El Estado es un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del “orden” que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases. Vivimos sin embargo un tiempo en que, a decir de muchos, ya no hay clases sino a lo sumo ciudadanía, quizá enfrentada a una casta que se habría apoderado del Estado para su provecho. Bastaría entonces quitar a la casta para poner honrados ciudadanos en su lugar para que el Estado ejerciera su natural función benéfica a favor del conjunto de la ciudadanía.
El asalto a las instituciones, la regeneración democrática, y otras martingalas por el estilo hallarían así justificación; vayamos a votar entonces, coloquemos democráticamente, mediante las urnas, a líderes honrados al frente del Estado, y veremos florecer una nueva política para la gente, no para los mercados. No descubriremos nada a nadie si afirmamos que el democrático asalto a las instituciones estatales por parte de algunos antiguos enemigos del orden (mano a mano con muchos viejos partidarios del poder absoluto del Estado más o menos rojo) supone el enésimo intento del sistema capitalista por renovarse, dotándose de un rostro más amable y llevadero. Que todo cambie para que todo siga igual. Sumidos en una crisis sin precedentes que priva a millones explotados de nuestro único derecho (esto es: ser explotados, trabajar), los modernos mercaderes de ideología izquierdista creen haber encontrado la fórmula que resuelva nuestros problemas: El Estado, controlado por ellos mismos, pondrá coto a los excesos del capital, lo regulará, defenderá a los indefensos y se pondrá al servicio de los de abajo; sólo hace falta regenerar la democracia, secuestrada por una élite insensible a los sufrimientos del pueblo y aliada de los banqueros, construir una “democracia de la gente” y que dejen de decidir “los mercados”. Así regenerado el Estado democrático se transformará en instrumento al servicio de la gente corriente frente a los abusos del poder económico. La realidad es más compleja que las simplificaciones de los regeneradores de la democracia y no admite soluciones como poner al mando del aparato estatal nuevos líderes, que desarrollarán nuevas políticas que favorecerán a los de abajo y no a los de arriba. El problema central es la naturaleza misma del aparato estatal. No se trata de una cuerda que serviría tanto para ahorcarse como para escalar montañas: no es un objeto neutro apto para diversas funciones dependiendo de en qué manos caiga y el fin que se persiga. El Estado es una estructura organizativa (en primer lugar, la organización de la represión. ¿Es concebible un Estado sin policía, sin cárceles?) diseñada para mantener la explotación de una clase en beneficio de otra. Es una máquina de opresión, surgida como la conocemos en los albores del capitalismo y perfeccionada con cada crisis, con cada ciclo de crecimiento, con cada recesión y, sobre todo, con cada intento de rebelión y ruptura por parte de los explotados. Como tantas veces antes, es necesario decir la verdad frente a las mistificaciones de la democracia. El Estado es y seguirá siendo lo que siempre ha sido: un instrumento de dominación. El Estado democrático es el instrumento de dominación más perfeccionado que la clase dominante posee para garantizar su orden y mantener vivo su sistema. El llamamiento a la participación masiva en la vida democrática es un llamamiento a que los explotados nos hagamos partícipes de nuestra propia explotación y miseria, de nuestra propia desposesión, colaborando en el sostenimiento de la dominación. Nos presentan nuevamente, como tantas veces antes a lo largo de la historia, falsas alternativas ante las que deberíamos tomar partido. Mercado o Estado. Dictadura o Democracia. Estas supuestas dicotomías dejan en pie lo esencial y falsean el problema. Mercado y Estado son dos caras de la misma moneda, dos aspectos del mismo sistema de dominación que no pueden existir independientemente. El Estado es el brazo armado del mercado, del capital. No es ni puede ser árbitro imparcial en los conflictos sociales, ni proveedor desinteresado de servicios, ni garante de derecho alguno. A su vez la democracia es la forma predilecta del Estado capitalista en la mayoría de escenarios históricos; las formas abiertamente dictatoriales entran en escena obligadas por la necesidad imperiosa del capital de imponer a sangre y fuego la paz social, sin las restricciones formales de la democracia (aunque debemos señalar que los modernos Estados democráticos tienen hoy infinitamente más poder que los totalitarismos de antaño). En determinadas circunstancias el Estado puede liquidar a la antigua clase explotadora para erigir una nueva, siempre manteniendo lo esencial: la explotación y opresión de una clase por otra. Para los explotados y oprimidos lo esencial nunca cambia, y poco importa si la explotación se lleva a cabo en beneficio de una élite burguesa al frente de las grandes corporaciones o en beneficio de una élite burocrática al frente de un Estado “socialista”. La explotación permanece, y la maquinaria represiva del Estado siempre está ahí para quien se rebele contra ella. Pretender tomar el Estado, sea por la vía democrática de las urnas y los votos o por la vía de las armas, para cambiar su función es marear la perdiz y es engañar a quien se deje. No se puede transformar una picadora de carne en un triciclo; no se puede transformar el Estado en una estructura que trabaje para los explotados. Para los explotados la única salida es siempre acabar con la explotación, y esto pasa por la destrucción del Estado. Nos encontramos una vez más ante un intento de dotar al capitalismo de un rostro más amable y más humano. Precisamente en un momento en que el capitalismo muestra, con más crudeza si cabe, lo que es y lo que tiene que ofrecer a la humanidad. Precisamente por eso, porque el capitalismo en crisis ya crónica no tiene nada que ofrecer, todo intento de remozar su fachada supone una defensa in extremis de un cadáver andante que caminando ciegamente hacia ninguna parte nos arrastra con él al abismo. Esta última defensa del capitalismo, un sistema que sólo se mantiene en pie porque no hay nadie que le dé una patada en la boca, es un engaño a los explotados y un regalo para los ricos. Es engañar a los explotados diciéndonos: esto no es un problema de sistema, es un problema de personas, ponednos a los buenos y todo irá bien. No podemos evitar pensar que si votar sirviera para algo hace tiempo que estaría prohibido. Y es justamente en los países donde el capitalismo es más fuerte, los centros neurálgicos del capital, donde la democracia reina sin apenas sobresaltos. Nos engañan y nos engañamos si creemos que algo sustancial puede cambiar mediante votos, urnas, parlamentos y cambios de gobierno. Nos engañan si pensamos que esto es un asunto de formas del aparato estatal, que con más participación, más “derechos”, más democracia se soluciona algo. Si nos permiten participar es porque haciéndonos participar nos hacemos cómplices de nuestra propia explotación y opresión; si nos permiten participar más es porque haciéndonos participar más nos hacemos más cómplices si cabe. La situación que vivimos, en la que la crisis del capital golpea con fuerza la vida de cada uno de los explotados (y no desgranaremos aquí los detalles, de sobra conocidos), no es un problema de personas ni de malas políticas. Con independencia y más allá de discusiones sobre el origen y naturaleza de la crisis, las recetas que el capital y sus ideólogos son bien conocidas: reducción de salarios, reducción de puestos de trabajo, intensificación de la explotación (aumento de la productividad), adelgazamiento del aparato estatal (desmantelamiento del llamado “Estado del bienestar”), intensificación de la obra de destrucción de todo lo vivo (comunidades humanas, ecosistemas, especies…). Y no hay más, porque no puede haber más. Lo que izquierda y derecha, dos lomos de un mismo perro, se disputan es el control del Estado para la gestión de la crisis del capitalismo. Unos pretenden amortiguar sus devastadores efectos sobre determinadas capas sociales (en particular, sobre una pretendida “clase media” en peligro de extinción) mediante el mantenimiento del Estado “social” y el control de algunos mecanismos de “los mercados” que consideran perniciosos. Los otros, seguramente más realistas, pretenden intervenir en los mercados para insuflarles nueva vida mediante “estímulos”, manteniendo las funciones esenciales del Estado (represión, intervención en la economía) y desechando las consideradas superfluas. La economía capitalista, “los mercados”, no puede existir sin Estado. Estado y mercado son dos caras de la misma moneda. El Estado capitalista no puede subsistir mucho tiempo sin democracia, sin las falsas alternativas de izquierda/derecha, sin la apariencia de participación y elección, siempre restringida a lo económicamente rentable y políticamente asumible por el sistema. Si bien en determinadas circunstancias tiene que recurrir al totalitarismo descarnado (tanto da que se llame fascismo, socialismo real o se recubra de democracia formal) presentar falsas salidas, hacer a los desposeídos participar, ofrecernos la ilusión de que nosotros decidimos algo, es esencial para un funcionamiento adecuado de la máquina Capital-Estado. En estas falsas alternativas que la democracia nos presenta siempre queda en pie lo esencial: la explotación, la alienación, la desposesión de nuestras propias vidas, y el omnipresente Estado. Mientras unos y otros partidos se disputan el control del Estado para una mejor gestión de la crisis del Capital, mientras se preparan elecciones paralizantes en las que no se elige realmente nada (las verdaderas decisiones ya están tomadas y se toman en otra parte), el capital sigue su marcha. Las condiciones de supervivencia de los desposeídos no hacen sino empeorar, y seguirán empeorando en los próximos años. Pese a los sueños de una “clase media” venida a menos que vio en los buenos años de la burbuja inmobiliaria la encarnación de las promesas capitalistas de una vida apacible y vacía llenada con consumo alimentado con crédito a chorro, esos tiempos no volverán; afortunadamente. Los más lúcidos ideólogos del capital lo tienen claro: los desposeídos debemos amoldarnos a la nueva situación, acostumbrarnos a vivir con menos, ajustar nuestro “estándar de vida”. Simultáneamente y en clara relación, se está produciendo una concentración acelerada de riqueza en cada vez menos manos. Para ello, la tarea de devastación del capitalismo sobre el planeta continúa, intensificándose: una destrucción masiva, intensiva, a alta velocidad de todos los ecosistemas de la tierra. Devastación que, cada uno en su barrio, en su pueblo, en su vida cotidiana seguramente no puede apreciar en su conjunto y que está haciendo desaparecer a marchas forzadas las condiciones que hacen posible la vida humana (y no sólo ésta) sobre la tierra. No pintamos apocalipsis; todas las instituciones, ONGs, etc. dedicadas a esto lo saben (se habla, y con razón, de una gran extinción de proporciones comparables a la que acabó con los dinosaurios). Lo que no pueden decir es que esta devastación está causada por un sistema irracional, depredador y demente, el capitalismo. Y lo que en ningún caso pueden hacer es buscar una solución, porque esta solución pasa ineludiblemente por la destrucción total y absoluta, sin dejar nada en pie, del sistema capitalista en su conjunto. Neguémonos entonces a entrar en su juego y al menos llamemos a las cosas por su nombre, rechazando las alternativas falsas que se nos presentan. La democracia es esto, y cualquier perfeccionamiento del Estado democrático atiende a las necesidades del capital, no a las de “la gente”. Al avance totalitario del Estado democrático, del que las innumerables medidas represivas con que los gobernantes nos obsequian a diario es una simple prueba, no podemos oponer “más y mejor democracia” sino la destrucción del aparato estatal en cualquiera de sus formas. Es un proyecto más ambicioso y arriesgado, sin duda, que al menos merece la pena.
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