Marcelo Colussi
Hasta ahora la historia nos demuestra que los seres
humanos nos movemos en muy buena medida por el afán de poderío. De lo cual
puede desprenderse, quizá con cierta ligereza, o con cierta mirada pesimista
sobre nuestra condición, que estamos irremediablemente condenados a seguir
repitiendo ese molde. El colmo de ese pesimismo lo presenta José Saramago,
cuando no encontrando salida a todo esto llega a concluir entonces: "No
nos merecemos mucho respeto como especie". La constatación tan interminablemente
repetida del abuso del poder por parte de quien lo dispone –aún en el campo de
la izquierda– podría llegar a permitirnos sacar esa conclusión. Estaríamos casi
tentados de afirmar, por tanto, que "eso no tiene arreglo". Pero si efectivamente está en la esencia humana esta
"dialéctica del amo y del esclavo", si eso es parte definitoria de
nuestra condición, ¿para qué seguir luchando por un mundo de mayor equidad? El
estudio de la historia o de cualquier interrelación nos confronta con que la
lucha en torno al poder cuando se encuentran dos personas, o dos colectivos,
surge con pasmosa facilidad. ¿Autoriza ello a ver en esa repetición una matriz
de origen biológico? ¿Cómo poder afirmar que la violencia, el afán de poderío,
la dominación sean de orden genético? Si una lectura darwinista de la historia
humana pude llegar a esa conclusión –justificando, de ese modo, la existencia
de "razas superiores" y una presunta selección natural de los
"mejores"– una visión más amplia de nuestra condición debe apuntar a
otra cosa. ¿O acaso podemos avalar un triunfo de "superiores" sobre
"inferiores"? Hasta ahora, al menos, más allá de la ilusión
positivista de cierta tendencia tecnocrática que busca un sustrato bioquímico
para explicar toda la complejidad de lo humano, no se ha podido aislar ninguna
sustancia específica que dé cuenta de estos fenómenos. Puestos a interactuar
niños pequeños de distintas etnias cuando recién están comenzando a hablar,
cuando aún no tienen incorporada toda su carga cultural, ninguno discrimina a
otro ni lo mira "desde arriba". Eso llegará luego: los adultos nos
encargamos de transmitírselo. ¿Por que resignarnos entonces ante una supuesta
tendencia natural que nos compele a comernos unos a otros? Anida ahí un error
que, si no lo corregimos con fuerza, puede llevarnos a la entronización del
individualismo –cosa que hace con absoluta naturalidad el capitalismo,
premiando al "ganador", que no es otro que el más fuerte que se
impone con brutalidad sobre los más débiles–, o puede llevarnos, por otro lado,
a la resignación. Decimos "el capitalismo", pero podríamos hacerlo
extensivo a cualquier sociedad de clases. Desde que sabemos de la existencia de
sociedades estratificadas donde unos mandan usufructuando el trabajo de otros,
los cuales trabajan y obedecen (desde el inicio de las primeras sociedades
agrarias sedentarias, para fijarlo de algún modo en el tiempo, aproximadamente
unos 10.000 a 12.000 años atrás), desde ahí se viene repitiendo esta situación.
Dialéctica del amo y del esclavo donde un grupo decide sobre la vida de otro
con distintos grados de violencia, de crueldad, desde ser el dueño por entero
de la vida de ese otro, hasta el pago de un salario supuestamente consensuado
entre ambas partes por una cantidad de horas de trabajo. Esa historia no nos
ofrece sino explotación de unos sobre otros, aprovechamiento, falta de
solidaridad, violencia, crudeza. Matriz ésta que se reitera muy frecuentemente
en todas las relaciones humanas: entre géneros, entre generaciones, entre
distintas culturas. Y viendo con objetividad ya sea la historia o la dinámica
interhumana en un corte puntual aquí y ahora, ello pareciera poder dejar
extraer la conclusión que así es nuestra condición sin más. Si podemos hacer
eso: torturar, engañar, matar, sin dudas que –más allá de una visión pesimista–
eso se muestra como nuestro destino. De ahí a la conclusión que no tenemos
remedio como especie, sólo un paso. Y a ello podríamos agregar que los intentos
de construir un nuevo sujeto en los balbuceantes socialismos del siglo XX no
lograron superar con creces esos patrones de violencia. La codicia y la
mezquindad siguieron todavía incorporadas a las características comunes de los
ciudadanos, más allá de las buenas intenciones de transformación. ¿Hay que
resignarse entonces? ¿No es posible el cambio? ¿Habrá que contentarse que lo
máximo a lo que podemos aspirar es a un crecimiento enorme de la productividad
y a una más equitativa repartición de la riqueza que generemos, resignándonos a
que siempre habrá uno "más listo" que manejará a los "más
tontos"? ¿No hay alternativa? ¿Es cierto que "no nos merecemos mucho
respeto como especie" entonces? ¿No es posible la equidad total, la
horizontalidad? ¿Habrá siempre quien, en nombre de lo que sea, "mire desde
arriba" a otro? Por esa vía, el punto máximo de desarrollo aspirable sería
la socialdemocracia. Sin dudas que los pocos países con políticas
socialdemócratas viven bien, con abundancia y equidad. Ahí están unas cuantas
sociedades del norte de Europa dando el ejemplo: ordenadas, felices,
racionales. Pero la estructura del mundo no permite que todos seamos Suecia, o
Noruega o Canadá. Además, la bonanza de las socialdemocracias presupone un
Tercer Mundo históricamente explotado. ¿Podría algún país africano o
centroamericano repetir el modelo socialdemócrata nórdico en las condiciones
actuales? ¿Cómo? Las deudas externas que religiosamente deben pagar esas
sociedades empobrecidas van a parar también a las socialdemocracias. Así es
fácil gozar la vida…y tener equidad. Pero si hablamos de "otro mundo
posible", hablamos de igualdad para todos, absolutamente para todos y
todas en total paridad. Es decir: hablamos de una verdadera democratización e
igualación de los poderes, para todos, no sólo para los blancos. Cuando nos
referimos al sujeto humano tenemos como referente esto que las distintas
sociedades clasistas basadas en la diferenciación entre poderosos y oprimidos
han venido dando como resultado hasta ahora. Nos es relativamente más fácil
entender la lógica de una sociedad antigua –la egipcia, los fenicios, los
mayas– porque nos resulta familiar poder imaginar qué sentiría un amo o un
esclavo (aunque la reflexión la hagamos ahora y no seamos, en sentido estricto,
ni faraones ni esclavos. Sin embargo, intuimos de qué se trata la relación). Pero
nos resulta incomprensible, o al menos mucho más lejana de nuestros códigos,
una sociedad del neolítico, o alguna de los pequeños grupos que aún hoy existen
sobreviviendo como en ese entonces –los indígenas amazónicos, o los habitantes
originarios de Australia–. ¿Cómo entender desde nuestra cosmovisión una
sociedad de puros iguales, homogénea, horizontal? Nuestra matriz, hoy día, es
forzosamente esa visión de jerarquías, patriarcal, vertical. De ahí que nos
suene extraño aún –y por tanto cueste tanto– establecer relaciones de total
horizontalidad, de absoluta paridad. Aunque en las experiencias socialistas
intentemos llamar a los dirigentes con el apelativo de "camarada", en
la realidad cotidiana el "camarada ministro" o el "camarada
alcalde" sigue aún gozando de privilegios que los "camaradas
comunes" no tienen. ¿Significa eso que nunca cambiará esa dinámica? Seguramente
no podemos esperarnos un paraíso de la sociedad humana. No somos ángeles. Pero
podemos hacer algo para que no sea un infierno. Y hoy, más allá de una porción
minúscula que vive en la opulencia manejando la vida de las grandes masas, y
fuera de un no más del 15 % de la población mundial que puede ser considerada
clase media, con acceso a aceptables cuotas de confort y seguridad, para la más
amplia mayoría de la Humanidad la vida es un infierno. El socialismo, si bien
tuvo un inicio en el siglo XX que debe ser rigurosamente criticado por
autoritario y vertical (en alguna medida, también un infierno), sigue siendo
aún una fuente de esperanza. Del capitalismo nada se puede esperar. Pero la
duda –por decirlo de alguna manera, o el temor, o preocupación– se plantea
cuando intentamos revisar los supuestos que ha venido desarrollando el
socialismo. Si consideramos el proceder de muchos de los cuadros
revolucionarios, o incluso la conducta de los ciudadanos, los camaradas de a
pie, dentro de las experiencias socialistas, se abren interrogantes: ¿se podrá
prescindir de esta cultura del "mirar desde arriba" a otro? A veces
sucede esta horizontalidad, este espíritu de solidaridad y de desprendimiento,
pero en muchísimos casos, más allá de la declaración de principios y del uso de
consignas que sitúan en el "club" de la izquierda, se siguen
manteniendo privilegios irritantes, actitudes despóticas, el convencimiento que
hay algunos con derecho a "mirar desde arriba" a otros. ¿Por qué los
camaradas médicos cubanos cuando están fuera de la isla "arrasan" con
las mercaderías que no se consiguen en su país? ¿Son menos
"revolucionarios" por eso? Seguramente no, pero todas estas actitudes
nos indican que quizá el meollo mismo de lo humano es muy difícil de
transformar: si somos herederos de la cultura que nos constituye en lo más
hondo de nuestro ser –machistas, patriarcales, verticalistas, competitivos,
belicistas, y en estos últimos años, capitalismo mediante, impúdicamente
consumistas– todo eso no se va a terminar por decreto. La cuestión, en todo
caso, es: ¿cambiará? ¿Qué hay que hacer para que cambie? ¿Cómo desarmar la
cultura del poder que nos constituye? Hoy día podemos hablar de los seres
humanos criados en este modelo histórico, dado que sólo hemos conocido estos
patrones. Por eso la dificultad que apuntábamos para entender otros modelos
sociales "primitivos", sin clases sociales, la pura horda original. Las
sociedades clasistas quedamos irremediablemente lejos de esa experiencia, y los
modelos progresistas que hemos inventado todavía tienen muy cerca la matriz del
"triunfador", del éxito individual sobre y contra el bien común. Si
no, no sería tan fácil que muchas cooperativas terminen siendo pequeñas
empresas lucrativas privadas olvidándose de la filosofía que las impulsa. O no
hubiera sido tan fácil la restauración de la cultura capitalista en Rusia, o en
China, donde hoy se premia como el gran logro la picardía para hacer fortuna no
importa a qué precio olvidando principios levantados hace apenas unos años.
Invocar un llamado al amor para construir el socialismo, la nueva sociedad y el
nuevo sujeto, queda corto. Sabemos que el amor es básicamente narcisista y no
nos sobra; más bien nos sale con cuentagotas. Es difícil, cuando no imposible,
amar incondicionalmente al prójimo. Pero no se trata de amarlo sino de
respetarlo. Esa es la clave que puede cambiar la actitud. Nadie está obligado a
amar a nadie por decreto; pero la sociedad sí obliga a respetarnos. Si logramos
establecer una comunidad donde todos verdaderamente nos sentimos pares,
iguales, aunque no nos "amemos", sí podremos convivir con mayores
cuotas de solidaridad social. Aunque no somos ángeles, ¿quién dijo que estamos
obligados por naturaleza a explotar al otro? Si nos preparamos para esa cultura
de la más absoluta igualdad, ¿por qué no podríamos superar la dudosa noción del
amor incondicional para forjar una cultura del respeto? Porque en nombre del
amor se pueden cometer las peores atrocidades, no olvidarlo. Ahí están todas
las guerras religiosas, por ejemplo, las más despiadadas y crueles de la
historia para demostrarlo. O la Santa Inquisición…por amor. Ningún sustrato
bioquímico podrá explicarnos por qué ese afán de poderío. Es nuestra matriz
social, cultural, psicológica, la que nos hace así. De lo que se trata,
entonces, es de construir otra matriz que dé como resultado otro tipo de
sujeto. Aunque, claro está, esa construcción no podrá ser nunca una imposición
por vía de decreto. Hay que forjarla. Y ese es el reto que tiene el socialismo.
En Rusia, siete décadas después de la revolución bolchevique, hay gente que
sigue buscando el retorno del zarismo y pensando en la gran patria de los rusos
blancos. ¿Pasó en vano la revolución? Y en Cuba una enorme cantidad de
población profesa con devoción la santería. ¿Puede decirse que fracasó la
revolución? En Venezuela, con un proceso de transformación socialista en
marcha, por cierto muy reciente aún, siguen siendo un símbolo nacional las Miss
Universo y las mujeres con pecho siliconado, y muchísima población –incluidos
funcionarios de gobierno– continúan adorando los más rancios valores
capitalistas, desviviéndose por el vehículo lujoso con un chofer que les abra
la puerta y cambiando divisas en el mercado paralelo. ¿No está funcionando la
Revolución Bolivariana entonces? Todo esto no nos habla de un fracaso de los
ideales socialistas. Nos habla, en todo caso, del peso fenomenal de la
historia, de las tradiciones, de la cultura. Como brillantemente lo expresó
Einstein: "es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio". El
desafío es cambiar esa historia. Eso es la revolución. Si nos tomamos en serio
lo de las utopías, pues de eso se trata entonces: no sólo transformar las
relaciones políticas, cambiar las reglas de juego de las relaciones sociales;
no sólo repartir con equidad el producto del trabajo humano. Se trata, junto a
todo ello, y quizá más que ello, de transformar la historia misma, las matrices
que nos determinan como sujeto. Es ahí donde entra a jugar un papel clave el
tema de la autocrítica de nuestra humana condición. ¿Estamos acaso, tal como lo
pretendería el darwinismo social, condenados a una lucha a muerte los unos
contra los otros? ¿O nuestra "naturaleza" va de la mano de las
condiciones culturales? ¿Por qué cuesta tanto superar los vericuetos del poder?
¿Nuestra condición finita y deficiente nos lleva a acercarnos al ámbito del
ejercicio del poder como alternativa para superar esa pequeñez originaria?
¿Puede superarse la idea del poder como sinónimo de beneficio propio a base del
sacrificio de otro? ¿Es cierto que el que manda, manda; y si se equivoca…
vuelve a mandar? ¿Qué habrá que hacer para superar todo esto? El trabajo es
arduo, enorme. Es transformar toda una cultura que lleva hoy un peso ancestral
en sus espaldas con una importancia definitoria, y que con las nuevas
tecnologías que generó el capitalismo (léase: guerra psicológico-mediática,
guerra de cuarta generación, como la llamaron los estrategas militares
estadounidenses) se impuso por todo el globo, y en muchos casos, haciéndose
atractiva. Si no, los camaradas cubanos no arrasarían las tiendas buscando esos
productos "seductores" toda vez que tienen oportunidad al salir de la
isla. Lo cual nos lleva a un tema no menos trascendente. La cultura del consumo
a que dio lugar el capitalismo mercantil es insostenible –se produce no sólo
para satisfacer necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro
económico–. En función de ese modelo de desarrollo el planeta se está empezando
a poner en serio riesgo. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de
los suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la
desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono
que ha aumentado por 13 la incidencia del cáncer de piel en estos últimos años,
el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel son todas
consecuencias de un modelo depredador que no tiene sustentabilidad en el tiempo.
¿Cuánto más podrá resistirse esta devastación de los recursos naturales? Las
sociedades agrarias "primitivas", o inclusive las tribus del
neolítico que aún se mantienen, son mucho más racionales en su equilibrio con
el medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no
renovables. Si buscamos un nuevo mundo, una nueva ética, nuevos y superadores
valores, la cultura del consumo debe ser abordada con tanta fuerza
revolucionaria como las injusticias sociales. Pero ahí está el problema justamente:
tanto ha calado esta cosmovisión del consumo hedonista que se hace muy difícil
atacarlo, desarmarlo. Y el "hombre nuevo" todavía no pudo sacudirse
esa carga cultural. ¿Podremos construir una cultura alternativa al consumo
industrial fabuloso sin volver a las cavernas, aprovechando el confort que
brindan las nuevas tecnologías traídas por la industria capitalista y la
moderna ciencia occidental? Se abre allí otro desafío, por cierto. ¿Somos más
revolucionarios porque no tomamos Coca-Cola, o es más compleja que eso la lucha
contra el patrón consumista? Sin dudas es más compleja, y por tanto, más
difícil que mantener una consigna. Esa cultura milenaria de la dialéctica del
amo y del esclavo que constituye nuestras relaciones, esa cultura de la búsqueda
del poder como fin en sí mismo, esa creencia ancestral en que hay
"superiores" e "inferiores", eso da como resultado también
una cultura del poder sobre la naturaleza. En el mundo de la industria moderna
la naturaleza dejó de ser parte del cosmos del que somos parte para pasar a ser
recurso explotable. El marxismo clásico no pudo ir más lejos de esa visión
estrecha; por eso hoy la crítica del consumismo irracional es tan
imprescindible como la lucha contra las injusticias. El planeta no es la
"cantera a explotar", el "bosque a arrasar" sino parte de
nuestra realidad compleja; si lo destruimos, nos destruimos a nosotros mismos.
Si lo vemos sólo como lucro económico, ahí están los resultados con la
catástrofe ecológica que ese modelo generó. Obviamente, si la consideramos con
detenimiento, esa idea de progreso científico-técnico no parece tan
"desarrollada". De ahí que pueda entenderse el pesimismo de Saramago.
Vemos, entonces, que la tarea transformadora de la revolución socialista es
titánica. Lo es porque más difícil que cambiar el mapa político de un país
–desplazar a una minoría de la casa de gobierno, armas en mano incluso–,
muchísimo más difícil que eso –y nadie dijo que eso fuera fácil– es aún cambiar
el sujeto humano. Pero ahí está el desafío. Educación, formación ideológica,
autocrítica, revisión de la historia, discusiones, liberar la creatividad, la
imaginación al poder… los pasos para lograr esa monumental empresa son muchos,
diversos, variados. Hablamos de "hombre nuevo"; ideal genial, sin
dudas. Mas ¿no se filtra allí ya desde el vamos un prejuicio machista? ¿No es
de la mayor arrogancia machista identificar la especie en su conjunto con sólo
su mitad? ¿Los seres humanos somos todos hombres? Hoy, después de las primeras
experiencias del pasado siglo y teniendo claro los límites de nuestra
condición, probablemente estamos en mejores condiciones para avanzar por ese
camino. Si hablamos de un nuevo socialismo del siglo XXI –que no desconoce las
bases sentadas en el XIX ni las primeras experiencias del XX– es para superar
viejos errores y llegar con éxito al XXII. La ruta misma de la revolución
socialista debe guiarse por lo que acertadamente proponía Gabriel García
Márquez: luchar para "que ningún ser humano tenga derecho a mirar desde
arriba a otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse". Hasta que eso
no sea realidad, debemos seguir luchando, porque si no, la revolución no habrá
triunfado.
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