Cuando el primer ministro Harold Wilson anunció la voluntad de su Gobierno de negociar el ingreso de Gran Bretaña en la entonces Comunidad Europea aseguró que estaba convencido de que el balance final de esa incorporación sería muy positivo para su país desde el punto de vista económico. Pero añadió: “El argumento político es aún más fuerte”. ¿Es eso aún cierto? ¿Existe por encima de todo en Europa un argumento político que implique la Unión? Mejor aún, ¿ese argumento político a favor de la Unión incluye un modelo de sociedad, el modelo europeo de sociedad solidaria y de progreso?
Los argumentos políticos han sido siempre los más fuertes o, por lo menos, los más esgrimidos, para la ampliación y la integración europea. Por orden de importancia, siempre se colocó en primer lugar el logro de una comunidad europea pacífica, capaz de cooperar, en lugar de enfrentar y competir deslealmente, como había sucedido a lo largo de muchos y violentos siglos, hasta culminar en las dos guerras mundiales.
El segundo argumento fue siempre el convencimiento de que la Unión aumentaría el poder y la influencia de Europa en el mundo, con su propio modelo de sociedad, distinto al norteamericano y al soviético. Un modelo de sociedad que proporcionaría a sus ciudadanos cotas razonables de prosperidad y de seguridad, que solo podrían ser garantizadas si se mantenía, precisamente, ese poder y esa influencia.
Así nació también la idea de una moneda única, el proyecto más importante de esa Unión, porque implicaba la mayor cesión de soberanía hecha hasta entonces por los Estados nacionales. Los papeles oficiales y los dirigentes que impulsaron aquel ambicioso plan siempre hablaron del euro como el instrumento “capaz de ofrecer más prosperidad y trabajo a los europeos”. La moneda no vería la luz para favorecer sólo un mercado único, un propósito demasiado limitado, sino para reforzar las señas de identidad de esa sociedad. Para lograr poder, influencia, prosperidad y trabajo.
Trece años después de la aparición física del euro, el 1 de enero de 2002, no se puede decir que el argumento haya triunfado y que los ciudadanos perciban una Unión Europea más homogénea, capaz de ofrecer más prosperidad y trabajo. Más bien, esa idea está quedando hecha trizas en una parte importante de la Unión, y no se trata solamente de Grecia y otros países del sur.
Ese es un grave problema, quizás el principal problema al que se enfrenta la idea de Europa, el proyecto de unidad europea, desde su fundación: la sospecha de que la creación del euro se hizo desde el primer momento de una manera defectuosa, porque se puso en pie una moneda nada flexible que solo podría sobrevivir con una extraordinaria flexibilización del mercado laboral europeo, un movimiento que se tendría que implantar muy rápidamente y pasando casi por encima de los parlamentos nacionales.
La moneda única, se podría pensar, no solo suponía ceder la soberanía monetaria de los países miembros en un órgano común, el Banco Central Europeo, sino que limitaba la capacidad democrática de esas sociedades en muchos y fundamentales aspectos de su vida política. Otmar Issing, el miembro del Consejo de Dirección del Bundesbank que pasó directamente a ser el primer Economista en Jefe del BCE, adelantó muy bien la situación en una conferencia que pronunció en Fráncfort, en 1999. Issing se preguntaba si era posible una unión monetaria a largo plazo sin unión política. “Los peligros son fáciles de identificar. El más evidente, la actual falta de flexibilidad del mercado del trabajo”, respondía. Esa rigidez laboral, unida a los incentivos “mal orientados” que proporciona la Seguridad Social y el Estado de Bienestar, sería incompatible con la moneda única. La política monetaria de la Unión no podrá luchar contra el paro. Por eso, escribió, negro sobre blanco, Otmar Issing: "Los llamamientos a una Europa social van en una mala dirección”. La Europa social solo podría poner en peligro la moneda única.
La pregunta sigue siendo la misma. ¿Es eso cierto? ¿Tenía razón Issing? ¿Es incompatible el euro con la exigencia de una Europa social? Se equivocarían mucho los dirigentes europeos si pensaran que no existe ninguna urgencia en dar respuesta a esa pregunta. Leer también: Hablando de democracia
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