12 abr 2016

La solución fascista en el liberalismo contemporáneo

Que Estados Unidos y la Unión Europea hayan apoyado a grupos fascistas en Ucrania para efectuar un golpe de Estado no es algo que deba sorprendernos. La “solución fascista” forma parte de la naturaleza del capitalismo dominado por los monopolios, del imperialismo, y se manifiesta cuando en medio de graves crisis económicas y sociales por la aplicación de políticas neoliberales el sistema capitalista en su conjunto queda atascado, sin perspectivas de recuperación a menos de cambios radicales, inaceptables para una clase dominante que no le repugna ser “aprendiz de brujo” y está dispuesta a utilizar o a dejarse utilizar por los fascistas para desviar hacia sus intereses la inevitable explosión social, como fue el caso en los años 30 del siglo pasado y lo es actualmente.
El objetivo básico de la burguesía que construyó el capitalismo industrial nacido en el siglo XIX siempre fue el de instaurar un capitalismo puro, de mantener a los trabajadores y a gran parte de la sociedad en la miseria para poder acumular el máximo de riquezas y poderes. Así fue la historia del capital en toda Europa, comenzando por Gran Bretaña, donde la brutalidad de ese imperio colonial se manifestó tanto en las matanzas de cientos de miles o millones de civiles en varios continentes que resistieron a ser dominados para alimentar el comercio de esclavos, ¿lo recuerdan?, o para ser sometidos a la explotación colonial, pero también en las guerras para ampliar o mantener el imperio mientras en las ciudades fabriles inglesas se sumía en la más abyecta miseria a la clase trabajadora (¿Hay que releer a Dickens?). Esto es válido para la historia del capitalismo y del imperialismo estadounidense, japonés, etcétera. Todo se ha hecho en las últimas décadas, en la era del neoliberalismo triunfante, para borrar de la historia y del pensamiento de las clases trabajadoras y de los pueblos las largas, duras y frecuentes luchas de los trabajadores, las reivindicaciones laborales y sociales formuladas por los socialistas (los de antes, no los de ahora), anarquistas, cristianos y comunistas, y de los grupos sociales esclarecidos de la pequeña burguesía y hasta de la burguesía que con ánimos de fraternidad, solidaridad y justicia buscaron limitar la brutal explotación y obtuvieron, a partir de la primera mitad del siglo XIX en Europa y en Estados Unidos, las primeras mejoras en las terribles condiciones de trabajo, de salario y vivienda. Esta larga introducción busca recordar que lo que puso frenos a la constante tendencia del capital a destruir las sociedades que él mismo construía para poder desarrollar sus mercados internos –un aspecto esencial para la reproducción del capital y las posibilidades de alcanzar los mercados externos para obtener rentas-, fue la lucha de las clases trabajadoras a nivel nacional e internacional. El efímero período histórico, las tres décadas de van de 1945 a 1975, en que el capitalismo industrial significó progresos económicos y sociales para la clase trabajadora, principalmente en los países del capitalismo avanzado, fue el resultado de: a) la victoria de la Unión Soviética ante el nazismo y su desarrollo social y económico, que la ubicó como alternativa al sistema capitalista; b) en Estados Unidos la acumulación de fuerzas sindicales radicalizadas por la Gran Depresión, con movimientos sociales y políticos progresistas que lograron obtener cambios y progresos sociales y económicos. Esta correlación de fuerzas a nivel internacional (la Unión Soviética, un “campo socialista” en Europa Central y del Este, fuertes movimientos sindicales y políticos dirigidos por socialistas y comunistas en Europa Occidental, la Revolución China) también permitió que comenzara la descolonización en África, Asia y el Oriente Medio. En definitiva, la breve era del Estado benefactor o los “treinta años gloriosos”, así como la era de la descolonización, fueron victorias arrancadas a las clases capitalistas del imperialismo de turno y de sus aliados gracias a una extraordinaria (y breve) correlación de fuerzas a nivel de las luchas de clases a nivel nacional e internacional. 

Fascismo antes, fascismo ahora

El fascismo está levantando su cabeza en todos los países del sistema capitalista avanzado, y también en su periferia cercana, como en el caso europeo. De ahí la importancia de explorar las razones por las que, cuando las fases de liberalismo a ultranza provocan graves crisis económicas, sociales y políticas que debilitan o alcanzan a destruir las bases sobre las cuales se asientan y se construyen las sociedades, surgen estos movimientos fascistas. Tal fue el caso en Italia y en un elevado número de países europeos, entre ellos Alemania y Japón, entre los años 20 y 30 del siglo pasado. 
No faltan en Ucrania los ingredientes económicos, políticos, ideológicos y sociales para explicar el surgimiento de los violentos grupos de choque fascistas, neonazis o ultranacionalistas. Pero ese país no es un caso único, ya que existen situaciones similares en casi todos los países europeos que hace poco más de dos décadas fueron empujados a pasar sin transición del socialismo (cargado de deficiencias que en parte explican su derrumbe) a un neoliberalismo radical diseñado por el imperialismo estadounidense y sus aliados europeos, la llamada “terapia de choque” ejecutada por el Fondo Monetario Internacional (FMI).  Todo el peso de esta radical y brutal “terapia de choque” recayó sobre las sociedades, desestabilizándolas, atomizándolas por la disminución o desaparición de las instituciones que contribuían a mantener o crear los lazos sociales, como consecuencia del desempleo y la exclusión económica y social. En concreto, han sido y siguen siendo las mujeres, los hombres, los niños y los ancianos de esos países las victimas principales de estas políticas, porque quedaron totalmente desamparados ante el planificado derrumbe económico y la disminución o privatización de los programas y servicios estatales.

Muerte del liberalismo económico y la “solución fascista”

Pero los ingredientes para la “solución fascista” están también muy presentes en los países de la Unión Europea (UE) y de la Zona Euro, ya que en prácticamente todos ellos se constata un visible ascenso de fuerzas políticas de ultra derecha que por su contenido ideológico y sus programas políticos pueden ser consideradas como formando parte de la “nebulosa neo fascista”, al punto que por la vía electoral han llegado a los parlamentos e incluso a coaliciones de gobierno, y cuya representación actual en el Parlamento de la UE puede aumentar significativamente en las elecciones previstas para finales de mayo próximo.
Pero entender el momento actual, porque desentraña “la solución fascista” como la salida del capital ante “la muerte del liberalismo económico”, es muy útil referirse el húngaro Karl Polanyi, estudioso de las ciencias sociales y la historia de la economía, autor de varios escritos durante los años 30 y 40, en pleno ascenso del fascismo, y en 1944 de su libro “La Grande Transformation” (Gallimard, 1983). La visión de Polanyi importa porque actualmente, como hace casi un siglo, estamos ahora en plena “muerte del liberalismo económico”, o sea cuando finalmente llega el momento “en que el sistema económico y el sistema político estarían el uno y el otro amenazados de parálisis total. La población tendría miedo, y el papel dirigente recaería por fuerza en aquellos que ofrecen una salida fácil, no importa cuál fuese el precio final. Los tiempos estaban maduros para la solución fascista” (1). En el capítulo “La historia en el engranaje del cambio social”, Polanyi escribe que “si jamás un movimiento político respondió a las necesidades de una situación objetiva, en lugar de ser la consecuencia de causas fortuitas, ese bien fue el fascismo. Al mismo tiempo, el carácter destructor de la solución fascista era evidente (porque) proponía una manera de escapar a la situación institucional sin salida que era, en lo esencial, la misma en un gran número de países, y sin embargo, ensayar ese remedio era diseminar por doquier una enfermedad mortal. Así mueren las civilizaciones”. Seguidamente apunta que se puede describir la solución fascista al impasse en el cual se metió el capitalismo “como una reforma de la economía de mercado realizada a costa de la extirpación de todas las instituciones democráticas, a la vez en el terreno de las relaciones industriales y en el campo político. El sistema económico que corría el riesgo de un rompimiento debería así recuperar vida, mientras que las poblaciones serían ellas mismas sometidas a una re-educación destinada a desnaturalizar al individuo y a convertirlo en incapaz  de funcionar como unidad responsable del cuerpo político” (Pág. 305). Polanyi añade que “la aparición de un movimiento de este tipo en los países industriales del mundo, e incluso en cierto número de países poco industrializados, no debería haber sido jamás atribuida a causas locales, a mentalidades nacionales o a herencias históricas, como los contemporáneos lo hicieron con mucha constancia”, subrayando que el fascismo tenía poco que ver con la primera Guerra Mundial o el Tratado de Versalles, y que hizo su aparición tanto en países vencidos como entre los vencedores, en países de “raza” aria como no aria, en naciones de tradición católica como protestante, en países de culturas antiguas o modernas, y que en realidad “no existía ningún tipo de herencia -de tradición religiosa, cultural o nacional- que hacía un país invulnerable al fascismo, una vez reunidas las condiciones para su aparición” (Págs. 305-306)

¿Cuáles son las condiciones que permiten la aparición del fascismo?

Polanyi, que vivió y analizó esa época, escribe que era sorprendente el ver cuán poca relación existía entre la fuerza material y numérica de los fascistas y su eficacia política: “aunque tuviera la habitud de ser seguido por las masas, no era el número de sus adherentes lo que atestaba su fuerza potencial, sino más bien la influencia de las personas de alto grado de las cuales los dirigentes fascistas habían conquistado los favores: ellos podían contar con su influencia sobre la comunidad para protegerlos contra las consecuencias de una revuelta abortada, lo que descartaba los riesgos de revolución”. Un país que se aproximaba de la fase fascista presentaba ciertos síntomas, y entre ellos no necesariamente figuraba la existencia de un movimiento propiamente fascista. Pero Polanyi subraya que eran perceptibles otros signos al menos tan importantes: “la difusión de filosofías irracionales, de una estética racial, de una demagogia anticapitalista, de opiniones heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos, una denigración general del “régimen”, no importa cual fuera el nombre dado a la organización democrática existente”. Y recuerda que Adolf Hitler fue catapultado al poder “por el clan feudal que rodeaba al presidente Hindenburg, así como Benito Mussolini y Primo de Rivera fueron instalados en sus puestos por sus soberanos respectivos. Por lo tanto Hitler podía apoyarse en un vasto movimiento; Mussolini, en uno pequeño; Primo de Rivera no tenía apoyo alguno. En todos los casos no hubo una verdadera revolución contra la autoridad constituida; la táctica fascista era invariablemente la de un simulacro de rebelión que tenía el acuerdo tácito de las autoridades, las cuales pretendían haber sido desbordadas por la fuerza” (Pág. 307). Desde los años 30, según Polanyi, el fascismo era una posibilidad política siempre lista para ser usada, una reacción casi inmediata en todas las comunidades industriales. Y más adelante señala que no existía un criterio general del fascismo, que tampoco poseía una doctrina en el sentido ordinario del término: “Empero, todas esas formas organizadas presentaban un rasgo definitivo, la brusquedad con la cual aparecían y desaparecían para estallar con violencia después de un período indefinido de latencia. Todo eso concurre a la imagen de una fuerza social en la cual las fases de crecimiento y declive siguen la situación objetiva. Eso que nosotros hemos llamado, para ser breves, una “situación fascista”, no era otra cosa que la ocasión típica de victorias fascistas fáciles y totales. De golpe, las formidables organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores y de otros abnegados partidarios de la libertad constitucional se dispersaban y los minúsculos grupos fascistas barrían lo que hasta entonces había parecido una fuerza irresistible de los gobiernos, de los partidos, de los sindicatos democráticos. Si una ‘situación revolucionaria’ se caracteriza por la desintegración psicológica y moral de todas las fuerzas de resistencia, al punto que un puñado de rebeldes armados sumariamente son capaces de tomar por la fuerza las ciudadelas consideradas como inconquistables de la reacción, entonces la ‘situación fascista’ es totalmente paralela, a no ser que, en ese caso, son los bastiones de la democracia y de las libertades constitucionales que fueron arrasados; sus defensas eran de una insuficiencia también espectacular”. En Prusia, en julio de 1932, -continúa el intelectual húngaro-, el gobierno legal socialdemócrata, atrincherado en la sede del poder legítimo, capitula ante la simple amenaza de violencia inconstitucional proferida por Her von Papen. Unos seis meses más tarde, Hitler toma pacíficamente posesión del poder, de donde él lanza rápidamente un ataque revolucionario de destrucción global contra las instituciones de la República de Weimar y los partidos constitucionales. Imaginar que es la potencia del movimiento lo que creó situaciones como éstas, es pasar al lado de la lección primordial de las últimas décadas” (Pág. 308). Más adelante Polanyi destaca que en su lucha por el poder político, el fascismo se otorga completa libertad para “descuidar o utilizar las cuestiones locales, a su voluntad. Su objetivo trasciende el marco político y económico; es social. Él pone una religión política al servicio de un proceso de degeneración. En su período de ascenso, no excluye de su orquesta que muy raras emociones; pero, una vez vencedor, él no deja subir a su carro de la victoria que un muy pequeño número de motivaciones, motivaciones muy características.  Si no hacemos una neta distinción entre su seudo-intolerancia en la ruta hacia el poder y su verdadera intolerancia cuando están en el poder, no hay mucha esperanza de poder comprender la diferencia sutil, pero decisiva, que existe entre el simulacro de nacionalismo de ciertos movimientos fascistas en el curso de la revolución y el no-nacionalismo específicamente imperialista que abrazaron después de la revolución” (Pág. 331). Es así que la “solución fascista” parece ser una consecuencia inevitable del atascamiento del “sistema de mercado” en los ocasos imperiales. En el ocaso imperial británico, que ocurre con la primera Guerra Mundial, entra en crisis el sistema de mercado, el laissez-faire, y como nos recuerda Polanyi “el papel jugado por el fascismo estuvo determinado por un único factor, el estado del sistema de mercado. En el curso del período 1917-1923, los gobiernos pidieron ocasionalmente la ayuda de los fascistas para restablecer la ley y el orden: no era necesario nada más para hacer funcionar el sistema de mercado. El fascismo se mantuvo embrionario. En el curso del período 1924-1929, cuando el restablecimiento del sistema de mercado parecía asegurado, el fascismo se borra totalmente en tanto que fuerza política (salvo en Italia, como Polanyi señala más adelante). Después de 1930, la economía de mercado entra en crisis, y en crisis general. En pocos años el fascismo deviene una potencia mundial” (Pág. 312).

El corporativismo como solución al impasse del capitalismo en los años 30

A partir de los primeros años de la década de 1930 el fascismo y su política corporativista pasaron a ser “la” solución capitalista al derrumbe de la sociedad de mercado en Alemania, Italia y luego en otros países europeos, al punto que esta “solución” que salvaba el capitalismo industrial despertó mucho interés en los círculos de poder político de otra buena cantidad de países, incluyendo a figuras políticas en Gran Bretaña y EE.UU. En definitiva, extirpando la democracia y la libertad de todas las instituciones políticas, industriales y sociales el fascismo permitió la continuidad del capitalismo industrial basado en la explotación del trabajo asalariado, y en Alemania, Italia y Japón liberó las fuerzas de la expansión imperial, de la conquista de países y regiones enteras. El fascismo fue imperialista, racista, anticomunista y brutal a más no poder, pero en lo económico su corporativismo basado en un concordato entre el Estado, las grandes industrias, los bancos y los sindicatos bajo control fascista, durante un muy breve lapso de tiempo creó empleos y alejó de las masas que podían ver una alternativa en el socialismo el temor al desempleo y a la miseria. El desarrollo de las infraestructuras, el aumento de la producción militar y de todos los sectores destinados a concretar los planes de guerra para una expansión imperial desarrolló la capacidad industrial y enriqueció a los grandes capitalistas. Las grandes fortunas que los capitalistas amasaron con el desarrollo económico y las industrias de la maquinaria de guerra de Alemania, Italia, Japón (y en Francia bajo el régimen pro-nazi del Mariscal Petain) están ahí, más poderosas que nunca porque en su mayor parte no fueron tocadas. Ilustraciones: Josep Renau. Texto: Alberto Rabilotta. Notas: 1.- Citas del libro de Karl Polanyi, 'La Grande Transformación', de ediciones Gallimard, 1983, traducidas al español por el autor del artículo. La primera corresponde a la página 304. En las siguientes citas el número de la página figura al final de cada párrafo citado.



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