La creciente movilización de una cantidad cada vez mayor de recursos de todo tipo (humanos, económicos, financieros, logísticos, etc.) fue acompañada de una mejora organizativa del Estado al establecer un gobierno de la sociedad por medio de las leyes. De esta forma las leyes pasaron a otorgar la capacidad de mandar a unos sobre otros, y con ello el poder político fue convertido en una función desempeñada por distintas instituciones especializadas en ámbitos concretos. El poder dejó de depender de los individuos que momentáneamente pudieran ejercerlo y ello revirtió en beneficio de la organización del Estado, como estructura unitaria provista de unas normas propias que pasaron a garantizar la continuidad del ejercicio de sus funciones.
El imperio de la ley limitó la arbitrariedad y estableció la predecibilidad a través de la regulación de los patrones de comportamiento en las instancias del poder político, lo que al mismo tiempo dotó de la correspondiente autonomía a los diferentes órganos estatales. Este proceso hizo de la política una esfera independiente y diferenciada de todas las demás, dotada de órganos decisorios propios para actuar sobre la sociedad. El Estado, por medio de sus instituciones, adquirió sus propios intereses identificados con su organización y diferenciados de las personas que momentáneamente pudieran dirigirlo.[5]
Pero lo definitorio de este proceso fue la consecución del monopolio de la violencia por parte del Estado, lo que le proveyó de la correspondiente soberanía entendida como la capacidad de tomar decisiones vinculantes para la población de su territorio, y disponer así de un poder originario no dependiente ni interna ni externamente capaz de imponerse si fuera preciso por medio del uso de la fuerza. Gracias a esto el Estado ha podido imponer desde entonces su propia ley y regular una innumerable cantidad de ámbitos de la vida humana para someterlos a sus intereses. Con la creación de nuevas instituciones para regular estos ámbitos el Estado creció y aumentó su capacidad de movilización de recursos a todos los niveles. Así es como, en conjunción con las exigencias impuestas por la esfera internacional en la competición entre potencias, el ejército y toda la empresa bélica crearon una demanda constante que impulsó la producción y la transformación de las fuerzas productivas en su forma capitalista.
A partir del s. XVIII, e incluso bastante antes en algunos países, puede apreciarse una clara colaboración entre el Estado, sobre todo sus elites políticas, y las clases oligárquicas que acumulaban la riqueza económica y financiera del país a cambio de una serie de privilegios como la participación en las tareas de gobierno. De esta forma ayudaron a crear el Estado al mismo tiempo que afirmaban sus derechos y privilegios frente a la autoridad monárquica y quedaban integrados en la elite dominante. Asimismo, este proceso llevaba aparejado una serie de transformaciones sociales en las que el interés particular fue instituido como factor del desarrollo económico de la sociedad. La experiencia histórica demostró que el sistema social resultante era capaz de movilizar una cantidad creciente de recursos que los sistemas de mandato que habían imperado hasta entonces.[6]
El elemento decisivo en las relaciones entre Estado y Capital es el que determina el sujeto soberano, y por tanto quién posee la capacidad de tomar decisiones políticas vinculantes para el conjunto de la sociedad. Esta capacidad hoy por hoy la posee el Estado de forma exclusiva y hace uso de ella en función de sus intereses definidos en términos de poder político, militar, cultural, económico, etc. El monopolio de esta capacidad que disfruta la elite política es la que instituye el principio autoritario del actual sistema de dominación, y por tanto conforma la desigualdad primigenia de la que proceden todas las demás desigualdades: económica, social, etc. De esta desigualdad en la que unos pocos pueden imponerse al resto, llegando a recurrir al uso de la coerción, proceden las jerarquías sociales. En este punto conviene traer a colación lo apuntado por Pierre Clastres pues viene a confirmar todo lo expuesto hasta ahora: “La mayor división de la sociedad, la que fundamenta todas las demás, incluida sin duda la división del trabajo, es la nueva disposición vertical entre la base y la cúspide, es la gran ruptura política entre detentadores de la fuerza, sea ésta guerrera o religiosa, y sometidos a esta fuerza. La relación política de poder precede y fundamenta la relación económica de explotación. Antes de que sea económica, la alienación es política, el poder es anterior al trabajo, lo económico es una derivación de lo político, el surgimiento del Estado determina la aparición de las clases”.[7]
En la actualidad quien manda en la sociedad es el Estado, no el Capital. Hoy el Estado posee una capacidad económica superior a la de cualquier empresa, pues acapara de media más del 50% del PIB en los países occidentales, y en algunos, como los escandinavos, supera el 70% del PIB. El Estado es actualmente el principal poder económico y financiero. A esto hay que sumar la inmensa cantidad de instituciones reguladoras del mercado, de las finanzas y de la economía de las que dispone, sin contar una gran diversidad de empresas que se encuentran bajo control estatal directo. Basta señalar que el Estado español tiene cerca de 3 millones de asalariados a su cargo, lo que hace de él el mayor explotador de mano de obra directa frente a empresas del capitalismo privado como El Corte Inglés que dispone de 120.000 asalariados. Sólo el Pentágono controla una mano de obra total de 5 millones de asalariados, lo que constituye la principal fuente de demanda para la producción capitalista en los EEUU. Pero tampoco hay que olvidar que el Estado desarrolla otra forma de explotación mediante la imposición de tributos que toda su población está obligada a pagar bajo amenaza de sanciones de distinto tipo. El control estatal es tan grande que no puede desempeñarse ninguna actividad económica sin la debida autorización. Todo esto viene complementado por una innumerable cantidad de subvenciones a la empresa privada que mantienen a flote el capitalismo privado, sin olvidar la nacionalización de una gran cantidad de bancos y otras entidades financieras ejecutada por diferentes países como EEUU, Alemania o España, especialmente al comienzo de la crisis financiera mundial.
Además de los recursos humanos, financieros, económicos, materiales y logísticos que el Estado controla directamente se encuentran todos aquellos que también controla y dirige indirectamente por medio de su legislación. Esto desmiente la idea, también socialdemócrata y reaccionaria, de que la economía se encuentra fuera de cualquier control y regulación, de tal manera que las empresas y los bancos operan por encima de los Estados sin ninguna restricción. A esto se sumaría la idea tan manida acerca de la globalización como un gran proceso de desregulaciones, privatizaciones y liberalizaciones que ha acabado con el Estado y ha logrado así imponer una economía y unos mercados mundializados que tienen el control de todos los países.[8]
El Estado es un poder en sí mismo que articula y organiza otros poderes como el militar, económico, político, financiero, ideológico, etc., que hacen de esta institución un sistema de dominación impersonal integrado por una gran diversidad de intereses. El Estado no es un simple instrumento, una maquinaria de coerción al servicio de la clase dominante para oprimir a la clase sometida, sino que también es una realidad en sí y por sí con vida propia y con sus propios y particulares intereses que se definen en términos de poder político, cultural, económico, etc. Por el contrario aquellas teorías y corrientes ideológicas que hacen del Estado un simple instrumento son erróneas. Aquí se inscribe el marxismo que desde un principio consideró al gobierno del Estado moderno una mera junta administradora de los negocios de la clase burguesa.[9] Esta es la noción del Estado, y más concretamente del Estado capitalista, que lo reduce a la condición de maquinaria al servicio del Capital, sin una existencia propia y diferenciada. Sin embargo esto es erróneo, y tal como apuntó Rudolf Rocker el Estado no sólo sirve al Capital sino que también se sirve a sí mismo.[10] A esto hay que añadir que el Estado también se sirve del Capital para conseguir sus propios intereses, como así lo demuestra la gran cantidad de impuestos que las corporaciones capitalistas tributan al Estado, razón por la que al ente estatal le interesa que los beneficios de estas entidades sean los mayores posibles para poder costear sus fuerzas armadas y represivas. Asimismo, el Estado se vale del Capital para penetrar económica y comercialmente otros países y desarrollar su política imperialista mediante la que conseguir recursos de los que carece.[11]
El reformismo de cariz izquierdista encarnado por la socialdemocracia y sus variantes reaccionarias asumió parcialmente la idea de que el Estado es un instrumento susceptible de ser puesto al servicio de la sociedad. Este planteamiento justifica la política reformista de participar en las instituciones del poder establecido con el propósito de gestionarlas bajo un designio diferente que implemente mejoras progresivas y parciales en la sociedad. La implantación de regulaciones, controles y de diferentes organismos supervisores estaría destinada a someter al Capital al interés estatal, y por tanto público. Pero incluso esta perspectiva conducente a mantener el orden establecido, y a justificar la política electoralista del parlamentarismo, fue rechazada por la izquierda revolucionaria que abogaba por la destrucción del Estado capitalista, en tanto en cuanto consideraba que el Estado tiene una existencia propia común al de la clase propietaria, lo que hace ineludible su destrucción y la de las relaciones sociales que le dan sustento al estar organizado y dirigido a la consecución de fines igualmente capitalistas, lo que impide que baste con cambiar su personal para orientar en otro sentido su actividad. El propio Gramsci resumió esta postura con las siguientes palabras: “Las instituciones del Estado capitalista están organizadas para los fines de la libre competencia: no basta cambiar el personal para orientar en otro sentido su actividad”.[12]
Estos planteamientos no son muy diferentes de los sostenidos por Marx a partir de las conclusiones extraídas de la experiencia de la Comuna de París, y que hacía ineludible la destrucción del Estado para la construcción de un orden social sin clases, y juntamente con ello el armamento general del pueblo, el establecimiento de una organización no estatal de la sociedad y la expropiación al Capital sin indemnización para poner los medios de producción al servicio de la clase obrera.[13] Estos planteamientos revolucionarios también pueden encontrarse en una parte de la obra de Lenin, quien ya destacó la importancia de la destrucción del Estado para la realización de la revolución y el desarrollo de una forma de organización social sin Estado.[14]
La socialdemocracia, guiada por su reformismo, hace de la economía una realidad con potestad autónoma y desarrolla una visión economicista que reduce la problemática política y social del sistema capitalista a una mera dimensión económica, de conquista de mejoras parciales e inmediatas que en nada alteran el orden capitalista. El Estado, en su forma capitalista, sería desde esta postura ideológica perfectamente válido para esta tarea gestora en tanto que lo único que cuenta es lo económico al ser tomado por la base de todo. Pero esta formulación que muchos consideran marxista ni tan siquiera lo es en tanto que Marx y Engels la rechazaron al advertir que la infraestructura económica sólo es determinante en última instancia. Tal y como apuntaba Perry Anderson “la secular lucha entre clases queda en última instancia resuelta en el nivel político –no en el económico o cultural- de la sociedad”.[15]
El Estado es el que ejerce el mando sobre la sociedad, y con él toda una compleja elite dominante a la que agrupa e integra en unas estructuras de poder comunes. Esta elite la componen no sólo los empresarios y banqueros, que son una parte pero en modo alguno la más decisiva, sino que también están presentes con un peso relativo mucho mayor los mandos militares y policiales, los jefes de los servicios secretos, los altos funcionarios de los ministerios, los directores de las empresas del capitalismo estatal, los catedráticos y demás profesores de universidad, los jueces, los directores de prisiones, pero también los políticos, los directores de las agencias mediáticas, los intelectuales, las casas reales allí donde las hay, así como los dirigentes sindicales, los líderes religiosos, etc. En la práctica el Capital está integrado, ya sea directa o indirectamente, en las estructuras de poder del Estado del que depende en todo lo esencial al estar sometido a su legislación que lo regula y supervisa. El Estado es, en suma, la organización decisiva que estructura al conjunto de la sociedad y la somete a su autoridad e intereses, mientras que el Capital constituye una parte de esta organización encargada de proveer los medios económicos y financieros precisos para el mantenimiento del Estado y el logro de sus objetivos.
Pero lo verdaderamente preocupante es que los medios del radicalismo político hayan asumido de un modo tan acrítico una posición ideológica, y sobre todo unos axiomas, que pertenecen a la burguesía y a la reacción socialdemócrata, lo que hace que estas fuerzas estén presas antes de comenzar la lucha al pertenecer al campo ideológico del otro, y que por ello mismo estén derrotadas ideológicamente. Si se implantan mentalmente los axiomas ideológicos del enemigo contra el que se quiere combatir ya se está derrotado de antemano, y ese axioma es la imagen distorsionada de un sistema autoritario en el que el Capital es el que manda de un modo todopoderoso, y donde empresarios y banqueros dan las directrices que los aparatos del poder estatal acatan sin rechistar.
La conformación de unas verdaderas fuerzas antisistémicas populares únicamente puede llevarse a término si se desecha la visión del mundo del enemigo, pues su asunción conduce irremediablemente no sólo a incoherencias políticas e ideológicas sino sobre todo a la derrota, y por ello a apuntalar los mitos que sostienen un sistema existencialmente opresivo y regresivo. Cuando esto ocurre la acción no es libre sino que es dirigida por esos mitos, esos axiomas que fueron asumidos sin haber sido sometidos a un análisis y a una reflexión previas, lo que aboca al fracaso y finalmente a la frustración de quien comprueba en la práctica que su acción no debilita ni contribuye a la destrucción de una realidad que niega la libertad y la vida, sino que la conserva y refuerza bajo renovadas formas al ser fuente de constantes réditos políticos para las fuerzas sistémicas. Hoy más que nunca es necesario identificar al Estado como el primer y principal enemigo de la sociedad en torno al que deben converger todos los esfuerzos humanos para su entera destrucción. Texto: Esteban Vidal. Ver: PARTE 1
Notas:
[5] Vale la pena hacer referencia a un texto de Huntington en el que pone de relieve la importancia de la institucionalización de las organizaciones, y sobre todo los efectos de este proceso a largo plazo en la medida en que cada institución busca su propio bienestar y supervivencia a largo plazo. Huntington, Samuel P., Political Order in Changing Societies, New Haven, Yale University Press, 1968, pp. 24-25
[6] Mcneill, William, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1988
[7] Clastres, Pierre, La sociedad contra el Estado, Barcelona, Monte Avila Editores, 1978, p. 173
[8] Sobre esta cuestión ya hemos hablado ampliamente con anterioridad. http://www.portaloaca.com/articulos/anticapitalismo/7526-las-falacias-de-la-globalizacion.html
[9] Marx, Karl y Friedrich Engels, El Manifiesto Comunista, Madrid, Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels, 1996, p. 41
[10] Rocker, Rudolf, Anarcosindicalismo (teoría y práctica), Barcelona, Ediciones Picazo, 1978
[11] En el caso español existe la Compañía Española de Financiación del Desarrollo, dependiente del Ministerio de Economía español, que se ocupa de dar apoyo financiero a proyectos privados españoles en países emergentes donde el Estado español tiene algún interés. Esta labor se ve complementada por otros organismos estatales como el Instituto de Comercio Exterior o el propio Instituto de Crédito Oficial. Equipo Análisis del Estado, Diagrama sobre el Estado español, Madrid, Potlatch, 2014, p. 34
[12] Gramsci, Antonio, Escritos políticos (1917-1933), México, Siglo XXI, 1981, p. 95
[13] Marx, Carlos, La guerra civil en Francia, Madrid, Fundación Federico Engels, 2007
[14] Lenin, Vladimir I., El Estado y la Revolución, Barcelona, DeBarris, 2000
[15] Anderson, Perry, Lineages of the Absolutist State, Londres, NLB, 1974, p. 11