¿Qué es eso del pensamiento único?
Algunos damos ese nombre a la ideología del neoliberalismo económico. Una ideología que defiende no ya la supremacía de la propiedad privada, sino su superioridad moral; que es hostil por principio a la intervención del Estado y a la regulación de las relaciones sociales y que ve con entusiasmo y patrocina el actual proceso de globalización de la economía, en la que él mismo participa. Aunque sus consecuencias principales se expresen en los planos económico y social, el pensamiento único no sólo tiene recetas económicas: es toda una concepción del mundo, que entroniza el individualismo más exacerbado y recela de cualquier planteamiento colectivo. Luego volveré sobre esto. El pensamiento único es una ideología, un modo de ver la realidad política, económica y social, pero se niega a presentarse como tal. Aquellos que lo sustentan no creen que el suyo sea un modo de ver el mundo, sino el único modo sensato de verlo. Para ellos, quien no considera la realidad a su manera es, sencillamente, o un idiota o un insensato, si es que no un embaucador.
Los medios de comunicación están, prácticamente en su totalidad y a escala internacional, dominados por el pensamiento único. Lo cual no quiere decir que sean clónicos. Como más tarde analizaré, hay diferencias que los separan, en buena medida determinadas por sus diversos planteamientos empresariales. A lo que me refiero es a que su ideología de fondo ha alcanzado un grado de homogeneidad desconocido en el pasado. Una homogeneidad apenas separada no ya por intereses de clase contradictorios, sino incluso por intereses nacionales en conflicto. Pero, para llegar a la situación actual, ha sido necesario recorrer un largo camino. Para llegar a lo superlativo, ha habido que pasar previamente por lo grande. Antes de abordar la actual situación de los medios de comunicación a escala internacional, y para poder entenderla, me parece necesario empezar por analizar cómo son los elementos que la constituyen, esto es, los medios de comunicación concretos, y de qué modo éstos crean una situación que enmarca y en buena medida condiciona la labor periodística. Lo haré ateniéndome a la realidad que mejor conozco: la de la prensa diaria escrita. Tanto la prensa que sigue otra periodicidad, como la radio y, sobre todo, la televisión, tienen sus propios problemas específicos, si bien es cierto que la gran mayoría de esos problemas reproducen y multiplican los del periodismo diario escrito. Iremos, pues, de lo particular a lo general; de la célula al cuerpo.¿Qué es un periódico? Un periódico es, antes que nada, una empresa. Algunos periodistas y muchos lectores tienden a menospreciar esta realidad. Imperdonable error. Una empresa periodística próspera puede hacer un mal diario –burocrático, aburrido, sin chispa: ha ocurrido, ocasionalmente–, pero una empresa periodística deficiente jamás podrá sustentar un buen diario: algo antes o algo después, lo hundirá. De modo que la condición primera de un periódico –es decir, su primer condicionante– le viene dado por la prioridad que debe conceder a los criterios empresariales. Es cierto que ha habido y hay periódicos que ponen por delante otros criterios, diferentes de los empresariales. Algunos son partidistas, lo que les proporciona fuentes de ingreso atípicas. Es el caso, entre nosotros, de Avui, Deia y Gara. No es que a éstos no les importe vender, pero tampoco ése es para ellos el factor decisivo. Hay otros periódicos no partidistas, pero sí explícita y voluntariamente militantes, que se conciben a sí mismos como complementarios. Son diarios que funcionan con muy pocos medios y que, por tanto, no están en condiciones de atender las necesidades informativas de su público lector, que se ve obligado a comprar algún otro periódico. La experiencia demuestra que estos periódicos tienden a ser efímeros. Porque, o funcionan bien, o funcionan mal. Si funcionan mal y acumulan pérdidas, acaban cerrando. Fue el caso, en España, del diario Liberación. Y si van bien, rara vez se resisten a la tentación de abandonar ese terreno marginal y entrar en competencia con los grandes periódicos. Fue el caso, en Francia, del diario Libération. Pero esta evolución no es obligatoria: en Alemania sigue existiendo el Tage Zeitung, aunque desconozco en qué condiciones en los últimos tiempos. En todo caso, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que esas experiencias son ya meras reminiscencias del pasado. Las posibilidades de sacar hoy en día con éxito un diario independiente son mínimas, por no decir nulas. También sobre esto volveré más tarde. Un periódico vive –cuando vive– de sus lectores y de la publicidad. Vistas las cosas superficialmente, podría decirse que vive sobre todo de la publicidad, dado que ésta proporciona ingresos más limpios que la venta en kiosco, que hay que repartir con el kiosquero, el distribuidor, etc. Pero la publicidad, con la parcial excepción de la institucional, en realidad también depende de los lectores: los anunciantes acuden más prestos a los periódicos que tienen más y mejores lectores (entendiendo por mejores los que lo son para los anunciantes, que prefieren lectores con mayor nivel adquisitivo). Lo que nos lleva a otras dos conclusiones: primera, que como suelo decir de modo deliberadamente brusco, el periodismo es ese trabajo que se hace en los huecos que deja libre la publicidad; y segunda: que no tiene nada de sorprendente que los periódicos muestren una tendencia casi biológica a no contrariar excesivamente a los grandes anunciantes (en el caso de España, El Corte Inglés y los grandes fabricantes de automóviles, sobre todo). La relación de los periódicos con los lectores es relativamente compleja. Sobre todo la de los grandes periódicos. Los lectores condicionan también el periódico. Cada periódico tiene un determinado público y está obligado no sólo a dirigirse a él, sino también, en términos generales, a contentarlo. No puede contrariarlo sistemáticamente, porque corre el riesgo de que lo abandone. Cada periódico sabe qué público es el suyo: a qué clases sociales pertenece y en qué proporciones; qué querencias ideológicas y políticas predominan en él, etcétera. El periódico influye sobre sus lectores, pero los lectores ponen también límites a su periódico. En una sociedad como la española, el público de prensa de información general –digo de información general: no olvidemos que el diario español de más venta es Marca– admite subdivisiones. Como se sabe, en nuestro país se han consolidado tres grandes periódicos de difusión estatal: El País, ABC y El Mundo. Los tres tienen un público asentado básicamente en las clases medias y medio-altas. Se trata, en consecuencia, de un público que, en términos generales, goza de una buena posición económica. El público de ABC es de más edad, y el de El Mundo, mayoritariamente más joven. Pero las mayores diferencias entre los lectores de estos tres periódicos no están ni en el plano sociológico ni en el de la edad, sino en el político. Los de ABC se identifican mayoritariamente con la derecha más tradicional, heredera del franquismo. Los de El País simpatizan con el centrismo de corte felipista: un centrismo que se obtiene mezclando derechismo político y hábitos culturales de izquierda. Los de El Mundo procedían sobre todo, hasta hace unos años, del centrismo antifelipista. Ahora tiene también muchos pertenecientes a la nueva derecha, simpatizante del ala menos vetusta del PP. Son diferencias que han podido tener mucha importancia en el escenario de la política de cada día, e incluso seguir teniéndola, pero que resultan relativamente mínimas en lo que se refiere a su ideología profunda: estamos ante posiciones que van desde la derecha al centro-izquierda, o sea, desde el rancio conservadurismo hasta un vago reformismo sin aristas para el sistema. No trato de decir que no haya más público que ése. También hay un público menos conformista. Conscientes de ello, tanto El País como El Mundo incluyen determinados contenidos destinados a ese segmento social, y tienen en plantilla personas que pueden conectar con esas posiciones. Pero ese público, minoritario, no tiene capacidad para servir de soporte a un gran diario. Tampoco interesa del mismo modo a los anunciantes, que saben que las personas más orientadas hacia la izquierda se dejan influir menos por la publicidad y suelen tener, además, menos disponibilidades económicas. Los profesionales de la información trabajan, pues, para un público que, en su gran mayoría, espera recibir un mensaje ideológicamente moderado. He mencionado ya algunos condicionantes clave que enmarcan la actividad de los medios de comunicación: la empresa, los anunciantes, el público... Pero hay más. Al referirme antes a las empresas de la comunicación no he mencionado a los accionistas. Los accionistas, incluidos los minoritarios, también tienen influencia. Pondré un ejemplo referido al medio para el que trabajo. Uno de los grandes accionistas de El Mundo es Rizzoli, emporio italiano de la comunicación. El principal accionista de Rizzoli es Agnelli, propietario de la Fiat. Francamente, no veo yo a la sección de Motor de El Mundo poniendo a parir al último modelo puesto en la calle por la Fiat. Aunque –todo sea dicho– tampoco la veo haciendo lo propio con el último modelo de la Renault, la Opel o la Citröen, que proporcionan al periódico unos fantásticos anuncios de página entera que pagan a muy buen precio. Pero dejemos ya los condicionantes concretos de cada medio y elevemos un poco más el punto de mira, para ver de qué fuentes beben los periódicos. La prensa diaria en el mundo presenta, como no podía ser menos, una gran variedad, dependiendo de las tradiciones de las diversas áreas culturales, e incluso de las de cada país, de su fortaleza económica, del nivel de alfabetización de las poblaciones respectivas, etcétera. No obstante, esa variedad es más aparente que real. Se refiere más a las formas que a los contenidos. Por un lado, la progresiva desideologización de la labor periodística –entendiendo por tal la adopción de patrones ideológicos equivalentes, si no idénticos, que entronizan los postulados formales de la ideología neoliberal– y, por otro, la estandarización de las técnicas de redacción de las noticias hacen que los contenidos de los periódicos se estén uniformizando cada vez más a lo largo y ancho del mundo.
A elllo contribuyen poderosamente dos factores
En primer lugar, la labor de las grandes agencias de noticias. Sólo los rotativos más poderosos tienen una red de corresponsales propios que les permite cubrir la información potencialmente relevante a escala internacional. Esta red, de todos modos, y en el mejor de los casos, abarca únicamente las principales capitales de cada continente, lo que conlleva carencias fundamentales. Es cierto que, en casos extraordinarios, los periódicos desplazan a sus enviados especiales, pero éstos no les aseguran la cobertura del día a día. Así las cosas, todos los diarios del mundo deben nutrirse del material que les proporcionan las grandes agencias de noticias. En el mundo de hoy hay muy pocas grandes agencias de prensa. Está Reuter, controlada por una comisión paraestatal de la Commonwealth; está la Asociated Press (AP), que es una cooperativa formada por los principales diarios de Nueva York; está la United Press International (UPI), que es de capital privado norteamericano, y está la France Press, que es de propiedad pública francesa. La vieja Tass soviética se ha fragmentado y ha perdido buena parte de la influencia que tuvo. En el ámbito internacional de habla española, la agencia española Efe cuenta con considerable acogida. Aunque no hay cifras oficiales sobre ello, se calcula que unas dos mil personas trabajan diariamente para alimentar de noticias a estas agencias. Pero a esa cifra hay que sumar muchos miles más de periodistas que no son de plantilla, pero suministran noticias a las agencias (o, eventualmente, a los propios periódicos), sea de modo habitual, sea esporádicamente. Esta enorme concentración de las principales fuentes de información conduce necesariamente a una equivalente homologación de los periódicos que se elaboran con ellas. Y, si bien las grandes agencias tienen a gala utilizar un estilo de redacción aséptico, sin valoraciones explícitas ni adjetivaciones, es obvio para cualquier persona avisada que la propia selección de lo que se considera noticia y los aspectos que se resaltan dentro de ella constituyen un filtro condicionante de las valoraciones que cada periodista y cada medio de prensa en concreto, y finalmente cada persona que lee, pueden establecer con relación a los hechos relatados. Hoy en día han cobrado gran importancia también los servicios llamados sindicados, que son agencias dedicadas a proporcionar a los periódicos pequeños artículos de análisis, columnas de opinión y hasta editoriales, por extraño que esto último pueda parecer. Un gran número de periódicos locales se abastecen así hoy en día de opinión homogénea servida desde los grandes centros opinantes. En segundo lugar, el proceso global de uniformización de la prensa diaria, y de los medios de comunicación, en general, viene dado por la importante concentración de la propiedad que ésta ha experimentado a partir de los años 70, pero muy especialmente en la década de los 90. En el mundo actual, la tendencia principal en el terreno de los medios informativos es la marcada por la constitución y el reforzamiento de los grandes emporios multimedia. Hablo de empresas que publican varios periódicos y revistas, que tienen canales de radio y televisión, productoras y distribuidoras de cine, editoriales de libros y sellos discográficos... Empresas que, en la actualidad, trabajan también en el mundo de la telefonía, de las comunicaciones por satélite, de la informática... Lo más frecuente es que esos poderosísimos tinglados se formen no por expansión del mercado, sino a través de un proceso de concentración de la propiedad previamente existente: las empresas mayores van absorbiendo empresas menores y se fusionan entre sí. Lo cual tiene dos efectos, y ambos extraordinariamente perversos. De un lado, conduce a la reducción progresiva del pluralismo informativo y de la variedad de líneas de opinión. Estas empresas ponen a nuestra disposición, sin duda, una oferta enorme, pero sólo en cuanto al envoltorio: el contenido ideológico-político final es siempre el mismo. Es el mismo autor último el que se encarga de todo: de elaborar productos cultos para el público culto y productos basura para la gran masa; de dar deportes al que quiere deportes y cine al que desea cine... Incluso pueden escenificar un falso pluralismo: nada les impide, por ejemplo, elaborar mercancías de elevada religiosidad y, a la vez, porno duro. El mercado se compone de muy diversos sectores y ellos los van atendiendo uno a uno, sacando provecho de las necesidades de cada cual. Pero sus opciones ideológicas y políticas, explícitas o latentes, son invariablemente las mismas. Este efecto perverso se ve multiplicado por otro: la concentración de la propiedad conduce también inevitablemente a la oficialización de los grandes consorcios de la comunicación. No podría ser de otro modo. Quien necesita del visto bueno gubernamental para sus negocios –porque precisa que la Administración le conceda determinados permisos y licencias, y que se las renueve cada tanto– no puede permitirse el lujo de llevarse mal con quien ostenta la titularidad del Poder político. Así como un diario independiente puede tener relaciones de franca hostilidad con el Poder político, e incluso ir viento en popa a toda gracias a esas malas relaciones, la existencia de graves disfunciones en la relación entre un gran consorcio multimedia y el Poder político establecido es un fenómeno difícilmente mantenible. No ya a largo plazo: incluso a medio término. O el Gobierno cede o lo hace el consorcio empresarial. Dos poderes tan importantes no pueden estar en posiciones antagónicas. Porque esos grandes grupos multimedia son Poder. Y a veces su poder es enorme. Los gobernantes norteamericanos admiten sin demasiado reparo que la posición de las grandes cadenas de TV de su país puede condicionar su política. Así se vio muy claramente hace unos años cuando las tropas norteamericanas desembarcaron en Somalia para realizar la llamada Operación «Restaurar la Esperanza». Aquella “operación” se concibió en función de las necesidades de su retransmisión por televisión: baste con decir que el desembarco de las tropas norteamericanas se hizo coincidir con la hora de inicio de los principales telediarios, y que los soldados estuvieron esperando, cual extras de cine, a que les indicaran en qué momento debían ponerse en marcha porque las cámaras ya habían comenzado a transmitir. Las televisiones tienen un enorme poder de conmoción de la opinión pública. Convenientemente dosificado, sirve para que los ciudadanos tengan su ración diaria de sensibilidad –digamos mejor de sensiblería–, para mantenerlos entretenidos y para que tengan la sensación de que participan de una conciencia colectiva. Pero las cosas se hacen de tal modo que la información resulta siempre caótica, abrumadora, indigerible, de tal modo que no pueda servir para conformar una conciencia crítica. Por eso es tan importante la constante variación: un día toca encoger el corazón con el drama de tal o cual país misérrimo del África subsahariana, pero al día siguiente hay que estar ya con el pasajero del avión secuestrado en Arabia Saudí –y de la cosa subsahariana, si te he visto no me acuerdo–, y al día siguiente en el quirófano donde se disponen a despegar a dos criaturas que han nacido unidas por el vientre, y al siguiente con la pobre mujer de Murcia que estuvo luchando con el agua tres cuartos de hora para no morir ahogada, y al siguiente con la señora que ingresa en prisión porque ha sido condenada a 15 años de cárcel por darle matarile a su marido pegón. Cada tragedia cumple la doble función de anonadar sobre la marcha y de hacer olvidar la anterior. Pero el poder inmediato de las televisiones no vuelve inútil, ni mucho menos, el poder de los periódicos. Texto: Jaime Ortiz. (Ver Parte 2)
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