El principal teatro de la nueva rivalidad imperial es tal vez Oriente Medio. Tras las graves derrotas de Bush en la región, Obama esperaba poner fin a las ocupaciones de Irak y Afganistán y redirigir sus fuerzas a Asia. La revista Foreign Affairs, que es esencialmente el laboratorio de ideas del imperialismo estadounidense, subrayó el cambio con la portada de su último número de 2015: “El Oriente Medio postamericano”. Sin embargo, las crisis expansivas de la región, cuyo ejemplo más dramático es el ascenso del Estado Islámico (EI) en Irak y Siria y su atentado terrorista en París, han obligado a Obama a dar prioridad de nuevo a Oriente Medio. Imposible exagerar la inestabilidad de la región: Irak, Siria, Libia, Yemen, Sudán y Somalia, o bien son Estados fallidos, o bien están fragmentados a causa de sus guerras civiles sectarias y la intervención extranjera.
Ante el debilitamiento de su posición, EE UU ha aplicado una estrategia de equilibrio de poder con la esperanza de restablecer el orden en el sistema de Estados de la región. La nueva estrategia de Obama, sin embargo, ha dejado un mayor margen de maniobra a otras potencias internacionales y regionales, como demuestra de la forma más acuciante la guerra aérea lanzada por Rusia en defensa de Asad en Siria. Todas las intervenciones de las potencias imperiales y regionales no han hecho más que empeorar la crisis de la región.
Esta evolución tiene dos causas profundas. En primer lugar, la desastrosa invasión y ocupación de Irak por parte de EE UU. En un intento desesperado de quebrar la resistencia iraquí, EE UU utilizó el viejo truco imperial de dividir y mandar, enfrentando entre sí a suníes, chiíes y kurdos. EE UU desmanteló el ejército de Sadam y animó a las milicias chiíes a unirse a las fuerzas de seguridad del nuevo Estado, atacar a Al Qaeda en Irak (AQI) y en general a la resistencia suní. Esto desencadenó una guerra civil sectaria, que ganaron las fuerzas chiíes. Estas establecieron un régimen fundamentalista chií que oprime a la población árabe suní. EE UU contribuyó entonces a generalizar y profundizar la división sectaria en la región, y lo hizo en respuesta a la aparición de Irán como principal beneficiario de la guerra de Irak. Teherán incorporó el Estado chií de Irak a su bloque, junto con Siria, el Hezbollá de Líbano y, durante un tiempo, a Hamás en Gaza. Para contener a Irán, EE UU se valió de Arabia Saudí e Israel, que han intensificado su campaña contra lo que comenzaron a calificar de “creciente chií”. Presionaron a EE UU para atacar a Irán a fin de obligarle a abandonar su supuesto proyecto de dotarse de armas nucleares.
Contrarrevolución
La segunda causa de la crisis de la región radica en la contrarrevolución lanzada contra la “primavera árabe” en 2011 y 2012. Antes incluso de esto, el Movimiento Verde iraní se rebeló en 2009 contra el fraude electoral que dio vencedor a Mahmud Ahmadineyad, siendo objeto de una brutal represión por parte del Estado. Después, en 2011, los estudiantes, trabajadores y campesinos árabes se movilizaron y tumbaron los regímenes dictatoriales de Túnez y Egipto, inspirando intentos similares en toda la región. Fueron tres las fuerzas contrarrevolucionarias que acabaron con la revuelta: las potencias imperialistas, los Estados existentes y los fundamentalistas islámicos, particularmente el sucesor de AQI, el EI.
EE UU se opuso inicialmente a los levantamientos populares y defendió al gobernante egipcio Hosni Mubarak, pero después recapacitó y trató de cooptarlos sacrificando a los dictadores para salvar a los Estados. Después jugó con la idea de intentar aprovechar algunas revueltas para deshacerse de algunos “enemigos” poco fiables, como el libio Muamar el Gadafi. Sin embargo, cuando su guerra aérea en Libia produjo otro Estado fallido y dio pie al asesinato de su embajador, EE UU optó por defender el orden establecido. Miró para otro lado cuando un régimen después de otro aplastó los levantamientos a sangre y fuego. Guardó silencio cuando Arabia Saudí, por ejemplo, invadió Bahréin para acabar con la revuelta en este país.
En Egipto, los Hermanos Musulmanes, que accedieron al gobierno con la elección de Mohamed Morsi en 2012, se mostraron dispuestos a colaborar con el imperialismo estadounidense, cerrando los túneles por los que se abastecía a Gaza y prosiguiendo con las reformas neoliberales de Mubarak. Sin embargo, la clase dominante egipcia no se fiaba de la Hermandad. Aprovechando el creciente descontento con el gobierno de Morsi, el ejército egipcio realizó un golpe de Estado en 2013 y aplastó no solo a la Hermandad, sino también al propio movimiento popular. Aunque al principio retuvo algunas ayudas militares al nuevo régimen, EE UU cambió finalmente de rumbo y reanudó el apoyo. Glenn Greenwald escribió que “EE UU ha enviado repetidamente armas y dinero al régimen incluso cuando sus abusos se agravaron. Como ha señalado con sutileza el New York Times, ‘funcionarios estadounidenses…indicaron que no dejarían que sus preocupaciones por los derechos humanos fueran un obstáculo para el aumento de la cooperación con Egipto en materia de seguridad”.
En Yemen, Washington improvisó lo que llamaría una “transición ordenada”. Negoció la sustitución del veterano dictador Ali Abdula Saleh por su vicepresidente, Abd Rabuh Mansur Hadi. Obama optó asimismo por una solución yemení en Siria, reclamando la dimisión de Assad, pero apoyando al mismo tiempo el mantenimiento del Estado existente. Actualmente, el gobierno USA mantiene una alianza de hecho con Asad contra el EI. Algunos políticos del sistema, como el Lord Smith del imperialismo estadounidense, Henry Kissinger, incluso aconsejan que se desista de reclamar que Assad abandone el poder.
Otras potencias imperialistas menores también han acudido en defensa del orden establecido. Rusia y China han apoyado al régimen iraní del mismo modo que a Assad en Siria, con el fin de preservar sus propios intereses económicos y geopolíticos en la región. Rusia desea mantener su alianza con el régimen sirio, conservar su base naval en el litoral del país y proyectarse como intermediaria en la región frente a EE UU. China quiere debilitar la dominación estadounidense con ánimo de abrir posibilidades de inversión en Irán y obtener acceso a las reservas energéticas de otros países.
La segunda fuerza de la contrarrevolución fueron los Estados existentes en la región. Arabia Saudí reprimió su propia rebelión de los chiíes y aplastó el levantamiento, protagonizado sobre todo por chiíes, en Bahréin. De modo similar, Asaad desató una guerra contra la revolución siria, lanzando bombas contra la población civil del país y dividiéndola según criterios sectarios y étnicos. El Estado chií de Irak, bajo los gobiernos de Nouri al Maliki y ahora de Haidar al Abadi, aplastó la primavera iraquí, reprimiendo en particular a la población suní. Al mismo tiempo, las potencias regionales intentaron manipular la revuelta al servicio de sus propios intereses, apoyando a determinadas facciones del levantamiento popular frente a sus rivales. Así, Turquía, Arabia Saudí y Catar han apoyado a diversas fuerzas contrarias a Asad. Por otro lado, Irán y Hezbollá se juntaron para apoyar al régimen sirio. Ambos bandos han respaldado a sendos rivales en la guerra civil de Yemen.
La tercera fuerza de la contrarrevolución es el fundamentalismo islámico. El EI es la expresión más reaccionaria de esta corriente. En Siria volvió sus armas, no contra el régimen, sino contra la revolución popular, incluidos los kurdos, que habían establecido una zona autónoma en Kobane. También colaboró con Asad, vendiendo petróleo a su régimen. En Irak, el EI secuestró la primavera iraquí e impuso su régimen reaccionario en las zonas suníes del país, donde la población lo veía como un mal, pero un mal menor en comparación con el régimen fundamentalista chií de Bagdad. Resulta trágico que la izquierda de la región fuera tan débil que no supo organizar una alternativa a esta quinta columna en las revueltas. Habiendo perdido la esperanza y desesperados por huir de la crisis, millones de personas han abandonado sus tierras asoladas por la guerra en Siria, Irak, Yemen y Afganistán, desplazándose en su mayoría a países vecinos. Alrededor de un millón se han abierto camino hasta Europa para solicitar asilo. Globalmente, nada menos que 60 millones de personas huyeron de catástrofes de diversos tipos en 2015. Texto: Ashley Smith. Ver: Parte I y Parte IV
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