Seguro que en las colas de los bancos de alimentos y comedores sociales no se ha hablado esta semana de otra cosa: los separatistas vascos y catalanes han vuelto a pitar el himno. Lo digo, desde luego, con toda la ironía. El Reino de España tiene problemas mucho más graves y urgentes que atender. Sin embargo, la actitud apabullantemente mayoritaria del público del Camp Nou en la final de la Copa del Rey ha vuelto a levantar ampollas y a exacerbar los ánimos. Conceptos como ‘ultraje’ o ‘apología/fomento del odio nacional’ reaparecen en tertulias, análisis, editoriales y columnas de opinión. El propio Gobierno emitió el mismo sábado por la noche un comunicado de condena y anunció la convocatoria con carácter urgente (en un plazo de 38 horas) de la Comisión contra la Violencia para estudiar posibles sanciones. El PSOE no podía ser menos y emitió otro comunicado para mostrar su «repulsa por los comportamientos incívicos». Pedro Sánchez llegó a telefonear al Rey en la mañana del domingo para expresarle su apoyo y el de su partido. Ciudadanos ha pedido «que se depuren responsabilidades».
La realidad, aunque a muchos se les pueda hacer incómoda o inconveniente, es que silbar el himno nacional es una conducta «amparada por la libertad de expresión». Esto último no es una opinión. Es la interpretación entrecomillada que la Audiencia Nacional dio en 2009 a este mismo asunto. O sea, es Ley. Guste más o menos, el derecho a silbar el himno forma parte de ese tan cacareado y menguante régimen de libertades que nos hemos dado entre todos. Si hay consecuencias, deberán ser en el ámbito deportivo y no en el penal.
Que se considere una forma de opinión y que no sea reprochable penalmente, no implica que pitar un himno nacional deba considerarse una forma respetuosa y educada de opinar. Es legítima, pero no es correcta. De hecho, para muchos –PP y Gobierno incluidos– es ofensiva, condenable y sancionable. Pedro Sánchez se conforma con considerarla «rechazable y reprobable». El nacionalismo español se siente atacado y seguramente tiene motivos para ello.
Como cabía esperar, la caverna mediática ha doblado la dosis de veneno ante tópico tan fecundo, vomitando respuestas tan ofensivas como la propia pitada o más. Es el caso de columnas como la de La Razón, donde llega a afirmarse, con el rigor documental de costumbre, que «las Vascongadas tienen mesa y mantel puesto por el resto de España» y se pregunta a vascos y catalanes «por qué pitáis, si nos sacáis hasta los higadillos». El mismo rigor utiliza el columnista para poner a EE UU como ejemplo de país donde, según él, pitadas así son «inimaginables». Al autor le habría bastado con una búsqueda en Google para ampliar su imaginación y descubrir que los abucheos a los himnos nacionales no son algo excepcional en la Liga Nacional de Hockey americana entre los hinchas de Canadá y EE UU. Dos países, por cierto, donde el acto de quemar la bandera está protegido por sus respectivas constituciones.
Vómitos aparte, el bloque españolista, que se ha apresurado a cerrar filas para defender los «símbolos», tiene razones para sentirse ofendido. Ahora bien: ¿tiene autoridad moral para condenar y exigir respeto? No lo pregunto por la corrupción, los sobresueldos, las cajas B, los sobornos, el fraude fiscal, el tráfico de influencias, la falsedad documental y contable, la falsedad de fondos electorales, la apropiación indebida, el blanqueo de capitales, la malversación de caudales públicos o la organización criminal. No. Sin duda, la lista anterior da para no pocos cuestionamientos éticos, pero los tiros no van por ahí. Siguiendo el consejo del Gobierno en su comunicado, vamos a ceñirnos a lo deportivo. ¿Tienen los aficionados españoles el comportamiento cívico y respetuoso que sus dirigentes les exigen a quienes protestaron el sábado en el Camp Nou? Repasemos las hemerotecas futbolísticas de la última década:
Hannover, 27 de junio de 2006. Partido de octavos de final del mundial entre España y Francia. Más de 40.000 espectadores. Suena la Marsellesa, y la afición española comienza a silbar el himno francés. No toda, pero la suficiente como para hacerse notar. En el palco se encuentran los príncipes Felipe y Letizia junto a Franz Beckenbauer, el presidente del Comité Organizador del mundial. Las crónicas nacionales tratan en principio de silenciar lo ocurrido, pero las quejas de los franceses en la sala de prensa, y del propio Beckenbauer, lo sacan a la luz. Dos días después del encuentro, la versión digital de El Mundo titula «El príncipe Felipe pidió disculpas por los silbidos a la ‘Marsellesa’».
10 de junio de 2012. Partido de la fase final de la Eurocopa entre España e Italia (previo a la final en la que volverían a enfrentarse) en la ciudad polaca de Gdansk. Unos 40.000 espectadores. En el palco, los entonces Príncipes de Asturias, Rajoy (por aquellas fechas, muy ocupado negociando su no rescate) y los presidentes de la Federación y del Consejo Superior de Deportes, Villar y Cardenal, además del presidente de la UEFA, Michel Platini, y diferentes autoridades locales e italianas. Un sector de la afición española pita el himno italiano. La prensa nacional omite con discreción los pitos, pero los italianos protestan exigiendo una condena pública, lo que termina por airear el suceso. En el digital de Marca (el portal más visitado del Reino) se pueden leer los intentos de justificación de un portavoz de la RFEF ante un posible castigo: «No tenemos culpa de que en España se tenga la costumbre de silbar los himnos». Al final, la UEFA sanciona a la Federación española. De aquella Eurocopa, además del título, La Roja se trajo una multa por el comportamiento incívico y racista de su afición.
16 de octubre de 2012. Partido oficial entre España y Francia en Madrid, en el estadio Vicente Calderón, ante más de 40.000 personas. En el palco se encuentran el hoy jubilado Juan Carlos I y el ministro Wert, además del omnipresente e incombustible (27 años en el cargo) presidente federativo, Villar, y el presidente del CSD, Cardenal, quienes se ven obligados a disculparse ante sus homólogos franceses por la sonora pitada que buena parte del público dedica a La Marsellesa. El hecho es ahora más grave porque se juega en casa y porque, de haberse disputado el encuentro en el país vecino, la ley francesa habría obligado (innovación de Sarkozy en 2008) a abandonar el palco y suspender el partido. Al día siguiente, los divertimedia digitales silencian el incidente o lo mencionan sin entrar en valoraciones, con alguna que otra excepción: lainformación.com lo lleva a título, El Confidencial habla en su titular de «pitada mayoritaria», y algunas cabeceras regionales del grupo Vocento, como El Diario Vasco o el Hoy de Extremadura, comparten crónica: «Gran pitada al himno de Francia» –la cursiva es nuestra–. ABC, buque insignia de Vocento, lo omite en su crónica titulada «España se queda sin pulmones» –de nuevo, la cursiva es nuestra–, aunque esconde una breve mención días después en un artículo bajo el título «El CSD y la Asociación de Deportistas impulsan el respeto a los himnos rivales».
De lo expuesto hasta aquí se extraen al menos tres conclusiones:
El comportamiento de la afición española está lejos de poder considerarse cívico y respetuoso. Esa conducta nada ejemplar es de sobra conocida por nuestros más altos mandatarios, que la vienen sufriendo en sonrojo propio desde hace años. La respuesta política, mediática y social a este tipo de ataques/incidentes es mucho más visible y enérgica cuando el himno silbado es la Marcha Real. Es el color de los símbolos lo que determina si se trata de ataques o de meros incidentes. Que se piten otros himnos es algo lamentable que no conviene airear y que no merece ni sanciones ni editoriales ni comunicados oficiales. Que se pite el himno español es un acto condenable y sancionable que debe ser castigado y denunciado con toda la maquinaria mediática.
Retransmisión por T.V.: Una vez más, se abusó del plano corto, se hurtaron las tomas panorámicas, y el narrador contó lo que le habían dicho que era correcto contar; es decir, se dejó de informar. El lema Fent historia (‘Haciendo historia’) fue cercenado al traducirse como ‘Historia’. La gigantesca pancarta con la frase Jo ta ke irabazi arte (algo así como ‘Dale duro hasta ganar’) se sacó de plano a toda prisa en cuanto fue desplegada. Tal vez, por miedo a que allí pusiera algo como ‘Góndor no necesita rey’ o a que se tratara de algún lema proetarra. ABC.es picó con lo del «lema proetarra», aunque luego rectificó y borró el artículo. En el grupo PRISA, en cambio, siguen insistiendo en hacer el ridículo. Lo cierto es que Jo ta ke irabazi arte es un grito de ánimo muy común en ambientes deportivos (y no solo deportivos) y es tan inocuo en ese contexto como el ‘A por ellos, oé’. Y, si la afición en Barcelona no estuvo correcta y la retransmisión dejó mucho que desear, ¿qué decir de las autoridades? El regocijo de Mas en el palco, infantil e inaceptable en un presidente. El papel de don Tancredo que interpretó Felipe VI tampoco resultó ser un guión ni demasiado digno ni demasiado original. Dado que el patrón se viene repitiendo (tercera pitada en seis años), no era necesario improvisar. Bien podía el nuevo Rey haber ofrecido una nueva respuesta. Unas palabras habrían sido una magnífica innovación. Un verdadero discurso de la Corona, no esas ñoñerías vacías a las que su padre nos tenía acostumbrados. El ''Preparado'' dejó escapar una ocasión propicia para hacer uso de su tan traída preparación y sorprender al respetable con un alegato a la altura del momento y de la Institución que representa. Un alegato que taladrara silbidos, llegara a los corazones y abriera las mentes para que brotara el respeto. Él es alguien versado en oratoria; la materia no era difícil (el respeto es una asignatura de primero de democracia); el momento era solemne. Gotham podía haber caído rendida a sus pies, y su discurso habría sido recordado durante décadas. O, en el peor de los casos, le quedaría la dignidad de haber intentado algo más que poner la cara. Se puede ser educado sin parecer manso.
Es más fácil de entender que de asumir: el respeto es consustancial a la democracia. Y en la nuestra, el respeto es escaso. Por eso hay que administrarlo bien y repartirlo de manera equitativa: que nadie reciba menos de lo que exige, y que nadie exija más de lo que está dispuesto a ofrecer. Porque no es el derecho a expresar libre y pacíficamente cualquier opinión lo que nos convierte en demócratas. Lo que nos hace demócratas es renunciar a esa libertad de opinar para escuchar a quien opina diferente. Texto: C. Delgado. Ver: 'Las derivas separatistas', texto de JG