¿Quién levantaría la lucha
armada en la actualidad como vía para el cambio social cuando la tendencia es
buscar salidas negociadas y deponer las armas? Sin embargo, en el medio de esa
nebulosa siguen surgiendo protestas, voces críticas. Es decir: sigue habiendo
esperanzas. La historia no ha terminado, definitivamente. Si eso quiso anunciar
el grito victorioso apenas caído el muro de Berlín con aquellas famosas frases
pomposas de “fin de la historia” y “fin de las ideologías”, el estado actual
del mundo nos recuerda que no es así. Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse
este sistema y pueda surgir algo alternativo, más justo, menos pernicioso para
nuestra especie? El solo hecho de seguir planteándonos todo esto muestra que la
utopía no está muerta. Puede estar golpeada, maltrecha, aturdida. Pero no
muerta. Los materiales que aquí ofrecemos intentan ser un llamado a mantener
viva esa esperanza. Si “sembramos utopía”, tal como quisimos ponerle de
sub-título al presente libro, es porque esperamos que la misma madure,
florezca, fructifique y dé como resultado algo menos injusto que el actual
sistema que, aunque quisiera -y por supuesto no quiere- no puede superar su
asimetría estructural. Es por eso que, aún pasando este mal momento, el
socialismo sigue siendo una esperanza abierta. La utopía nos sigue esperando. A
modo de conclusión: Dicho todo lo anterior (trece exposiciones con lujo de
detalles) resultaría ocioso repetir que el sistema capitalista no ofrece
solución a los grandes problemas históricos de la humanidad. Esto ya es más que
sabido. La cuestión básica estriba en cómo nos planteamos su transformación. Ya
ha habido varios intentos para llevar adelante esa monumental empresa en el
transcurso del siglo XX. No se puede decir que los mismos fracasaron
estrepitosamente; no, de ningún modo. Con dificultades, con muchos más
problemas de los que hubiera sido deseable, se consiguieron resultados
encomiables. Si se miden con el rasero capitalista basado en la acumulación del
fetiche mercancía y la teoría del valor, por supuesto que esas sociedades no se
“desarrollaron”; pero está claro que los socialismos realmente existentes se
encaminaron a otra cosa y no a repetir el modelo del capitalismo. Si de
medirlas se trata, definitivamente hay que apelar a otras categorías. Lo que se
buscó en esas experiencias tiene que ver básicamente con la dignificación del
ser humano, con desarrollar sus potencialidades, con la promoción de valores
más ricos que la acumulación de objetos apuntando, por el contrario, hacia la
solidaridad, al espíritu colectivo, al darle vuelo a la creatividad y la
inventiva. Quizá esas primeras experiencias, de las que sin dudas podemos y
debemos formular una sana crítica constructiva, son un primer paso: con las
dificultades del caso quedó demostrado que sí se puede ir más allá de una
sociedad basada en la exclusiva búsqueda de lucro personal/empresarial. Los
logros en ese sentido están a la vista: en esas sociedades, más allá de la
artera publicidad capitalista, no se pasa hambre, la población se educa, no
existe la violencia demencial de los modelos de libre mercado, existe una nueva
idea de la dignidad. Si hoy muchas de esas experiencias se revirtieron o se
pervirtieron, eso debe llamar a una serena reflexión sobre qué significa hacer
una revolución. Pero no hay nada más demostrativo de los logros obtenidos como
el hecho que, por inmensa mayoría, en los países donde existieron modelos
socialistas, al día de hoy, con la llegada del capitalismo salvaje y luego de
pasado el furor de la novedad de las “cuentas de colores” de los fascinantes
shopping centers, las poblaciones añoran los tiempos idos. Ahora, al igual que en
cualquier país capitalista, allí comer, educarse, tener salud y seguridad
social es un lujo; el socialismo, aún con sus errores, enseñó que la dignidad
no tiene precio. La titánica tarea de revolucionar el sistema conocido implica
un cambio fenomenal: es la construcción de un parteaguas en la historia, es el
inicio de una sociedad que, alcanzado un nivel de productividad mucho más alto
que otros estados históricos de desarrollo anteriores, puede empezar a pensar
realmente en el bien común, en el colectivo, en la especie humana como un todo.
Eso es el socialismo. Obviamente, un proyecto fenomenal. Haciendo nuestras las
palabras de Marx que poníamos en el epígrafe del libro: “No se trata de
reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los
antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la
sociedad existente, sino de establecer una nueva.” Establecer una nueva
sociedad: ahí está la clave. No es reformar, maquillar, disimular algo viejo
dando la sensación de un superficial cambio cosmético. Estamos hablando de una
transformación profunda, enorme. Por supuesto, eso es algo monumentalmente
difícil. Es refundar la humanidad. Y eso, la experiencia lo mostró, no es algo
que se logra por decreto, en poco tiempo, sólo con buena voluntad a partir de
ideas renovadoras, con una vanguardia que intenta dinamizar un proceso y
empuja. Cambiar el curso de la historia implica transformar de raíz el sujeto
que somos. Para el caso: transformar a millones y millones de seres humanos.
Eso no es imposible, pero sí sumamente complejo. Unas pocas generaciones, tal
como efectivamente sucedió en esas primeras experiencias, sólo pueden servir
para comenzar a dimensionar la magnitud de la empresa con la que nos
enfrentamos. ¡Es un reto fenomenal! Ahora bien: estas reflexiones nos llevan
hacia consideraciones que van más allá de la intención original de esta obra;
nos obligan a repensar el sentido último de lo que significa la revolución
socialista. ¿Por qué no funcionaron como se esperaba las primeras revoluciones
socialistas del silgo XX? ¿Por qué, después de varias décadas, cayeron, o se
revirtieron? ¿Acaso no es posible entonces tomarse en serio lo de transformar
la historia, crear un “hombre nuevo”, dejar atrás la prehistoria apegada a las
luchas en torno a la propiedad privada? Reflexiones, por cierto, que son
imprescindibles para acometer la construcción del cambio en ciernes. La idea de
base es que sí es posible; si no, ni siquiera nos lo estaríamos planteando. La
pasión que nos alienta es que la utopía es posible. De lo que se trata ahora es
cómo darle forma, cómo sembrarla para que germine. Pero lo que pretendemos con
esta colección de ensayos que aquí presentamos no apunta a reflexionar sobre
esto precisamente: busca, en todo caso, plantear cómo está el capitalismo
actual, y qué podemos hacer para lograr su transformación. Es decir: cómo
colapsar el actual sistema, cómo impactar, cómo vencerle. Dicho así, pareciera
que aquí se dan recetas, guías de acción, un “manual” para hacer la revolución.
¡Ojalá se pudiera disponer de eso! Sin embargo, ello es absolutamente
imposible; es más: está reñido con la ética socialista misma, con la idea de
una verdadera transformación. Más allá de poder pensar dificultades comunes e
intentar sacar conclusiones de los errores cometidos y de las luchas libradas,
si algo define la experiencia humana es su complejidad, su alto grado de
imprevisibilidad (pese a que exista una ciencia social -de derecha- que intenta
anticiparse y controlarla), su dosis de irracionalidad incluso. Vista en
sentido histórico, más allá de saber que las guerras son disputas a muerte por
el poder: ¿es racional la guerra en términos de especie humana, o justamente
atenta contra ella? Todos sabemos que fumar puede producir cáncer, pero seguimos
fumando. ¿Cómo entender la racionalidad entonces? Se abre ahí una imperiosa
necesidad de reformularnos cuestiones básicas, desde el materialismo histórico
y desde las ciencias sociales que fueron apareciendo en el transcurso del siglo
XX, luego que Marx formulara las líneas fundamentales de este andamiaje
conceptual. Por ejemplo, la cuestión del poder como eje que dinamiza buena
parte de las relaciones interhumanas (las conocidas al menos, las que se basan
y presuponen la propiedad privada), es un tema que desde la izquierda
tradicionalmente no se ha considerado en toda su complejidad, lo cual no deja
de ser una agenda pendiente de gran importancia. ¿Por qué vemos que se repiten
muchas veces similares errores en la construcción de alternativas anticapitalistas?
¿Estamos en la izquierda inmunizados ante los juegos del poder, o ello debería
replantearse con mayor altura crítica? ¿Por qué un camarada dirigente de ayer
puede transformarse tan fácilmente en un magnate? Así sea sólo un ejemplo este
tema del poder -no pequeño, por cierto- son muchas las tareas de revisión
crítica que nos esperan para potenciar las estrategias revolucionarias, hoy por
hoy bastante alicaídas. Los materiales aquí ofrecidos no son “manuales”; son
preguntas críticas. No más. Pero tampoco: nada menos. ¿Cómo nos planteamos el
tema del poder? ¿Qué hay de las actuales mezquindades y flaquezas que nos
constituyen? (Dicho en otros términos: ¿por qué es posible revertir
revoluciones socialistas victoriosas?) ¿Cómo se construye el “hombre nuevo” del
socialismo? Sólo decir esto y ya vemos la necesidad de la autocrítica:
¿“hombre” como sinónimo de humanidad? ¿No se nos filtra ahí un arrogante
prejuicio machista? Dicho sea de paso: en el presente libro sólo varones
publican; ¿arrogante prejuicio machista de quien seleccionó los textos? De eso
se trata entonces: “no de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una
nueva.” La autocrítica permanente debe ser una clave vital. Pero en lo humano
no se puede establecer aquello de “borrón y cuenta nueva”: construimos el
socialismo con la materia prima que somos. Ahí estriba una dificultad enorme, y
por tanto, el reto es mayúsculo. De todos modos “dificultad”, nunca, en ningún
momento histórico y en ninguna lengua significa “imposibilidad”. Sin dudas es
mucho más fácil preguntar críticamente y desarmar lo establecido que proponer
cosas nuevas. Esa es una dialéctica humana: es más fácil destruir que
construir. En ese sentido, resulta más simple constituirnos en críticos
implacables del capitalismo (pues obviamente hay muchísimo por demoler ahí) que
proponerle alternativas válidas, posibles, efectivas, que realmente sirvan para
edificar algo nuevo. Si fuera tan fácil aportar soluciones, el mundo sería
distinto. Pero siendo auténticamente socráticos en nuestro proceder, podríamos
decir que en el hecho de preguntar/criticar lo conocido anida ya el germen de
la respuesta, o sea, la solución al problema planteado. Por tanto, vale (¡y
mucho!) preguntarnos acerca de los límites del capitalismo, del actual y de sus
raíces históricas, porque a partir de ese interrogante se podrán ir
construyendo las respuestas, los caminos alternativos. Está claro que el libro
en su conjunto, que es eminentemente una colección de reflexiones políticas, es
un ejercicio académico-intelectual y no una propuesta de acción concreta. En
verdad, nunca pretendimos esto último; y por supuesto no creemos haber
contribuido mucho en ese sentido. Pero sí podemos dejar algunas preguntas en el
nivel de lo que los autores aquí reunidos pueden aportar: consideraciones
críticas sobre aspectos teóricos que ojalá permitan iluminar un poco más la
práctica concreta. Sin tenerle miedo a la teoría, podemos repetir con Einstein
que “no hay nada más práctico que una buena teoría en el momento oportuno”. ¿Cómo
hacer la revolución socialista entonces? La publicación, en todo caso, dice más
lo que no se debe hacer que los pasos concretos a seguir. Quizá es poco, pero
no deja de ser importante considerarlo: hablar de los límites y los errores nos
da ya un primer marco. Presentémoslo en forma de preguntas:
• ¿Es posible
construir el socialismo en un solo país hoy día? Quizá podría ser factible
tomar el poder a nivel nacional, desplazar al gobierno de turno en forma
revolucionaria y establecerse como nuevo grupo gobernante con un planteo de
izquierda, pero eso no significa necesariamente una transformación en términos
de relaciones de fuerza como clase de los trabajadores y oprimidos. Además,
dado el grado de complejidad en el proceso de globalización y la interdependencia
de todo el planeta, es imposible construir una isla de socialismo con
posibilidades reales de sostenimiento a largo plazo. En ese sentido los
planteos revolucionarios deben apuntar a pensar en bloques, espacios
regionales. La idea de Estado-nación entró en crisis y hay que revisarla
críticamente desde las propuestas de izquierda. El ejemplo de los distintos
socialismos que se intentaron construir en el transcurso del siglo XX, o el
socialismo bolivariano actual, nos da alguna pista al respecto: se pueden
comenzar procesos muy interesantes, fecundos, imprescindibles incluso; pero eso
es un preámbulo del socialismo. De todos modos, todo ello no debe
inmovilizarnos y hacernos pensar en que hay que abandonar las luchas
nacionales. De momento nuestra unidad de acción son espacios nacionales, y ahí
debemos trabajar, planteándonos todos estos problemas como los nuevos retos.
• ¿Cómo dar
luchas globales desde lo micro? No hay más alternativa que esa: las luchas son
siempre en el espacio local, pequeño: en la comunidad, en el sindicato, en las
reivindicaciones sectoriales. Pero toda lucha debe tener como perspectiva final
un nivel más amplio, entendiendo que lo local es articula, en definitiva, con
lo planetario. Hoy día hay que buscar sumar descontentos, acumular fuerzas de
los numerosísimos golpeados/explotados/excluidos del sistema. Ese trabajo de
hormiga de juntar descontentos se hace en el nivel micro; aprovechando la
globalización que impera, el desafío es sumar esos descontentos puntuales y
locales en esfuerzos globales, macros. El Foro Social Mundial fue (es) un
intento en ese sentido. quizá no prosperó como herramienta real de lucha, pero
a partir de ello hay que estudiar el fenómeno y ver cómo impulsar alternativas
realmente viables que consideren el estado actual del mundo como aldea global.
• ¿Es
necesaria una vanguardia? Viejo problema en la izquierda, no resuelto, y
probablemente que no admite “una” solución única. Vanguardia no debe ser
partido único. Sin lugar a dudas que el puro espontaneísmo tiene límites muy
cercanos: es, en todo caso, pura reacción visceral, más propia de los procesos
colectivos de muchedumbres desarticuladas (pensemos en un linchamiento por
ejemplo) que de acciones planificadas, con direccionalidad política, que buscan
motorizar proyectos claros. Por supuesto que la reacción espontánea existe, y
puede jugar un papel muy importante en la historia; pero la historia tiene
líneas maestras que alguien traza, que no son casuales. Es más: hoy día existe
toda una parafernalia de ciencias (¿éticamente las podremos seguir llamando
así?) que tienen como objetivo manejar, controlar, trazas escenarios a futuro y
lograr que grandes masas de población actúen conforme a lo planificado. Por
supuesto, están siempre al servicio de los poderes de turno. Desde la izquierda
no planteamos “manejar” las masas, pero sí trazar líneas para que se den
cambios en el sistema. Eso, en definitiva, es la política revolucionaria: tener
proyectos a futuro en el que las grandes mayorías jueguen el papel protagónico
para transformar el actual estado de explotación e injusticia. Dejando librado
todo al puro voluntarismo, al espontaneísmo popular, no se irá muy lejos: es
preciso tener claro un proyecto. Esa claridad es la que debe aportar la
vanguardia. Ahora bien: es difícil establecer quién juega ese papel. Los
partidos de izquierda tradicionales con su estructura vertical, militar en
algunos casos, son cuestionables. El liderazgo de una sola persona, más allá de
su carisma, puede dar como resultado el nada deseable culto a la personalidad
que ya hemos conocido en más de una ocasión, quitándole real protagonismo a las
clases explotadas. En todo caso hay que pensar en vanguardias con dirección
colegiada, siempre en diálogo permanente con las masas.
• ¿Quién es
hoy el sujeto de la revolución? Las nuevas modalidades del capitalismo
globalizado presentan nuevos paisajes sociales; el proletariado industrial
urbano, considerado como el núcleo revolucionario por excelencia para la
revolución socialista, está hoy diezmado. O vendido por sindicatos corruptos
cooptados por la clase dominante, o desmovilizado por contrataciones laborales
en absoluta precariedad que lo dejan en situación de indefensión, la clase
obrera como tal ha retrocedido en su papel histórico, acorralándosela y
anestesiándola (para eso, además, están las nuevas tecnologías de control:
medios de comunicación masivos, nuevas religiones fundamentalistas, deporte
profesional que inunda la vida cotidiana). Por supuesto sigue siendo la
principal creadora de plusvalor a partir de su trabajo, pero hoy día la
arquitectura del sistema, sin cambiar en su sustancia, ha tenido modificaciones
importantes. Numéricamente, incluso, no está en crecimiento; la desocupación o
subocupación -derivados naturales del capitalismo, más aún en esta fase de
hiper robotización y automatización de los procesos productivos, de
deslocalización y de primado del capital financiero-especulativo- han hecho del
proletariado industrial una minoría entre la masa de explotados. Los
explotados/excluidos del sistema, globalmente considerado, crecen: campesinos
sin tierra que en muchos casos marchan a las ciudades, subocupados y
desocupados, poblaciones originarias cada vez más marginadas o excluidas por un
modelo de desarrollo que no las incluye, migrantes del Sur hacia el Norte,
empobrecidos por la crisis estructural, jóvenes sin futuro, constituyen los
sectores más golpeados por el capitalismo. Los obreros industriales, tanto en
el capitalismo central como en el periférico, en ese mar de desesperación
pueden considerarse afortunados, pues tienen salario fijo (eso, hoy día, ya se
presenta como un lujo). Todo ello, por tanto, cambia el panorama social y
político: hoy día el fermento revolucionario se nutre en muy buena medida de
todo ese subproletariado de trabajadores precarizados e informales, de
población “sobrante” en la lógica del sistema. Y además entran en escena con
fuerza creciente otros actores (otros descontentos, diríamos) como las mujeres,
históricamente marginadas y que ahora levantan reivindicaciones específicas,
los pueblos originarios, las juventudes, que pasan a ser igualmente fermentos
de cambio. Por todo ello, el motor de la revolución socialista hoy ya no es
sólo el proletariado industrial: es la masa de trabajadores y golpeados por el
sistema. Los grupos más beligerantes de estas últimas décadas han sido,
justamente, grupos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados urbanos,
“marginales” del sistema, en sentido amplio. Es preciso redefinir con precisión
el actual sujeto revolucionario, pero sin dudas hay ahí otro desafío que
debemos asumir con ética revolucionaria.
• ¿Cuáles
deben ser en la actualidad las formas de lucha? Las que se pueda, simplemente.
Insistamos mucho en esto: ¡no hay manual para hacer la revolución! La Comuna de
París, allá por el lejano 1871, fue una fuente inspiradora, y de allí Marx y
Engels tomaron importantísimas enseñanzas. Es a partir de esa experiencia que
surge la idea de “dictadura del proletariado”, en tanto gobierno revolucionario
de los trabajadores como constructores de un nuevo orden. Después de los
socialismos realmente existentes y de todas las luchas del pasado siglo se
abren interrogantes para plantearnos esa noble y titánica tarea de hacer parir
una nueva sociedad: ¿cómo hacerlo en concreto? Pregunta válida no sólo para ver
cómo empezar a construir esa sociedad nueva a partir del día en que se toma la
casa de gobierno sino también para ver cómo llegar a esa toma, punto de
arranque primario. Ya hemos dicho que la tarea de construir la sociedad nueva
es complejísima y necesita de la autocrítica como una herramienta toral. Ahora
bien: la pregunta -quizá más pedestre, más limitada y puntual- que se pretende
el hilo conductor del presente libro es ¿qué hacer para estar en condiciones de
comenzar esa construcción? Dicho en otros términos: ¿cómo se desaloja a la
actual clase dominante y se toma su Estado (el Estado nunca es de todos, es el
mecanismo de dominación de la clase dominante) para comenzar a construir algo
nuevo? ¿Se puede repetir hoy -metafóricamente hablando- la toma del Palacio de
Invierno de la Rusia de 1917? ¿O hay que pensar en una movilización popular con
palos y machetes que, acompañando a su vanguardia armada, pueda desalojar al
gobernante de turno como sucedió en la Nicaragua de 1979? ¿Constituyen los
procesos democráticos -dentro de los límites infranqueables de las democracias
burguesas- de Chile con Allende, o la actual Revolución Bolivariana en
Venezuela, con Chávez a la cabeza, modelos de transiciones al socialismo?
¿Cuáles son sus límites? ¿Se puede apostar hoy por movimientos armados, cuando
vemos, por ejemplo, que todas las guerrillas en Latinoamérica o ya han depuesto
las armas, o están próximas a hacerlo? ¿Se puede revolucionar la sociedad y
construir el socialismo con el “mandar desobedeciendo”, como pretende el
movimiento zapatista? ¿Hay que participar en los marcos de la democracia
representativa para ganar espacios desde allí? Dado que no hay manual para
esto, la respuesta debería ser amplia y ver como válidas todas esas alternativas.
“Válidas” no significa ni infalibles ni seguras; son, en todo caso, pasos a
seguir. ¿Hoy es pertinente levantar la lucha armada? Pertinente, quizá sí, como
de hecho puede suceder en algunos puntos del planeta (el movimiento naxalita en
la India, por ejemplo), pero no está clara su real posibilidad de triunfo,
dadas las tecnologías militares sofisticadas con que el sistema cuenta para
defenderse. En definitiva, golpeado como está hoy el campo popular,
desarticulado y sin propuestas claras, muchos pueden ser los caminos para
comenzar a construir alternativas. Queda claro que no hay “una” vía; distintas
formas pueden ser pertinentes. Quizá los movimientos populares amplios, los
frentes, la unión de descontentos y la potenciación de rebeldías comunes pueden
ser útiles en un momento. La presunta pureza doctrinaria de las vanguardias
quizá hoy no nos sirva. En realidad estas no son conclusiones en sentido
estricto. Todo el libro, a través de sus diferentes textos, es una invitación a
profundizar estos debates, a enriquecerlos y darles vida. Si algún valor puede
tener todo este esfuerzo es aportar un modesto grano de arena más en una
búsqueda interminable. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es que
esa utopía vale la pena. El mundo de ninguna manera puede ser una suma de
“triunfadores” y “desechables”, por lo que esa búsqueda está abierta,
invitándonos a zambullirnos en ella. Cerremos con una frase del poeta Antonio
Machado totalmente oportuna para el caso: “Caminante, no hay camino. Se hace camino
al andar”.
(1) Colectivo de autores: 1) Amado, Oscar, 2)
Borges, Edgar, 3) Colussi, Marcelo, 4) Corbière, Emilio, 5) Cuevas Molina,
Rafael, 6) Fontes, Anthony, 7) Illescas Martínez, Jon E. (Jon Juanma), 8) López
y Rivas, Gilberto, 9) Mora Ramírez, Andrés y 10) Perdomo Aguilera, Alejandro L.