Está muy extendida la vieja y conocida idea socialdemócrata de que es el Capital, compuesto por las élites económicas y financieras junto a sus instituciones bancarias y empresariales, el que da las órdenes al Estado y a sus principales agentes, sobre todo políticos, de tal manera que este no es más que una prolongación de aquel, un instrumento encargado de hacer cumplir la voluntad de empresarios y banqueros. Esta imagen de la realidad, además de ser carca y reaccionaria, está muy extendida en la sociedad y especialmente en los medios del radicalismo político. Sin embargo, un análisis de los hechos concretos nos desvela que es completamente falsa, y que si hoy es socialmente tomada por cierta se debe fundamentalmente a haber sido repetida una y otra vez desde las instancias adoctrinadoras del sistema de dominación vigente.
La afirmación de que el Estado es un simple instrumento del Capital responde a un prejuicio ideológico que hace de la economía el elemento determinante de todos los demás procesos sociales, políticos e históricos. Todo esto no ha hecho mas que confundir consecuencias con causas y presentar una imagen distorsionada de la realidad que, además de ser falsa, está hecha para justificar un discurso político socialdemócrata que es sumamente reaccionario. Este discurso consiste en presentar al Estado ya no sólo como herramienta del Capital, sino como expresión de lo público y por ello una institución encargada de representar a la sociedad, de manera que su finalidad no es otra que la de servirla y legislar en su beneficio. Así es como este discurso político afirma la necesidad de que el Estado se afirme frente al Capital, que lo regule y lo someta al interés público porque es el Capital el que tiene secuestrado al Estado y a las instituciones. De este modo se justifica la política parlamentarista y reformista que exige que la sociedad elija a unos representantes que sepan imponerse a los poderes económicos y financieros, que afirmen el interés público frente al interés privado de los empresarios, banqueros y demás grupos de presión que han secuestrado lo público, y por tanto que hagan de las instituciones oficiales instrumentos de emancipación y de empoderamiento social.
Si estudiamos con detenimiento la historia del Estado moderno veremos que en la actualidad el Capital tiene mucha menos autonomía que hace varios siglos y también décadas, y que por ello está hoy mucho más sujeto al Estado y a sus intereses de lo que nunca antes lo estuvo en la historia. Desde sus comienzos, cuando el poder estatal era relativamente limitado al no disponer del monopolio de la violencia y de otros medios de dominación estratégicos, la dependencia del Estado con diferentes agentes privados representantes del poder económico y financiero era mucho mayor. En la medida en que el Estado no disponía de los medios económicos, materiales y financieros precisos para costear sus instrumentos de coerción se veía en la obligación de negociar y llegar a acuerdos con quienes ostentaban el poder económico, que en aquel entonces se encontraba acumulado en centros dispersos, generalmente redes de ciudades como las que existían entre el norte de Italia y el Canal de la Mancha. En este contexto era relativamente frecuente que las propias ciudades, y consecuentemente los grandes magnates, dispusieran de ejércitos y ofrecieran resistencia a los soberanos territoriales cuyos dominios eran más amplios.
Los primeros elementos capitalistas los encontramos, entonces, en torno a las ciudades al ser focos de acumulación, y en algunos casos de elevada concentración, de medios económicos y financieros que en caso de ser capturados o cooptados podían servir a los fines de los soberanos. Las oligarquías urbanas extendían su poder sobre el hinterland urbano y sobre vastas redes comerciales lo que podía proveerles de una relativamente amplia autonomía política, lo que variaba en función de la posición que ocupase una ciudad, bien como un lugar central o como parte de una amplia red urbana.[1]
A comienzos de la edad moderna era relativamente frecuente el enfrentamiento entre el Estado y un incipiente mercado que progresivamente se extendía a través de las ciudades a un ámbito supralocal o regional y que sólo el Estado, a través de la concentración de medios de dominación política, convirtió en nacional para controlarlo y disponer así de los medios económicos necesarios con los que preparar y hacer la guerra. En cualquier caso fue entre 1400 y 1700 aproximadamente, en el denominado período de mediación, en el que los Estados recurrieron fuertemente a elementos capitalistas formalmente independientes para facilitarles préstamos, para administrar empresas productoras de rentas y para la recaudación de impuestos. Fue una época marcada por la existencia de contratistas que servían de intermediarios entre el Estado y sus súbditos en tanto en cuanto le facilitaban al primero los medios logísticos, materiales, financieros y económicos de los que carecía para ejercer su gobierno y para preparar y hacer la guerra.
Como ejemplo de lo anterior basta señalar que durante este período los Estados se veían obligados a contratar buques comerciales armados para afrontar sus empresas bélicas y sus expediciones de ultramar. De este modo fue como Inglaterra pudo llevar a cabo su expedición a las Indias Occidentales en 1585, pues de un total de 25 barcos sólo 2 habían sido proporcionados por la Corona y únicamente un tercio de los costes totales de equipar la expedición fueron financiados por el gobierno, todo ello a pesar de que el almirante que la comandaba, Francis Drake, tenía facultades de oficial y autorización real. En Francia, por ejemplo, la corona dependía de una extensa red de recaudadores de impuestos que al mismo tiempo ejercían como prestamistas, de forma que esta profesión era al mismo tiempo un gran negocio que estaba al margen de cualquier control gubernamental.[2] La lentitud para recaudar grandes sumas de dinero en tiempo de guerra hacía que el Estado francés tuviera que pagar elevados tipos de interés. Esto provocaba depreciaciones de la moneda y el rechazo al pago de parte de la deuda, unido a otro tipo de acciones arbitrarias contra los prestamistas como podía ser su ajusticiamiento bajo la acusación de ser responsables de los problemas financieros del país, lo que permitía cancelar la deuda y confiscar sus riquezas.
Para el S. XIX la mayoría de los Estados europeos habían desarrollado una administración burocrática que constituía lo fundamental de su estructura organizativa central, y con ella asumieron muchas funciones gubernamentales que hasta entonces habían sido delegadas en los contratistas militares, los arrendadores de impuestos y otros intermediarios independientes.[3] En este proceso los Estados continuaron negociando los créditos, las rentas y la provisión de otros medios materiales, económicos, financieros y logísticos necesarios para la consecución de sus propios intereses a cambio de concesiones a las clases oligárquicas como fue el establecimiento del parlamentarismo, el reconocimiento legal de la propiedad privada en los medios de producción y de la libertad de empresa, el establecimiento de determinados servicios estatales, etc. Hasta entonces los soberanos habían contendido con los mercados y con las clases oligárquicas para conseguir los medios materiales para hacer la guerra, hasta que finalmente las elites políticas optaron por una estrategia fundada en la colaboración que incorporó a las elites económicas y financieras a las tareas de gobierno al mismo tiempo que aumentaron los recursos disponibles al servicio del Estado. En lo que a esto se refiere la implantación del régimen parlamentarista y liberal es una clara consecuencia de esta tendencia histórica.
El Capital, y más concretamente el capitalismo como sistema socioeconómico, es posterior a la existencia del Estado, pues este último no sólo le precede sino que ha sido su principal facilitador. La necesidad del Estado de mejorar las capacidades productivas de la economía para disponer de una cantidad creciente de recursos con los que afrontar sus esfuerzos bélicos propició la formación del capitalismo. En gran medida el nacimiento y, en definitiva, la construcción del Estado explican la aparición y desarrollo del capitalismo en la historia pues sin la intervención estatal que establece la protección jurídica, así como las medidas de seguridad que a nivel represivo sostienen a dicho modelo socioeconómico, no hubieran sido posibles aquellas condiciones que son determinantes para su existencia.
El Estado puso la bases del capitalismo y su formación fue favorecida en interés del propio Estado como medio del poder político para competir con éxito frente a otras potencias en la esfera internacional. Para esta labor resultó necesario la creación de un mercado ampliado, a escala nacional, que permitiera al Estado regular la economía por medio de su legislación y de diferentes medidas proteccionistas. La intervención estatal se manifestó en la protección jurídica del derecho a la propiedad privada en los medios de producción, de manera que se garantizaba al capitalista la posibilidad de acumular riquezas de forma ilimitada, y por otro lado fueron establecidas unas medidas de seguridad que sistematizaron la represión con la aparición de diferentes cuerpos policiales. Junto a estos factores cabe sumar la construcción de unas infraestructuras de comunicaciones que facilitaron el intercambio comercial en los dominios territoriales del Estado y con ello la ampliación del incipiente mercado local y regional a una escala nacional.[4]
La aparición del capitalismo estuvo igualmente vinculada con las revoluciones militares y la formación de los ejércitos permanentes que hicieron posible la aparición del Estado moderno. En este sentido destacaron una serie de cambios y mejoras técnicas en el arte de la guerra que dieron lugar a unas nuevas exigencias militares para el abastecimiento de ejércitos más numerosos y costosos de mantener. La búsqueda de estos recursos para preparar y hacer la guerra no sólo condujeron a la búsqueda de nuevos yacimientos de metales y al acceso a rutas comerciales estratégicas, sino que exigieron el crecimiento del aparato burocrático del Estado y el desarrollo de la técnica para una producción a gran escala. Ver PARTE 2 . Texto: Esteban Vidal.
Notas:
[1] Hohenberg, Paul y Lynn Hollen Lees, The Making of Urban Europe, 1000-1850, Cambridge, Harvard University Press, 1985
[2] Bosher, John F., French Finances, 1790-1795, Cambridge, Cambridge University Press, 1970, p. 305
[3] La guerra, y especialmente las sucesivas carreras de armamentos y revoluciones militares que encarecían la preparación y realización de las grandes campañas bélicas, facilitó la aparición de la gran burocracia estatal que extendió su control directo sobre una creciente cantidad de ámbitos. Sobre esto vale la pena destacar a dos autores fundamentales para comprender la gran tendencia histórica, social, política y tecnológica que guió este proceso marcado por la guerra como principal empresa del Estado: Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Rogers, Clifford J. (ed.), The Military Revolution Debate. Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Boulder, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992
[4] Hintze, Otto, “Economía y política en la época del capitalismo moderno” en Hintze, Otto, Historia de las formas políticas, Madrid, Revista de Occidente, 1968, pp. 263-292. Resulta reseñable la polémica mantenida entre Otto Hintze y Werner Sombart en torno a la cuestión de la formación y desarrollo del capitalismo, pues Sombart, a diferencia de Hintze, sostenía la tesis economicista de que el capitalismo es un sistema autogenerado en el proceso histórico de desarrollo social en el que el Estado no interviene. Esto puede comprobarse a lo largo de toda la obra de Sombart en la que se percibe la ausencia del Estado a la hora de analizar el capitalismo. Asimismo, hay que apuntar que Sombart fue durante un tiempo, a finales del S. XIX, una referencia intelectual de prestigio en el campo del marxismo hasta el punto de que Engels llegó a afirmar que era el único profesor alemán que había entendido El Capital de Marx.
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