades occidentales, al menos tanto como el liberalismo. El mundo es racional. Todos los problemas tienen solución. Los expertos bien preparados siempre pueden encontrarla. Dotados de un saber así, es lógico que sientan la vocación de dirigir la sociedad... Este es el sofisma que, desde hace décadas, gobierna Occidente. Frente a cuestiones del tipo de las del Oriente Medio, la racionalidad tecnocrática había claudicado desde hacía mucho tiempo. Pues bien, ahora está aprendiendo a capitular en otros terrenos, como ante los cambios inesperados de la opinión pública, ante las reacciones de violencia, ante la resurrección de los fantasmas étnicos y ante otras muchas realidades que le son insoportables. Y de paso ha perdido credibilidad. ¿Quién se atrevería todavía a lanzar profecías sobre el advenimiento de una sociedad técnica y racional, que se regularía simplemente con la inteligencia? Como una ideología binaria que es, se ve condenada por esta razón: porque los nuevos tiempos exigen una ideología de varias dimensiones, con profundidad histórica y que sea capaz de interpretar la complejidad.
Ciudades para el paroxismo
Privados de nuestras ideologías tradicionales nos arriesgamos a creernos condenados a una nueva barbarie, que nos aparece como el corolario natural del desorden. Esa es la amenaza. Y no sólo vuelven a la superficie las barbaries más clásicas, sino que se añaden otras nuevas: los fallos de la biología, las víctimas de la ciencia, las heridas del medio ambiente, la insoportable forma de vida urbana llevada hasta su paroxismo en muchas ciudades, las nuevas pobrezas... Para los espíritus negativos, el terreno está abonado para un pesimismo sin límites. Y eso no sería grave ni sorprendente si dispusiésemos de una verdadera armadura intelectual e ideológica. Las creencias en el progreso, la convicción de que existe un óptimo, la certeza de avanzar hacia una sociedad mejor regulada son otros tantos antídotos –que hoy no tenemos– contra el desorden. Nuestro tiempo, abandonado a sí mismo, se arriesga a vagar de las decepciones ideológicas a las nuevas barbaries y de las nuevas barbaries a las doctrinas dañinas. Además, para llenar este vacío no basta con la resurrección del nacionalismo, aún bajo su apariencia más respetable. Incluso cuando no es la expresión de una razón instintiva, el nacionalismo no es capaz de dar respuestas y deja multitud de cuestiones sin solucionar... Pasar del internacionalismo optimista al sueño de la nación protectora es una cómoda huída hacia adelante. Dado que las naciones supieron resistir al comunismo, ¿no será que son portadoras de la mayoría de las virtudes? ¿Por qué, entonces, no ver en ellas la comunidad de base, la referencia última, la respuesta natural? Aún a costa de no saber explicar muy bien la relación entre las patrias familiares, regionales, nacionales y europeas, no conviene buscar soluciones en los reflejos del pasado. Antaño, con su comunidad de base y Dios, el individuo estaba armado para afrontar un mundo sin perspectivas de progreso. Desaparecidas estas referencias, el mito del progreso las reemplazó. Condenado a su vez –lo que hace que suene la campana mortuoria de los Tiempos Modernos, con los que se identificaba– es imposible recorrer el camino a la inversa. Dios vuelve en forma de fanatismo y de irracionalidad. Por otra parte, la comunidad de base se pretende el único anclaje posible para el individuo, cuando es incapaz de aprehenderle en toda su diversidad. Inútil buscar, pues, en esta dirección nuevos mitos fundadores, salvo el de llevar la idea de nación hasta sus últimas consecuencias y pasar de un nacionalismo de la razón a un nacionalismo belicoso, añadiendo, de esta forma, nuevos fermentos de desorden al que ya nos amenaza. Y tampoco sirve de nada refugiarse detrás de las "leyes" de la historia. Aunque se trate también de una tentación tan natural como la otra. Si el mundo no está dominado por la idea de progreso y, dado que no puede ser indescifrable -postulado de partida- tienen que existir leyes más o menos ocultas de la historia. Con varias variantes. La primera, la variante determinista, supone que la historia avanza de una forma más bien positiva y, si al progreso se le echa de casa por la puerta, intentará entrar por la ventana. La segunda variante, marcada por el escepticismo, postula el principio de la repetición: la naturaleza humana es intangible y, por lo tanto, las situaciones no cesan de reproducirse y la historia se contenta con registrar esta permanencia, a costa incluso de camuflarla, mintiendo sobre las circunstancias y las personas. La tercera variante, que pretende ser la heredera del indeterminismo triunfante en las ciencias físicas, admite que la historia es, esencialmente aleatoria, que las constantes son menos numerosas que las bifurcaciones, que la incertidumbre domina, y que los hombres no tienen poder sobre ella. Se trata de la resurrección de un mundo intelectual dominado por el lenguaje de las ciencias humanísticas y por el bueno y viejo fatalismo. Por otra parte, las sociedades contemporáneas no facilitan mucho la tarea de los que buscan una nueva ideología. Y es que no pueden escapar al misterio de que las sociedades están hechas para sí mismas, de que son su propia finalidad. Es revelador, en este sentido, el auge de la opinión pública, pero si los sondeos de opinión desaparecieran repentinamente de la escena, ¿qué quedaría de ella? Porque son ellos los que postulan su existencia y una vez planteado este presupuesto, la miden y la valoran. Sin los sondeos, la opinión pública sería inaprensible. Es cierto que, fieles a una maniobra que les ha salido bien desde hace décadas, los medios de comunicación tienden a encarnar a la opinión pública, lo que sin duda es más confortable que confesar abiertamente su deseo de influir sobre ella. Pero no podrían librarse tan fácilmente a ese juego si esas inmensas baterías de cifras no viniesen regularmente a proporcionar la tensión, el pulso y los otros mil parámetros explicativos de la salud del enfermo. La renovación ideológica La opinión ha segregado, evidentemente, sus gurúes, sus oráculos y sus sacerdotes, encargados de afirmar su existencia con tanta mayor seriedad cuanto que de ella depende su sustento. Una vez establecido el mito, las élites no tienen más que capitular: deben ejecutar lo que la opinión desea. Formar un todo con ella, ésa es la máxima fundamental. Llevada hasta el extremo, esta aproximación desemboca en el discurso que afirma que las únicas reformas al alcance del hombre público son las que la opinión pública haya ya aceptado. Esta es otra forma de alcanzar el grado cero de la política. Siguiendo esta filosofía, no queda sitio ni para los pedagogos, ni para los hombres de Estado ni para los hombres de influencia. La opinión pública es. ¿Cuánto hace que no vemos establecerse un postulado con tanta certeza? La economía ya no se permite tales arrogancias, ni la reflexión filosófica, ni siquiera las teologías más modernas. Si la opinión es, no queda otra alternativa que someterse a ella. Convertida en un animal social, la opinión pública no predispone a una renovación ideológica. Y, además, habría que saber de dónde viene, a dónde va, con qué sueña y qué tolera. Medir sus vibraciones no indica ni sus aspiraciones ni sus conflictos internos ni, a pesar de las apariencias, su dinámica. A través de ella, es la misma sociedad la que se convierte en inaprensible. ¿Cuáles son, en efecto, sus resortes, sus pulsiones y sus tensiones? Las encuestas y las estadísticas no nos dicen apenas nada de todo esto. Una sociedad así no facilita el aggiornamento ideológico, porque a fuerza de identificarse con esta pseudo opinión se convierte en un no ser. No será, pues, ella la que, voluntariamente, dé a luz una nueva visión del mundo. Con su tendencia a reducirlo todo al mínimo común denominador, nuestra sociedad empuja hacia los pensamientos débiles, las ideas tranquilizadoras y las filosofías del status quo. A fuerza de practicar esta extraña forma de narcicismo colectivo con el que se identifica el culto a la opinión pública, las sociedades contemporáneas prohíben la desviación, la originalidad y la creatividad. Y ya no tienen ni dioses ni mitos ni símbolos, sólo tienen, en el mejor de los casos, deseos en forma de cifras. Y esto, evidentemente, no fabrica el más dinámico de los seres sociales y tales sociedades presentan también una formidable capacidad de absorción. Tragan los traumatismos, los cambios y las tensiones de todo tipo con una increíble naturalidad. Han desaparecido de ellas los fenómenos de rechazo. En el fondo, no existe ni siquiera una verdadera oposición política. Y es que, al final todo se recupera, se recicla, se reutiliza y se regenera... Si los intelectuales han desaparecido del debate público, no es únicamente por su deseo de expiar sus errores pasados ni por un desinterés repentino sobre la cosa política, sino tal vez porque la sociedad ya no es "pensable", lo que los priva de sus fondos de comercio tradicionales. Hoy, la representación se termina y cae el telón. En fin, pareciera ser que el fin de los Tiempos Modernos no dará lugar al nacimiento de una filiación intelectual, como en la época de las Luces. Los síntomas de una evolución ideológica no aparecen por ninguna parte. No se nota la floración de ideas nuevas que nacen simultáneamente en varios lugares, ni agitación cultural, ni debates contradictorios. No se vislumbra por ningún sitio la cristalización de una nueva cosmovisión, de ningún sistema global coherente. Tenemos, pues, que construirnos una caja de herramientas conceptuales, hecha de material de desecho, pero que nos permita atravesar los períodos de fuerte turbulencia. Veamos cuales podrían ser: El mercado que es un estado inherente a la naturaleza de la sociedad, pero el deber de las élites consiste en convertirlo en un estado inherente a la cultura de la sociedad. Sin normas jurídicas que lo controlen, tanto en las sociedades desarrolladas como en las demás, termina por caer en la ley de la selva, en brazos del más fuerte, al tiempo que fabrica segregación y violencia. Negarlo es una idea contra natura, dado que hace cuerpo con el funcionamiento más primario de las sociedades, tal como lo ha probado el comunismo hasta la saciedad. Pero, al contrario, hay que tener siempre presente que, librado a sí mismo, termina llevando sus propios excesos hasta sus últimas consecuencias. La historia que no se repite mecánicamente, pero, como dicen los físicos, fabrica constantes. Constantes en el comportamiento, constantes en los riesgos y constantes en las actitudes. Conocerlas es uno de los escasos medios que tenemos, no para conjurar las incertidumbres, sino para prepararnos para su llegada. Las crisis no se prevén, pero la comprensión de las que ya se han producido constituye el mejor entrenamiento posible para hacer frente a las nuevas. La realidad porque una parte cada vez mayor de ella e resiste al control de las instituciones y de los Estados tradicionales. Saberlo no significa aceptarlo, sino que obliga a las élites responsables a tener muy presentes los límites de su acción. Y es que tienen que ser plenamente conscientes de que se les escapa un campo cada vez mayor, tanto en el interior de sus fronteras nacionales como en el exterior. Las situaciones inestables, que tienden a degenerar por naturaleza. La entropía no siempre fue una fatalidad. Cuando existían sistemas de poder sólidos e ideologías conquistadoras, incluso podía desaparecer. En cambio, una vez caídas sus vallas protectoras, se convierte en una ley natural. Además, la inestabilidad se agrava sobre todo en la escena internacional. De ahí la imposibilidad de que los responsables lúcidos apuesten por el status quo o por la inactividad. Al contrario, hay que dar pruebas de una energía y de una imaginación desmesuradas para evitar que se desencadene un engranaje fatal. Ni principios culturales, ni económicos… El mundo, que ya no nos va a regalar principios sólidos de cohesión. Ni principios religiosos. Ni principios imperiales, ya que no existe una potencia susceptible de marcar, ella sola, el ritmo al resto del planeta y de hacer plegarse a los demás a su propio modelo. Ni principios ideológicos: la idea de progreso como última ratio no tendrá herederos. Es evidente que el progreso no ha desaparecido, y menos la creencia en él, pero ésa es ya una convicción más entre otras muchas que se ofrecen en el mercado de las ideologías. Ni principios culturales, ya que el modelo americano manipula los símbolos, como si fuese un modelo dominante, pero zonas enteras del mundo, como Asia, todavía se le resisten. Ni principios económicos: las realidades industriales y financieras tienen que cohabitar de nuevo con hechos históricos y dinámicas estratégicas que les impiden determinar, por sí solas, el funcionamiento de nuestras sociedades.¿Cómo actuar teniendo en cuenta la caja de herramientas con la cual contamos? ¿Qué hacer? Transformémoslas en principios que reunidos nos permitan fundamentar una acción en nombre de todos los resortes posibles del alma. Se trataría, en efecto, de principios que no son extraños ni para los que se reclaman partidarios de una esperanza o de una convicción profunda en el progreso de la sociedad ni para los que sólo se mueven por el egoísmo, ni para los que se movilizan únicamente en nombre del pesimismo activo. Tal vez pudiéramos identificarlos con la propuesta de Albert Camus cuando reclamaba "un pensamiento político modesto liberado de todo mesianismo y desembarazado de la nostalgia del paraíso terrestre", en el nombre de un "optimismo relativo" que se parece, a su manera, a nuestro pesimismo activo. En lo que concierne a la misma acción, tendrá que irse modificando al filo del tiempo igual que nuestra visión del mundo, teniendo en cuenta que los principios fundadores se han volatilizado. Asi las cosas, gobernar consistirá, ante todo, en practicar el arte del timonel, es decir dirigir menos a los demás y dirigirse más a uno mismo en medio de una serie de obligaciones y de efectos indirectos. Y es que, como es bien sabido, todo acto termina por escabullirse de las manos de su autor, provocando reacciones imprevisibles, lo que hace imposible que nos sigamos fiando de los viejos métodos de objetivo, proceso y medios. Los efectos perversos dominan cada vez más a los efectos directos, las reacciones sobre las acciones iniciales y los accidentes inesperados sobre los conflictos esperados. Las brújulas han cambiado de dirección, con lo imprevisto en vez del progreso como telón de fondo.Tener autoridad supone tener en cuenta los efectos múltiples, ser capaz de reaccionar a la más mínima señal de alerta y de modificar la trayectoria a las primeras perturbaciones. Y esto no tiene nada que ver con la vieja búsqueda de consenso de antaño. Este, en efecto, postulaba, en cada etapa, un compromiso entre dos fuerzas antagonistas, que, una vez obtenido, era suficiente para mantener la iniciativa. Hoy, las fuerzas antagónicas apenas son discernibles. Un acuerdo entre ellas sería siempre aleatorio y frágil, al tiempo que resultaría inconcebible la inmovilidad que termina siendo siempre el fruto del consenso. Una autoridad demasiado tradicional traería consigo efectos secundarios que serían dramáticamente contrarios a la maniobra. Una tendencia demasiado acentuada en aceptar los feed-back conduciría rápidamente a la impotencia. Lo que resulta es, pues, un arte extraño hecho de firmeza y de flexibilidad, de rigidez y movilidad, en perpetuo movimiento y, al mismo tiempo, inflexible sobre algunos puntos fundamentales. Tiene que hacer suyo un doble imperativo que en los tiempos de las ideologías del orden no era tan necesario: imaginación y gusto por el riesgo. Si bien la acción política clásica está infravalorada, al igual que las filosofías basadas en el progreso, al mismo tiempo, la ambición política parece todavía más indispensable para poder luchar contra los riesgos de la entropía, pero no encuentra base alguna teórica o ideológica, si exceptuamos algunos reflejos de sentido común. Desde este punto de vista, el final de los Tiempos Modernos es una curva difícil de tomar. Multiplica las ilusiones y las huidas hacia adelante mientras exige a los responsables una ascesis permanente. Ascesis relacionada con la imposibilidad de apoyarse sobre una Weltanschauung optimista. Ascesis nacida de la obligación de actuar en nombre de una visión poco motivadora: el pesimismo activo. Ascesis indisociable de un deber moral de las élites que no encuentra su fundamento en ninguna religión revelada. Ascesis acentuada por la conciencia de que un mundo complejo e ingobernable exige no cruzarse de brazos sino intervenir más. Alain Minc, texto escrito en 1994. Ver: Capitalismo y crisis económicas.
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