El nuestro es un mundo de impunidad. Las acusaciones de corrupción rodearon a la FIFA durante decenios y acabaron, hace dos semanas, con detenciones en masa de altos cargos de la institución. Sin embargo, el presidente de la FIFA, Sepp Blatter, fue reelegido, incluso después de las detenciones. Sí, al final Blatter dimitió, pero sólo después de que él y docenas de miembros de la Federación mostraran una vez más su desdén a la honradez y a la ley.
Vemos esa clase de comportamiento por todo el mundo. Pensemos en Wall Street. En 2013 y 2014, JPMorgan Chase pagó más de 20.000 millones de dólares en multas por infracciones financieras; sin embargo, el director gerente se llevó a su casa 20 millones de dólares de retribución en 2014 y 2015. O pensemos en los escándalos de corrupción en Brasil, España y muchos otros países, en los que los gobiernos siguen en el poder aun después de que se haya revelado un gran nivel de corrupción dentro del partido gobernante.
La capacidad de quienes ejercen un gran poder público y privado para violar la ley y las normas éticas a fin de lucrarse es una de las más flagrantes manifestaciones de desigualdad. Los pobres reciben sentencias a cadena perpetua, mientras que los banqueros que afanan miles de millones reciben invitaciones a las cenas de Estado en la Casa Blanca. Una famosa coplilla de la Inglaterra medieval muestra que no se trata de un fenómeno nuevo:
La ley encierra al hombre o la mujer
que roba un ganso de la dehesa,
pero deja libre al mayor canalla,
el que le roba la dehesa al ganso.
Los mayores ladrones actuales son los que están robando los bienes comunes modernos: saqueando los presupuestos estatales, degradando el medio ambiente natural y aprovechándose de la confianza pública. En el caso FIFA podemos encontrar algunos actores familiares: cuentas bancarias secretas en Suiza y en el paraíso fiscal de las islas Caimán, empresas ficticias, en fin: todos los accesorios financieros concebidos literalmente para proteger a los ricos del examen y de la ley.
En este caso, el FBI y el Departamento de Justicia de los Estados Unidos han cumplido con su deber, pero lo han hecho, en parte, penetrando en los turbios mundos del secretismo financiero creado y protegido por el Congreso y el Tesoro de EE UU. (siempre protectores de los paraísos fiscales del Caribe).
En algunas sociedades y en algunos sectores económicos, la impunidad es ahora tan omnipresente, que se la considera inevitable. Cuando se acaba considerando “normal” de forma generalizada el comportamiento impropio de los dirigentes políticos y empresariales, la opinión pública no lo castiga, lo que refuerza su carácter de normal y crea una “trampa de impunidad”.
La situación en el sector bancario mundial es particularmente alarmante. Un reciente estudio de las actitudes éticas del sector de los servicios financieros de los EE.UU. y del Reino Unido ha mostrado que ahora el comportamiento impropio e ilegal está considerado, en efecto, omnipresente. Un 47 por ciento de quienes respondieron dijo que era probable que sus competidores hubiesen llevado a cabo actividades impropias e ilegales.
Mientras, la generación más joven ha aprendido la lección: el 32 por ciento de los encuestados que llevaban menos de 10 años empleados en el sector financiero dijeron que, si no hubiera posibilidad de que ser detenidos, aprovecharían su información privilegiada para ganar 10 millones de dólares.
Sin embargo, no todas las sociedades ni todos los sectores están presos en una trampa de impunidad. Algunas sociedades –las más destacadas de las cuales son las escandinavas– mantienen la esperanza de que los funcionarios públicos y los dirigentes empresariales actúen ética y honradamente. En esos países, los ministros se ven obligados a dimitir por infracciones menores que en otros países parecerían triviales.
La de convencer a los ciudadanos americanos, rusos, nigerianos o chinos de que la corrupción se puede en verdad controlar podría parecer una tarea fútil, pero el objetivo es digno del empeño, porque la evidencia resulta abrumadora: la impunidad no es sólo moralmente nociva, sino también económicamente costosa y profundamente corrosiva para el bienestar.
Estudios recientes han mostrado que, cuando existe una “confianza generalizada” en la sociedad, los resultados económicos son mejores y la satisfacción vital es mayor. Entre otras razones, resulta más fácil concertar acuerdos comerciales y aplicarlos eficientemente. No es casualidad que los países escandinavos figuren entre los más felices y prósperos del mundo año tras año.
Así, pues, ¿qué se puede hacer para superar la trampa de la impunidad? Una parte de la respuesta es, naturalmente, la imposición de la observancia de la ley (como en el caso de los procesamientos de la FIFA) y la protección de los denunciantes. Sin embargo, no basta; las actitudes públicas también desempeñan un papel importante.
Si el público expresa desprecio y repugnancia por los banqueros que engañan a sus clientes, por los ejecutivos de empresas petroleras que destrozan el clima, por los funcionarios de la FIFA que respaldan las comisiones ilegales y los políticos que adulan a todos ellos a cambio de fondos para campañas electorales y sobornos, la ilegalidad para unos pocos no puede llegar a ser la norma. El desdén público tal vez no pusiera fin inmediatamente a la corrupción, pero puede hacer menos agradable la vida de los que están robando los bienes públicos a todos los demás.
Aun así, podemos formular una pregunta aún más sencilla. ¿Por qué son agasajados esos mismos banqueros por el presidente Barack Obama, invitados a brillantes cenas de Estado y reverentemente entrevistados por los medios de comunicación? Lo primero que una sociedad puede y debe hacer es denegar la respetabilidad a los dirigentes políticos y empresariales que abusan deliberadamente de la confianza pública. Texto: J. Sachs.
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