Ahora que los grandes gerifaltes del planeta se han puesto de acuerdo en asegurarnos que la crisis se ha acabado, descubren que se han generado unas desigualdades insoportables que pueden ser un problema. Si uno tiene buena fe puede llegar a pensar que, obsesionados como estaban por salvar bancos y rescatar países, no habían caído en la cuenta de que las desigualdades aumentaban. Pero para creerse esta historia hay que estar mal informado y carecer de memoria. El tema del ensanchamiento de las desigualdades es conocido desde hace años, como han puesto de manifiesto la mayoría de los críticos del neoliberalismo. Hace años que la mayor parte de los estudios serios vienen avisando de la creciente brecha distributiva entre los países y en el interior de los mismos. Sólo algún ultraliberal como Sala i Martín defendía que la globalización había permitido reducirlas, pero sus datos (criticados por muchos autores) sólo se sostenían a escala global incluyendo China. Ahora sabemos que en China las desigualdades han crecido ya al nivel estadounidense y acabamos de conocer algo que podía sospecharse, que las élites chinas, por más que se autodenominen “comunistas”, usan los mismos paraísos fiscales que los ricos occidentales para escaquear su riqueza.
Hay varias razones por las que los poderosos puedan preocuparse por esta extrema desigualdad. Por un lado, pueden temer que estas desigualdades extremas se traduzcan en una crisis de sobreproducción provocada por la falta de un volumen suficiente de personas con dinero para comprarla a precios rentables. Sería lo que podríamos llamar una “preocupación keynesiana” (o fordista): la necesidad de contar con un mercado lo bastante amplio exige pagar salarios de un nivel adecuado. Si esto fuera así, si lo que preocupa es la necesidad de generar una amplia capa de compradores, no se entiende cómo siguen gozando de tanto predicamento las políticas de austeridad, las reformas laborales que abaratan los salarios y que, en definitiva, ahondan las desigualdades. Por poner un ejemplo local, estos días circula por la red un Powerpoint elaborado por insignes investigadores de Fedea (promocionado por el BBVA) en el que se argumenta que los salarios en España deben bajar un 7% para que se cree empleo, y en el que se descartan de un plumazo los argumentos de corte keynesiano y poskeynesiano que apuntarían en otra dirección. Lo mismo aparece en la mayor parte de las recomendaciones que recibe nuestro gobierno de la UE, la OCDE o el FMI: “Hay que ahondar en las reformas”, o sea, seguir recortando el gasto y debilitando los derechos laborales. Puede que a alguno le preocupe realmente el peligro de la devaluación salarial persistente, pero de momento no parece que tenga fuerza suficiente para generar un giro radical en las políticas.
La segunda preocupación es más política: las desigualdades extremas abren muchos espacios para que se desarrolle una nueva oleada de cuestionamiento social del capitalismo, para que pueda reconstruirse una nueva izquierda portadora de un nuevo proyecto social poscapitalista. En un plano más concreto, es conocido que allí donde crecen las desigualdades se desarrollan otras patologías asociadas que generan problemas cotidianos a la vida social (y a los negocios). Seguramente sea éste el temor más grave a corto plazo, el de que se produzcan estallidos sociales locales o proliferen plagas como la violencia delictiva más o menos organizada. Pero una cosa es temer los efectos de la desigualdad y otra proponerse atajarla en serio. Más bien, de lo que se trata en los proyectos de las élites del poder es de generar una política que combine parches —del tipo al que ya nos estamos habituando, como potenciar organizaciones y campañas caritativas— con un discurso cultural que impida pensar en los cambios que habría que introducir para luchar realmente contra la desigualdad. La misma intervención de Oxfam Intermón en Davos es indicativa de ello: presenta un informe que evidencia el intolerable grado de desigualdad alcanzado a los principales causantes y beneficiarios de la misma. Parecería más lógico que quienes se preocupan seriamente por el tema dedicaran sus esfuerzos a organizar y apoyar a los movimientos sociales que realmente combaten el tema.
Tenemos bastantes evidencias de dónde se ha generado la desigualdad: en un cúmulo de cambios institucionales y organizativos que no pueden reducirse a una única cuestión. Reducir la creación de la desigualdad a un mero cambio en la estructura impositiva es minimizar la amplitud del problema y acotar el campo de la política a un espacio de acción demasiado reducido.
El punto de partida evidente es que, desde mediados de la década de 1970, se ha producido una caída brutal del peso de las rentas del trabajo en la mayoría de los países. Ha tenido lugar una agresiva recuperación del poder por parte del capital a costa de la mayor parte de la sociedad (y se ha producido en un período en que no ha dejado de aumentar el peso de los asalariados en el conjunto de la población y de disminuir el peso de los autónomos). La Organización Internacional del Trabajo ha identificado tres grandes variables que explican este desplazamiento a la baja de los salarios:
a) Financiarización de la economía. Una cuestión compleja en sí misma que incluye aspectos como el crecimiento del sector financiero en la composición del PIB, la creación de complejas redes financieras que proveen todo tipo de fórmulas de ganancia especulativa (y que favorecen la evasión fiscal) y, sobre todo, la orientación mucho más financiera de las grandes empresas. El resultado de todo ello ha sido convertir las rentas del capital en un objetivo rígido para las empresas y en forzarlas a garantizar una rentabilidad segura a sus accionistas y financiadores. Las rentas del trabajo, y la actividad laboral en su conjunto, se convierten en meros residuos que deben ajustarse a las variaciones de la actividad económica; de esto, y no de otra cosa, va la insistencia en la flexibilidad laboral.
b) Globalización, entendida como la apertura de las fronteras a los movimientos de mercancías y capitales sin, al mismo tiempo, fijar condiciones comunes en campos como los derechos laborales, los estándares de vida aceptables, las normas fiscales y medioambientales. Este modelo de globalización ha permitido al capital explotar todas las ventajas que promete un inmenso ejército industrial de reserva a escala planetaria, una enorme masa de personas necesitadas de medios económicos para subsistir. No es casualidad, además, que en muchos de los países hacia los que se han desplazado muchas actividades haya una falta total o parcial de derechos políticos y laborales. La proletarización sin fronteras no sólo ha permitido reducir costes salariales (a cambio de cerrar plantas en los “viejos” países industrializados), sino también mantener una amenaza persistente sobre el conjunto del mundo laboral, la de que la adaptación recurrente a las exigencias del capital es la única posibilidad de subsistir.
c) Desregulación laboral. De esto sabemos mucho en España, donde vivimos en una reforma laboral permanente, si bien somos un caso menos excepcional de lo que a veces pensamos. Es evidente que el conjunto de transformaciones que se han producido en este cambio —la normalización de las formas de contratación laboral “atípicas”, la reducción de los derechos que protegen el empleo y la estabilidad de las condiciones de trabajo, dinamitando la negociación colectiva (en algunos países acompañada de ataques directos a las organizaciones sindicales), el debilitamiento de los mecanismos de tutela laboral, etc.— han generado un importante aumento del poder empresarial y, en gran parte, la vuelta a un capitalismo sin contraparte.
Para tener un cuadro más completo, creo que hay que incluir otros procesos que han reforzado estas tendencias, tanto en el campo empresarial como en el de las políticas públicas.
En el campo empresarial se detectan dos cambios adicionales de especial relevancia. El primero afecta al modelo de organización empresarial e interactúa con los elementos indicados anteriormente: la configuración de las grandes estructuras empresariales (y de otras no tan grandes) como estructuras reticulares jerarquizadas. La mayor parte de las grandes y medianas empresas actúan mediante el recurso a un gran número de proveedores externalizados, que tienen un poder de negociación desigual con la central, lo que se traduce en una enorme desigualdad en salarios y condiciones de trabajo. Se trata de un cambio organizativo que ha requerido un aprendizaje empresarial, pero que, si tiene éxito, permite sacarles todo el partido posible a la globalización y a la desregulación laboral: producir allí donde las condiciones salariales son peores, cubrir servicios internos con empleados con pocos derechos, etc. El segundo cambio, más sutil, ha sido la introducción de nuevas pautas de retribución salarial, algo que explica especialmente las ganancias desaforadas de los altos segmentos directivos y de algunos técnicos de relumbrón, aunque la introducción de sistemas de incentivación personal ha alcanzado en muchos casos al conjunto de la plantilla y ha actuado como un importante mecanismo de bloqueo de la acción colectiva y de la propia conciencia social de las personas. (Sin estas fórmulas de retribución y presión individualizada, es imposible entender por qué tantos empleados de banca colaboraron con ardor en facilitar la burbuja inmobiliaria y en colocar todo tipo de activos financieros dudosos a su clientela.)
El papel de las políticas públicas ha sido más comentado y no merece tanta atención (lo que no le resta importancia): cambio en los sistemas impositivos, reformas estructurales, blindaje de los paraísos fiscales, externalización y privatizaciones, desarrollo de políticas favorecedoras de la especulación, recortes en políticas sociales y de transferencia de renta… Un conjunto de políticas favorecedoras de los derechos del capital en detrimento del conjunto de la sociedad.
Cuando uno analiza la historia de los muy ricos —pongamos por caso al señor Inditex (Amancio Ortega), nuestro triunfador local—, es fácil percibir que se han beneficiado claramente de muchos de estos cambios, sin los cuales no hubieran conseguido amasar una fortuna tan grande: producción en países de bajos salarios y bajos derechos, aprovechamiento de las leyes internas para conseguir una plantilla de bajo coste y elevada flexibilidad en su red comercial, trato fiscal benévolo (incluido el uso de paraísos fiscales, como la localización de sus ventas online en Irlanda), posibilidades de desviar su elevado excedente hacia la especulación inmobiliaria y bursátil, etc.
Si alguien estuviera seriamente preocupado por la desigualdad, debería empezar por promover cambios en los campos citados, revisar a fondo las políticas que se han desarrollado hasta ahora. Pero esto está completamente fuera de las propuestas que se debaten en Davos, Bruselas, Nueva York o Madrid.
Lejos quedan las buenas promesas del G8 en pro de regular seriamente los mercados financieros. Las pocas iniciativas que se tomaron se han ido erosionando y edulcorando por la presión del propio sector financiero. Un sector que se ha visto, además, alimentado por el enorme caudal de recursos monetarios puestos a su disposición por los grandes bancos centrales (Reserva Federal, Banco Central Europeo, Banco de Inglaterra, Banco del Japón), lo que está produciendo a la vez un nuevo florecimiento de los mercados financieros especulativos y de la facilidad con la que los gobiernos colocan su deuda pública: se ha financiado y salvado a los bancos para que aumenten su papel acreedor frente a los Estados, a los que estarán en condiciones de imponer nuevas demandas, entre ellas nuevas reformas fiscales favorables a sus intereses. Y es patente que la insistencia en el empleo a tiempo parcial y la profundización de las reformas laborales (un eufemismo para propugnar tanto la eliminación de la negociación colectiva como el despido libre barato) sigue siendo la gran apuesta de los organismos internacionales.
Ninguno de los mecanismos detectados como origen de la desigualdad extrema es considerado seriamente en el nuevo discurso oficial de la desigualdad. Se trata tan sólo de marear la perdiz, de ocupar el espacio del discurso para impedir que lo hagan otros. Diciendo que nos preocupa la desigualdad estamos afirmando que vamos a trabajar en reducirla. Y aquí el papel que pueden desempeñar algunas ONG (aunque sea de buena fe) es el de servir de coartada a esta operación de maquillaje; un maquillaje que es a lo único que de verdad aspiran las élites.
Como este gobierno español, que presenta como un éxito la reducción del desempleo cuando lo único que ha ocurrido es que ha disminuido la población activa porque una parte de los desempleados o han votado con los pies (han emigrado) o simplemente han desesperado de seguir buscando un empleo inexistente. De hecho, la tasa de desempleo (el porcentaje de los que buscan empleo y no lo encuentran) ha vuelto a crecer. Y en la ocupación ha habido una clara sustitución de empleos estables por otros temporales y a tiempo parcial. No sólo quieren esconder los problemas, sino que tratan de hacernos creer que el subempleo, cualquier actividad que reporte algunos ingresos por pequeños que sean, es un empleo real, una actividad que proporciona rentas suficientes para vivir en condiciones decentes.
Lo que de verdad se propone es más (o igual) desigualdad. Peor y no mejor empleo. El modelo económico de referencia no da para más.
Reducir las desigualdades, el desempleo y la precariedad exige aplicar reformas y políticas que ataquen directamente a los intereses del gran capital. Significa atacar los fundamentos teóricos y prácticos de las políticas neoliberales. Pero para hacerlo no basta con cuestionar los fundamentos de la ofensiva capitalista. Se requiere también una propuesta de recomposición de las clases asalariadas.
El discurso neoliberal no sólo se ha centrado en imponer una política macroeconómica adecuada a los intereses del capital, sino que también ha jugado con desarrollar una visión del mundo legitimadora para consumo de masas. Mucha gente opina que el consumismo, con razón, ha constituido el núcleo de esta legitimación. Pero en lo que atañe a las desigualdades, considero que hay otras cuestiones más relevantes. Al fin y al cabo, el consumismo tiene un cierto mensaje igualitario: el de que todo el mundo puede acceder a un bienestar material ilimitado. Lo que justifica más la desigualdad es la idealización del mérito individual, de la productividad, construido en buena medida por la teoría del capital humano y sustentado en pilares como el sistema educativo, el deporte-espectáculo y los mass media.
Gran parte de los asalariados de alto nivel educativo han sido seducidos por la cultura y las prácticas de la carrera individual, por aceptar reglas de juego que, por un lado, individualizan su relación laboral con la empresa y, por otro, los integra en un juego competitivo que convierte la progresión en un mero producto del mérito individual y el fracaso, en un demérito. Un modelo de vida y trabajo que permite legitimar los hiperincentivos (más bien prebendas) que se adjudican los vencedores y que al mismo tiempo legitima la degradación salarial y social de la gente sin estudios que realiza trabajos manuales. “Excelencia”, “capital humano”, “productividad individual” o “competencias” forman parte del arsenal de términos que sirven para justificar desigualdades y generar estigmas. Retomar la senda de la igualdad, ganar densidad social en la lucha contra las políticas neoliberales, pasa también por cuestionar el referente cultural sobre el que mucha gente elabora su proyecto de vida y su referencia social, y reemplazarlo por otro más cooperativo, inclusivo y participativo. Un campo en el que deberían tener un papel esencial tanto desvelar la relevancia social de muchas actividades laborales (en el mundo del mercado o en la familia) realizadas por la gente sin “cualificaciones” como poner en cuestión el valor social de muchas otras altamente consideradas pero de un valor social más que discutible. Un modelo que diera realce al papel de las estructuras colectivas frente a la pseudohistoria de llaneros solitarios para justificar el éxito de los superricos. Una labor a la vez política, cultural y reivindicativa.
A escala internacional, las reglas del juego y la estructura de poderes condenan a muchos países a la persistencia del desastre. Éste ha sido el sino, especialmente, de África, gran parte de Asia y Latinoamérica. Con las políticas actuales, el este y el sur de Europa están condenados a experimentar la misma dinámica de la desigualdad y el marasmo. Luchar contra la desigualdad pasa también por cambiar las reglas de juego internacionales y ofrecer un modelo de vida aceptable para todo el planeta. La solución hoy por hoy no parece que pase por pequeñas reformas acordadas en Davos, Bruselas o Madrid (ni por lo que cabría esperar de un gobierno catalán bajo la hegemonía de CiU y sus socios; la cuestión nacional tiene poco que ver en todo esto), sino por desarrollar procesos sociales que reduzcan sustancialmente el poder de estas élites económicas, políticas, intelectuales y mediáticas.Texto: Albert Recio Andreu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.