Volvamos a España. En este país, los grandes diarios, los diarios que se consideran como de referencia, tienen un fuerte ascendiente sobre personas y grupos que son, a su vez, muy influyentes. Un diario en nuestro país puede ser leído, en el mejor de los casos, por unos dos millones de personas. En cambio, una cadena de radio puede tener un público tres o cuatro veces mayor, y todavía más una televisión.
Pero los periódicos marcan más, condicionan más el orden del día de la vida político-social, y ello porque contribuyen a moldear la opinión –y, por ende, las decisiones– de aquellos que controlan los centros de poder político, empresarial, financiero, judicial, etc. Es más: moldean también la opinión de aquellos que deciden el contenido de los programas de radio y televisión. Casi todos los grandes magazines de radio y televisión se hacen con los grandes diarios como referencia. En realidad, la prensa española tiene una influencia política desproporcionada. En el mundo desarrollado, hay periódicos cuya difusión está a años luz de la de los periódicos españoles. El Yiomiuri Shimbun japonés edita 14,5 millones de ejemplares diarios. El Asahi Shimbun, 12,8 millones. El Bild Zeitung alemán vende 4,2 millones. Incluso un periódico tan técnico –y tan insoportablemente carca– como The Wall Street Journal se las arregla para vender 2 millones de ejemplares. Los japoneses leen cuatro veces más diarios que los españoles. Los británicos, tres veces más. Los alemanes, más del doble. Y, sin embargo, la influencia directa e indirecta de las tres grandes cabeceras madrileñas no es menor, ni mucho menos, a la que tienen los principales diarios norteamericanos, japoneses, alemanes, franceses, o italianos, aunque éstos tengan más lectores. Dicho en pocas palabras: en España, la prensa se lee poco, pero pinta mucho.
He tratado de explicar cómo el mundo de la comunicación está organizado para funcionar como una máquina de reproducción y expansión de la ideología dominante. Pero no sería justo si me olvidara de una pieza esencial en el engranaje de esa máquina: los propios periodistas. El periodista está muy condicionado, en todos los sentidos, para actuar como un reproductor de la ideología dominante. Sin duda. Pero, en la gran mayoría de los casos, no ve esos condicionantes como un corsé opresivo. Al contrario: le parecen lo más natural del mundo, porque la ideología dominante es su propia ideología. Los periódicos, las radios y las televisiones no están compuestos por una cúpula perversa y una base honrada y paciente. Lo más normal es que, desde el punto de vista ideológico, un jefe sólo se distinga de un redactor de base por su mejor conocimiento de las reglas del juego... y porque, en buena parte, ya ha conseguido buena parte de lo que el redactor de base aspira a conseguir. El resultado de todos estos factores combinados conduce a lo que ya antes he señalado: a la aparente desideologización de los medios de prensa, que no es, en la práctica, sino la entronización de los dogmas del neoliberalismo y su cristalización en lo que llamamos pensamiento único. Debemos ser conscientes de la gravedad de lo que está ocurriendo. Como ha subrayado Eduardo Galeano: «El número de quienes tienen derecho a escuchar y ver no cesa de acrecentarse, en tanto se reduce vertiginosamente el número de quienes tienen el privilegio de informar, de expresarse, de crear. La dictadura de la palabra única y de la imagen única, mucho más devastadora que la del partido único, impone en todas partes el mismo modo de vida, y otorga el título de ciudadano ejemplar a quien es consumidor dócil, espectador pasivo, fabricado en serie, a escala planetaria, conforme al modelo propuesto por la televisión comercial norteamericana. (...) En el mundo sin alma que los medios de comunicación nos presentan como el único mundo posible, los pueblos han sido reemplazados por los mercados; los ciudadanos, por los consumidores; las naciones, por las empresas; las ciudades, por las aglomeraciones. Jamás la economía mundial ha sido menos democrática, ni el mundo tan escandalosamente injusto. » («¿Hacia una sociedad de la incomunicación?», en Le Monde Diplomatique, enero de 1996). Así es. Se nos ha tratado de convencer de que la aplicación de los drásticos criterios del neoliberalismo contribuye a impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas y a crear riqueza, lo que debe revertir automáticamente en un mayor reparto del bienestar. Pero la realidad que se ha producido es exactamente la opuesta: el bienestar material no sólo no se democratiza, sino que se concentra cada vez en menos manos. Según cifras de las Naciones Unidas y del propio Banco Mundial, el sector más acomodado de la Humanidad (el 20%) era en 1960 treinta veces más rico que el 20% más desfavorecido. Treinta años después, en 1990, el grupo de los mejor situados ya era 60% más rico. Y el abismo ha seguido ahondándose. La conversión en dogma del valor superior de la libre circulación de capitales y mercancías, de la conveniencia de las privatizaciones y de la desregulación de los mercados, de la independencia de los Bancos centrales y, en suma, de la primacía de lo privado sobre lo público –o sea, la victoria del neoliberalismo, plena ya a escala mundial desde la caída del Muro–, supone un golpe brutal para la democracia y, de modo destacado, para la libertad de expresión. El capitalismo se ha desnacionalizado: los gobiernos nacionales han adoptado leyes que cada vez hacen más difícil contrarrestar el poder de las multinacionales. Para estas alturas, ningún voto emitido en ningún país puede alterar las reglas del juego planetarias, impuestas por los grandes poderes financieros mundiales, que no están sometidos a ningún gobierno. El mundo de los medios de comunicación forma parte principal de esa ofensiva. En dos planos diferentes. Por un lado, asume la misión de difundir esa ideología (que, como señalaba al comienzo, no se acepta como tal, porque el neoliberalismo niega ser una opción entre otras posibles: pretende ser la única práctica racional imaginable). Esta misión es convenientemente estimulada por las instituciones económicas y monetarias (el Banco Mundial, el FMI, la OCDE, la Comisión Europea, el Deustche Bank, etc.) que, dinero en mano, enrolan a su causa numerosos centros de investigación, universidades, fundaciones, etc., cuyo discurso es retomado por los principales órganos de información económica (The Wall Street Journal, The Financial Times, The Economist, la agencia Reuter...), que son frecuentemente propiedad de grandes grupos industriales o financieros. Finalmente, otros periodistas, comentaristas, ensayistas, políticos, etc., reproducen en los grandes medios de comunicación las ideas así adobadas, convirtiéndolas en una especie de nuevas tablas de la ley, aprovechando el hecho de que, como ha dicho acertadamente Ignacio Ramonet, «en nuestras sociedades mediáticas, repetición equivale a demostración». («La pensée unique», Le Monde Diplomatique, enero de 1995). Pero los emporios de la comunicación no se limitan a hacer esta función de difusión y reproducción de la ideología neoliberal. También la aplican a su propio sector. Ellos mismos se expanden a escala internacional, conquistan mercados, se agrandan y se independizan de cualquier interés nacional. Hoy, el mundo de la comunicación, a escala internacional, está cada vez en menos manos, y esas manos lo abarcan en sus más diversas facetas. Pero, si las manos son pocas, las ideologías son todavía menos: sólo hay una. Es una ideología que explica las desigualdades sociales no en función de la injusticia del orden social vigente, sino en razón de las diferentes capacidades para triunfar: si alguien es pobre, si no tiene, es porque no ha sabido tener, porque no ha sido listo, porque no ha trabajado lo suficiente o porque no ha trabajado lo suficientemente bien. Lo cual no constituye un problema que deban resolver los Estados, sino la caridad: de ahí la devoción de los neoliberales por las ONG.
La situación es perfectamente penosa. El proceso de concentración de la propiedad de los medios de comunicación avanza de modo inexorable, y a gran velocidad. Por otra parte –o por la misma, en realidad–, el mundo de la Prensa ha entrado ya de pleno en la vorágine globalizadora: la propiedad de los medios cambia de manos como si se trata de fábricas de productos lácteos, o de zapatos. Lo cual tiene en ocasiones efectos incluso cómicos: no deja de ser risible ver a los mismos presentadores de tal o cual cadena de televisión o de radio diciendo primero maravillas de estos o aquellos personajes, pasando a ponerlos furiosamente a caldo algo después y volviendo a cantar sus excelencias un poco más tarde, todo en función de los vaivenes político-empresariales sufridos por la empresa propietaria. El caso de los medios comprados por Telefónica está en la mente de todos. Pero no nos quedemos con el lado tragicómico de la experiencia y reparemos en el hecho de que hoy en día la propiedad de buena parte de los medios informativos está en manos de empresas ajenas por entero al mundo de la comunicación. Así, hay cadenas de televisión y de radio, o periódicos, que son propiedad de compañías dedicadas en lo fundamental a la telefonía, o a la explotación de los derivados del petróleo, o a las finanzas: empresas a las que todo empuja a servirse del periodismo con los mismos criterios que organiza una cadena de montaje. En la España actual hay un gran consorcio multimedia –el del grupo Prisa–, otro de menor tamaño y bastante menos integrado, pero que cuenta con el favor del Gobierno –el resultante de la entente existente entre Telefónica y el grupo Recoletos–y un par mucho más pequeños y bastante menos politizados (el del grupo Correo y el constituido en torno a La Voz de Galicia). A ciertos efectos, siempre es preferible que el mercado de la comunicación no esté dominado por un solo grupo. La existencia de varios puede redundar en beneficio de los consumidores. Pero no necesariamente. Basta con comprobar la experiencia del fútbol en la modalidad de pago. Canal Satélite y Vía Digital empezaron haciéndose la competencia, lo que les metió en una benéfica carrera de precios. Pero finalmente han llegado a un acuerdo, con lo que en la práctica existe un monopolio de oferta. Por otra parte, e incluso cuando funciona, la competencia puede tener también efectos espantosos. Por ejemplo, cuando los diferentes canales se lanzan a la carrera para ver quién puede captar una cuota más alta de espectadores ávidos de fútbol, de telebasura, de programas de cotilleo o de esa cosa afrentosa del Gran Hermano, el Bus y hierbas parejas. En todo caso, lo que la competencia entre los gigantes de la comunicación no asegura de ningún modo es una diversidad ideológica digna de tal nombre. Sus grandes opciones en este terreno son uniformemente las mismas. Y lo peor no es eso. Lo peor es que, además, imponen unas reglas de mercado que hacen prácticamente imposible la presencia de productos dignos que escapen del terreno de la mera marginalidad. Antes hacía alusión a ello: hace poco más de una década, fue posible crear en España un medio independiente como El Mundo. En la actualidad, no sería viable. De hecho, tampoco ha sido viable El Mundo como medio independiente. Los macrotinglados multimedia, cuya capacidad para absorber la oferta publicitaria es cada vez mayor, no dejan apenas aire para respirar, y un diario sin una importante facturación de publicidad está condenado al fracaso. No quisiera poner fin a este capítulo son hacer mención especial de la última de las tendencias que se está haciendo notar en España en el terreno de los medios de comunicación. Me refiero a la creciente conversión de la Prensa en un cuarto poder del Estado. La expresión cuarto poder no tiene nada de nueva. Hace tiempo que se ha venido aplicando a los medios de comunicación. Pero hasta hace poco se empleaba de manera sólo metafórica, alusiva a la capacidad de la Prensa para influir en la evolución de los acontecimientos. Ahora creo que se puede empezar a emplear con total literalidad, entendiendo que el poder del Estado se subdivide en cuatro poderes: el ejecutivo, el legislativo, el judicial y el mediático. No pretendo hacer ninguna humorada. La cosa no está para bromas.
El asunto está en relación con la propia desnaturalización del papel de los tres poderes clásicos, originariamente previstos para vigilarse entre sí y prevenir sus posibles extralimitaciones. En la actualidad, la vigilancia ha cedido su peso específico a la colaboración. El poder legislativo –es decir, el Parlamento– está en manos del Ejecutivo, gracias a la mayoría absoluta de que goza el PP. Por su parte, los integrantes de los órganos políticamente claves del poder judicial –Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional, Audiencia Nacional– son tan deudores de sus compromisos políticos que rara vez se atreven a llevar la contraria al Ejecutivo en las llamadas cuestiones de Estado. Los casos de colaboración servil del poder judicial con el Ejecutivo, e incluso los de acción concertada entre ambos –la Audiencia Nacional suele ser frecuente muestra de ello–, son cada vez más escandalosos. El papel de la Prensa no es muy diferente. La colusión entre los principales medios de comunicación y el establishment político es cada vez más descarada. Antes solían coincidir, por pura comunidad ideológica. Ahora siguen ya estrategias convenidas previamente. En determinados casos, establecen incluso campañas conjuntas para crear determinados estados de opinión: la Prensa pone en circulación con aire de espontaneidad tal o cual idea, los políticos se hacen eco de ella, la Prensa se hace eco del eco de los políticos, los informativos lo reflejan, las tertulias lo comentan y, en cosa de nada, ya está en marcha el clamor popular deseado. Llegado el caso, el poder legislativo se hace cargo de su conversión en ley, y el judicial, de su aplicación. De hecho, va creciendo en importancia el papel de los líderes de opinión que pudiéramos tipificar como transversales: son, a partes iguales, periodistas, políticos profesionales y empresarios. Cada una de sus tres facetas potencia las otras dos y sólo la unión de las tres permite entender el sentido de sus tomas de posición. Así las cosas, ¿existe alguna posibilidad de huir de la voracidad de los grandes tiburones de la comunicación? A decir verdad, lo veo difícil. Extremadamente improbable. Apuntaré muy brevemente, en todo caso, unas pocas líneas de reflexión. Señalaré, en primer lugar, que los medios de comunicación, aunque fuerzan la realidad, también son reflejo de ella. En la medida en que crezca el movimiento de contestación a la globalización y el pensamiento único, aumentará la viabilidad de medios de comunicación que se sitúen fuera de esas coordenadas de pensamiento. En segundo lugar, dejaré constancia de mi convencimiento de que el escenario de la contestación actual ya no puede ser otro que el forzado por el propio sistema del Poder. No sé cómo podrá hacerse eso –ni siquiera sé si podrá hacerse–, pero estoy persuadido de que la oposición al sistema también tiene que globalizarse, hacerse internacional. En tercer lugar, creo que quienes estamos en contra del orden social vigente debemos prepararnos parta aprovechar, en la medida que sea posible, las rendijas que ofrecen las nuevas tecnologías. Algunos estamos demasiado condicionados por nuestra formación: cuando queremos hacernos oír, inmediatamente pensamos en hacer un periódico. Pero la prensa escrita no sólo está monopolizada, sino también en decadencia. Hay que aprender a utilizar las posibilidades que ofrece Internet como arma de información veraz y como foro de expresión del pensamiento crítico. No soy miembro del Club de Adoradores de Internet, pero tampoco desdeño sus claras virtualidades. Sin ir más lejos: yo me he venido hoy desde Madrid –encantado, por otra parte– para contaros esta historia, y vosotros y vosotras os habéis desplazado desde vuestras casas hasta este local para escucharla. Pues bien: todo los días me suelto un rollo diferente en mi página web y más de 300 personas se lo leen también a diario, y ni ellas ni yo tenemos que movernos de nuestros respectivos lugares de origen para realizar ese intercambio de ideas, que de otro modo sería imposible. Internet no excluye el contacto personal, sin duda necesario, pero abre posibilidades antes inexistentes. ¿Cómo iba a arreglármelas yo para reunir a diario a más de 300 personas determinadas a escucharme? Internet hace posible esa inaudita expresión de masoquismo. Pero son gotas de agua en el océano. Sólo se transformarán en una corriente digna de ese nombre cuando, a fuerza de soportar los desafueros de la globalización, crezca más y más la corriente de rebeldía mundial que ya está empezando a tomar cuerpo. En esa esperanza estamos los profesionales de los medios de comunicación que nos negamos a pasar por el aro. O que pasamos por él sólo lo imprescindible para ganarnos los garbanzos, a la espera de tiempos mejores y haciendo lo posible para que lleguen cuanto antes. Texto: Jaime Ortiz. (Ver: Parte I de II)
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