Próximamente aparecerá el
libro que lleva por título “¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación,
nuevas ideas para la lucha. Sembrando utopía”. Se trata de un conjunto de 14
ensayos de 10 autores diversos, de distintos países (Cuba, Venezuela, Argentina,
España, Costa Rica, México, Estados Unidos), los cuales tienen un hilo
conductor: son preguntas sobre la situación actual del capitalismo (¿está en
crisis, agoniza, o está más fuerte que nunca?) y reflexiones sobre las nuevas
ideas que se plantean para la lucha revolucionaria, haciendo un análisis
crítico de lo que ha sido el socialismo hasta la fecha. A modo de adelanto,
presentamos aquí su Introducción y sus Conclusiones.
Introducción
Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al
menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista
era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y
cultural que permitía pensar en grandes transformaciones. Entre las décadas del
60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo
plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio
arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias
barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas
sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento
tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo
Francés de 1968 como bandera, aparición y radicalización de propuestas
revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumista y antibélicista,
incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación
consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de
distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación
sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del
medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas
transformaciones a la vista. Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25%
de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias
históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como
socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia,
no era quimérico: se estaba comenzando a realizar. Hoy, tres o cuatro décadas
después, el mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una
sociedad más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como
rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona
en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya
lo tienen”, es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos
momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo
inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. El
sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que
pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”,
anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla. Las represiones brutales que
siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los
miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en
cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la
declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón
de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente
conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos
que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de
desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de
clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia
continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no
ha cambiado) sigue presente. Ahí están nuevas protestas y movilizaciones
sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se
levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las
mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y
nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual,
las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento
ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como
lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas, aproximadamente
el 60% de la población económicamente activa del mundo labora en condiciones de
informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo que
“microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la moda),
sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte
jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando
más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral. “El amo tiembla aterrorizado
delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados”,
podría decirse con una frase de cuño hegeliano. Eso es cierto, al menos en términos
teóricos: el sistema sabe que conlleva en sus entrañas el germen de su propia
destrucción. La lucha de clases está ahí, y la posibilidad que las masas
oprimidas alguna vez despierten, abran los ojos y revolucionen todo (¡como ya
lo han hecho varias veces en la historia!), está presente día a día, minuto a
minuto. Por eso y no por otra cosa los mecanismos de control del sistema están
perpetuamente activados, mejorándose de continuo. Pero hay que reconocer que
hoy, en este momento, este combate (combate que es sólo un momento de una larga
guerra) no lo viene ganando el campo popular. Hoy, caído el muro de Berlín y
tras él el sueño de un mundo más justo, el gran capital sale fortalecido. El
capitalismo como sistema, aunque le tenga terror a la posibilidad de estas
“explosiones” de los desposeídos, sabe cada vez más cómo controlar. ¡Y sin
lugar a dudas, controla muy bien! La esencia misma del capitalismo actual (al
menos el por así decir “tradicional”: el estadounidense, el europeo, el
japonés, el capitalismo pobre del Tercer Mundo; algo distinto quizá es el caso
chino) se inclina cada vez más a controlar lo logrado, a prever y evitar
posibles desestabilizaciones. En otros términos: es cada vez más sumamente
conservador. De ahí que buena parte de su energía la dedica al mantenimiento
del orden establecido, al control social. El neoliberalismo, que es una
estrategia económica sin dudas, puede entenderse en ese sentido como una gran
jugada política, que retrotrae las cosas a décadas atrás y sienta bases para varias
generaciones: hoy día aterroriza tanto la posibilidad de ser desaparecido y
torturado como la de perder el trabajo. La cultura light dominante es la
expresión de esa re-ideologización: “no piense y sea feliz”. No otra cosa que
control social es todo el inmenso aparataje superestructural que cada vez más
viene perfilándose en el sistema: un sistema-mundo basado en forma creciente en
la industria militar, en las tecnologías de avanzada ligadas a las
comunicaciones -sutil forma de control; de hecho hoy día transitamos lo que los
estrategas de la primera potencia mundial llaman “guerra de cuarta generación”
(Lind, 1989)-; control basado en el manejo planetario de las masas, en las
industrias de la muerte (los principales rubros del quehacer humano actual están
ligados a las mafias del ámbito financiero-especulativo (¿por qué no llamarlo
usura?), a la producción y venta de armas así como de los narcóticos, al
control social en su más amplio sentido. El capitalismo actual, si bien en su
raíz continúa siendo el mismo que estudiaron los clásicos de la economía
política en la Inglaterra del siglo XVIII o XIX (Adam Smith, David Ricardo,
Thomas Maltus, John Stuart Mill), así como también Marx, es decir: un sistema
basado exclusivamente en la obtención de lucro, ha ido sufriendo importantes
mutaciones en su dinámica. El actual modelo tampoco es el que pudo estudiar
Lenin a principios del siglo XX, cuando ya se perfilaba la importancia
creciente del capital financiero, pero aún con potencias imperiales enfrentadas
mortalmente entre sí. El capitalismo actual se basa crecientemente en la
especulación (mundo de las finanzas como nunca antes en la historia), en el
primado absoluto de capitales de orden global que ya han dejado atrás el
Estado-nación moderno, en la destrucción como negocio (industria de la guerra,
consumismo voraz que lleva a la incontenible catástrofe medioambiental, sistema
que excluye cada vez más población en vez de integrarla), en la concentración
de riquezas en forma inversamente proporcional al volumen de lo producido y del
crecimiento poblacional. Si hoy alguien dijera que los grandes capitales pueden
tener hipótesis de mediano plazo en donde se elimina buena parte de las grandes
masas planetarias, donde el trabajo va siendo casi totalmente automatizado, y
donde el planeta Tierra puede comenzar a ser prescindible (con vida en islas
interplanetarias para grupos “escogidos”), ello no parecería de vuelo
especulativo, pura ciencia-ficción. Por el contrario, los escenarios que se van
dibujando en el sistema-mundo, más que pensar en un acercamiento de los
beneficios del desarrollo científico-técnico para el grueso de la población
mundial dejan ver un retroceso ético fenomenal: vale más la propiedad privada
que la vida humana, vale más el lucro que cualquier valor “espiritual”. ¿Cómo,
si no, entre los negocios más dinámicos de la actualidad podrían encontrarse
las guerras y las drogas ilegales? El capitalismo chino, segunda economía a
escala planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los
grandes centros capitalistas históricos, de momento no muestra abiertamente
estas características mafiosas. No abiertamente, valga aclarar, pero sí las
tiene también. Hay diversos grupos mafiosos que desde las reformas de Deng
Xiaoping, con el oxígeno capitalista gozan de buena salud, como: las triadas
chinas (de gran importancia en los talleres de textil de las Zonas Económicas
Especiales, donde hacen tratos con los capitalistas no chinos y tienden a meter
su negocio mediante ellos en Europa, por ejemplo). Seríamos quizá algo ilusos
si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el
dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país.
En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial inglesa
de los siglos XVIII y XIX, China recién ahora la está pasando, al modo chino
por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia
ante todo). Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese
proyecto. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya
envejecido se mueve cada vez más como un capo mafioso, como un “viejo mañoso”,
pleno de ardides y tretas sucias. Las guerras y las drogas ilegales son hoy una
savia vital, y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas
de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se
esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la
enfermedad estructural define al capitalismo actual y no hay diferencias con el
de siempre. Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo
que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la
constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple
operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen
luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de
hiper-desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo
único que cuenta son números en una cuenta de banco sin correspondencia con una
producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está
pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la
vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo
masivo mercadeado con los mismos criterios y tecnologías con que se ofrece
cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el
capitalismo no tiene salida. Pero el capitalismo no está en crisis terminal.
Convive estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta
ahora ha podido sortearlas todas; así surgió el keynesianismo (hoy, quizá, con
un keynesianismo latinoamericano, como los diversos proyectos de “capitalismo
con rostro humano” de la región); o incluso ahí están las guerras como válvulas
de escape, siempre listas para servir a la estabilidad del sistema. Estos
nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire fresco.
Lo trágico, lo terriblemente patético es que el sistema cada vez más se
independiza de la gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las
cuentas cierren, sin importar para ello la vida de millones y millones de
“prescindibles”, de “población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que
autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el principal problema para la
humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente
porque “no son negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida
y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con
toda la población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de
inmunodeficiencia humana VIH -tal como se ha denunciado insistentemente- como
un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las
grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes
(minerales estratégicos, petróleo, biodiversidad, agua dulce), si un sistema
puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de
tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema
mismo, por injusto, por atroz y sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese
sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar
cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología
que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica. Quizá
podría pensarse que el sistema actual se volvió “loco”…, pero es ése el sistema
con el que tenemos que vérnosla. Y en realidad, sopesadamente vistas las cosas,
no hay ninguna “locura” en juego. Hay, eso sí, límites infranqueables. El
sistema se retroalimenta a sí mismo de su mismo combustible: lo que lo pone en
marcha y alienta es el afán de lucro, y eso puede terminar siendo su tumba;
pero no puede cambiar. Si se modifica, deja de ser capitalista. Un capitalismo
de rostro humano, atemperado en su voracidad y en su frenética busca de
ganancia a toda costa, es posible limitadamente, sólo en algunas islas
perdidas, suponiendo siempre la explotación inmisericorde de los más. El
sistema, en tanto sistema-mundo de alcance planetario y absolutamente
interconectado, no admite cambios reales sino sólo parches cosméticos (la
socialdemocracia, por ejemplo). Por eso, en tanto sistema -estando más allá de
voluntades subjetivas- no puede detenerse, y como máquina desbocada sigue
tragando seres humanos y destrozando la naturaleza para optimizar su tasa de
ganancia, aunque eso elimine en forma creciente seres humanos y se enfrente en
forma autodestructiva a la casa común de todos, el mismo planeta. Por eso
mismo, también, se hace imprescindible conocerlo en su más mínimo detalle,
analizarlo, desmenuzarlo. Eso es lo que pretenden los materiales que conforman
el presente texto: un análisis profundo de las actuales características del sistema
como un todo. Los textos aquí presentados no son -ni lo pretenden, en modo
alguno- análisis económicos en sentido estricto; por supuesto, presuponen una
lectura del fenómeno económico como trasfondo (léase: lucha de clases como
motor de la historia, ley del valor, plusvalía), pero pretenden ser, ante todo,
análisis políticos. En otros términos: ¿cómo se mueve el sistema capitalista
actual? ¿Cuáles son sus notas distintivas? ¿Se alteró algo de lo denunciado en
El Capital decimonónico? ¿Cómo y en qué sentido cambió? ¿Por qué el actual
capitalismo se apoya en el parasitismo de los monumentales capitales
financieros globales que se desplazan por toda la faz de la Tierra con
velocidad vertiginosa? ¿Por qué la producción y tráfico de drogas ilegales, por
ejemplo, ocupa un lugar de tanta preeminencia actualmente? El “imperio”, como
categoría aislada (Hardt, Negri, 2001), no termina de explicar, y mucho menos
de otorgar herramientas válidas, para plantear vías reales de acción en pos de
la transformación. ¿Hay imperios o hay capitales globales? ¿Es posible hoy una
nueva guerra de proporciones mundiales, quizá con armamento nuclear? ¿Está el
mundo globalizado por los capitales supranacionales, o sigue habiendo
rivalidades inter-imperialistas? ¿Cómo pararse ante los escenarios de nuevas
guerras planetarias desde el campo popular? Todo esto, retomando las primeras
experiencias socialistas del siglo XX, e incluso el llamado “socialismo del
Siglo XXI” -concepto muy discutible, por cierto- nos debe llevar a plantear críticamente
la posibilidad (o imposibilidad) de socialismo en un solo país. En definitiva,
preguntas todas que nos apuntan a la cuestión de fondo: ante estas nuevas caras
de la explotación, ¿cómo proponer alternativas? Ante el dominio fenomenal de
los capitales globales, las bombas inteligentes, los mecanismos de detección
satelital y las neurociencias al servicio de los poderes, ¿cómo es posible
seguir pensando en la utopía de un mundo de mayor justicia? En ese caso,
entonces: -pregunta fundamental de lo que pretende ser nuestro aporte- ¿qué
hacer? Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo
enfocar la lucha revolucionaria; de esa manera, parafraseando el título de la
novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué
hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas
obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110 años después, la
misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? Es decir: qué hacer para cambiar el
actual estado de cosas. Si vemos el mundo desde el 20% de los que comen todos
los días, tienen seguridad social y una cierta perspectiva de futuro, las cosas
no van tan mal. Si lo miramos desde el otro lado, no el de los “ganadores”, la
situación es patética. Un mundo en el que se produce aproximadamente un 40% de
comida más de la necesaria para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al
hambre como una de sus principales causas de muerte; mundo en el que el negocio
más redituable es la fabricación y venta de armamentos y donde un perrito
hogareño de cualquier casa de ese 20% de la humanidad que mencionábamos come
más carne roja al año que un habitante de los países del Sur. Mundo en el que
es más importante seguir acumulando ese fetiche llamado dinero, aunque el
planeta se torne inhabitable por la contaminación ambiental que esa misma
acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser
cambiado, transformado, porque así, no va más. Entonces, una vez más surge la
pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde comenzar? Las propuestas que
empezaron a tomar forma desde mediados del siglo XIX con las primeras
reacciones al sistema capitalista dieron como resultado, ya en el siglo XX,
algunas interesantes experiencias socialistas. Si las miramos históricamente,
fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos. No podemos decir que
fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo que la historia
del socialismo quedó sepultada, más allá del aire triunfalista con que la
derecha actual, post Guerra Fría, presenta las cosas. Quizá habría que
considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el
norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían
siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez,
en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el
significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó
que… aún era muy prematuro para opinar. Fuera de la posible humorada, que
seguramente sólo un chino con 5.000 años de historia a sus espaldas puede
hacer, hay ahí una verdad incontrastable: los procesos sociales van lento,
exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del
presente pasaron varias, muchas centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se
puede decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación
de no tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas.
Las primeras experiencias socialistas -la rusa, la china, la cubana- son apenas
pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un siglo de la Revolución
Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir
planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia
continúa aún. El mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va
bien sino que resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder,
demasiada experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy
difícil. La prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas:
caída la experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china
con su tránsito al capitalismo (o “socialismo de mercado” al menos), los
referentes para una transformación de las sociedades faltan, se han esfumado.
Movimientos armados que levantaban banderas de lucha y cambios drásticos
algunos años atrás ahora se han amansado, y la participación en comicios
“democráticos” pareciera todo a cuanto se puede aspirar. Lo “políticamente correcto”
vino a invadir el espacio cultural y la idea de lucha de clases fue
reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”: de Marx (el fundador del
socialismo científico) pasamos a Marc’s (métodos alternativos de resolución de
conflictos). La idea de transformación radical, de revolución político-social,
no pareciera estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de
vida no mejoran para las grandes mayorías. Aunque cada vez hay más ingenios
tecnológicos pululando por el mundo que supuestamente deberían hacer la vida
más agradable, las relaciones sociales se tornan más dificultosas, más
agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer cuando terminó la
Guerra Fría -quizá una esperanza ingenua-, siguen siendo el pan nuestro de cada
día desde la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en
vez de disminuir, crece. Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la
brutal paliza recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín,
símbolo de una caída mucho más grande, y el retroceso sufrido en las
condiciones laborales (pérdidas de conquistas históricas, desaparición de los
sindicatos como arma reivindicativa, condiciones cada vez más leoninas,
sobre-explotación disfrazada de cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de
reaccionar, siguen anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es
sabio, muy poderoso, dispone de infinitos recursos. Varios siglos de
acumulación no se revierten tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen
a partir del pensamiento labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento
revolucionario, hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son,
pero la ideología dominante así lo presenta. Hoy, producto de ese sofisticado
trabajo superestructural del sistema, es más fácil movilizar a grandes masas
por un telepredicador o por un partido de fútbol que por reivindicaciones
sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un elementos que el sistema
tiene para mantener el statu quo no son infalibles. Continuamente surgen
reacciones, protestas, movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar
es una línea conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa
disconformidad y concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte
certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el
capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos
colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente
es un período de búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por
hoy no se ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad del
sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta está
atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta social. Lo que
no se percibe es la posibilidad real de un colapso del capitalismo a partir de
fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El proletariado industrial urbano,
que se creyó el germen transformador por excelencia -de acuerdo a la
apreciación absolutamente lógica de mediados del siglo XIX- hoy está en
retirada. Los nuevos sujetos contestatarios -movimientos sociales varios,
campesinos, luchas étnicas, reivindicaciones puntuales por aquí y por allá- no
terminan de hacer mella en el sistema. Y las guerrillas de corte socialista
parecen destinadas hoy a ser piezas de museo, salvo excepciones puntuales, como
el movimiento naxalita en la India. Ver: Parte 2
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