Un principio rector de la teoría de las relaciones internacionales es que la mayor prioridad del Estado es garantizar la seguridad. Según la fórmula aceptada de George F. Kennan, estratega de la guerra fría, el gobierno es creado para garantizar el orden y la justicia en el interior y proveer a la defensa común. Parece una proposición plausible, casi evidente por sí misma, hasta que miramos más de cerca y preguntamos: ¿seguridad para quién?
¿Para la población en general? ¿Para el poder del Estado mismo? ¿Para los sectores dominantes? Según a lo que nos refiramos, la credibilidad de la proposición varía de desdeñable a muy alta. La seguridad para el poder del Estado está en el punto más alto, como ilustran los esfuerzos de los estados por protegerse del escrutinio de sus propias poblaciones. En una entrevista en la televisión alemana, Edward J. Snowden señaló que su momento de decisión llegó cuando vio al director de inteligencia nacional, James Clapper, mentir abiertamente bajo juramento en el Congreso, al negar la existencia de un programa de espionaje interno dirigido por la Agencia de Seguridad Nacional. Snowden explicó: 'El público tenía derecho a saber de esos programas'. 'A saber lo que el gobierno hace en su nombre, y lo que hace en contra del público'. Lo mismo pudieron haber dicho con justicia Daniel Ellsberg, Chelsea Manning y otras valerosas figuras que actuaron con base en al mismo principio democrático. La postura del gobierno es muy diferente: el público no tiene derecho a saber, porque de ese modo se vulnera la seguridad… en grado severo, afirma. Existen varias razones para tomar con escepticismo esa respuesta. La primera es que es casi por completo predecible: siempre que se expone un acto del gobierno, éste por reflejo aduce la seguridad. Por tanto, la respuesta predecible conlleva poca información. Una segunda razón para el escepticismo es la naturaleza de la evidencia presentada. John Mearsheimer, especialista en relaciones internacionales, escribe: “En un principio, de modo nada sorprendente, el gobierno USA sostuvo que el espionaje de la NSA tuvo un papel esencial para detener 54 conjuras terroristas contra Estados Unidos, con lo que dio a entender que tuvo una buena razón para violar la cuarta enmienda. Sin embargo, era mentira. El general Keith Alexander, director de la agencia, reconoció a la larga, ante el Congreso, que sólo en un caso se podía hablar de éxito, y se refirió a atrapar un emigrante somalí y tres compañeros que vivían en San Diego, quienes habían enviado 8.500 dólares a un grupo terrorista en Somalia. A una conclusión similar llegó el Consejo de Supervisión de la Privacidad y las Libertades Civiles, instituido por el gobierno para investigar los programas de la NSA y que, por consiguiente, tuvo acceso extensivo a materiales clasificados y a funcionarios de seguridad. Existe, desde luego, un sentido en el cual la seguridad está amenazada por la conciencia pública: la seguridad del poder del Estado al ser expuesto. El concepto fundamental fue bien expresado por el economista político Samuel P. Huntington, de Harvard: Los arquitectos del poder en Estados Unidos deben crear una fuerza que sea sentida, pero no vista.
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El poder sigue siendo fuerte cuando permanece en la oscuridad; expuesto a la luz, comienza a evaporarse. En Estados Unidos, como en todas partes, los arquitectos del poder entienden bien ese aserto. Quienes han examinado la enorme masa de documentos desclasificados en, por ejemplo, la historia del Departamento de Estado, no dejan de notar con cuanta frecuencia la primera preocupación es la seguridad del poder del Estado frente al público, no la seguridad nacional en cualquier sentido significativo. A menudo el intento de mantener el secreto es motivado por la necesidad de garantizar la seguridad de poderosos sectores nacionales. Un ejemplo persistente es conocido erróneamente como acuerdos de libre comercio, erróneamente porque violan de manera radical los principios del libre comercio y en esencia no tienen nada que ver con el comercio, sino más bien con los derechos del inversionista. Estos instrumentos, por lo regular, se negocian en secreto, como la actual Asociación Transpacífico, pero no en completo secreto, por supuesto. No son secretos para los cientos de cabilderos empresariales y abogados que redactan las detalladas normas, cuyo impacto es revelado por las pocas partes que han llegado al público por medio de Wikileaks. Conforme a la razonable conclusión del economista Joseph E. Stiglitz, la oficina del representante comercial de Estados Unidos representa los intereses de los consorcios, no los del público, y por tanto la probabilidad de que los resultados de las negociaciones sirvan a los intereses de los ciudadanos comunes y corrientes del país es baja; la perspectiva para los ciudadanos comunes de otros países es aún más débil. La seguridad del sector empresarial es una preocupación regular de las políticas del gobierno, lo cual apenas si sorprende, dado que en principio ese sector es el que formula las políticas públicas. En contraste existe evidencia sustancial de que la seguridad de la población del país –que es como se supone que se debe entender el término seguridad nacional– no es una alta prioridad de la política del Estado. Por ejemplo, el programa global de asesinatos con drones que impulsa el presidente Obama, con mucho la campaña terrorista más grande del planeta, es también una campaña generadora de terror. El general Stanley A. McChrystal, comandante de las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN hasta que fue relevado del cargo, hablaba de las matemáticas de la insurgencia: por cada persona inocente que se mata, se crean diez nuevos enemigos. Este concepto de la persona inocente nos dice hasta dónde hemos llegado en los últimos 800 años, desde la Magna Carta, la cual sentó el principio de la presunción de inocencia, que alguna vez se creyó que era el fundamento del derecho anglosajón. Hoy, la palabra culpable significa: designado por Obama para ser asesinado; e inocente quiere decir: aún no investido con ese estatus. Institución Brookings acaba de publicar The Thistle and the Drone (literalmente: 'El cardo y el zángano', en alusión al sentir de la tribu y a los aviones no tripulados), muy elogiado estudio antropológico de las sociedades tribales escrito por Akbar Ahmed, subtitulado “Cómo la guerra de EE.UU. contra el terrorismo se convirtió en una guerra global contra el islam tribal”. Esta guerra global presiona a gobiernos centrales represivos para que emprendan ataques contra los enemigos tribales de Washington. La guerra, advierte Ahmed, puede llevar a algunas tribus a la extinción, con graves costos para las sociedades mismas, como se observa ahora en Afganistán, Pakistán, Somalia y Yemen. Y, a fin de cuentas, a los propios estadounidenses. Las culturas tribales, señala Ahmed, se basan en el honor y la venganza: Todo acto de violencia en esas sociedad tribales provoca un contraataque: mientras más duros los ataques contra los hombres de la tribu, más crueles y sanguinarios los contraataques. El ataque al terror puede volverse contra el país de origen. En la revista británica International Affairs, David Hastings Dunn describe la forma en que los drones, cada vez más sofisticados, son un arma perfecta para grupos terroristas: son baratos, se pueden adquirir con facilidad y poseen muchas cualidades que, al combinarlas, los convierten potencialmente en el medio ideal para un ataque terrorista en el siglo XXI. El senador Adlai Stevenson III, en referencia a sus muchos años de servicio en el Comité de Inteligencia del Senado, escribe: “La cibervigilancia y el acopio de metadatos forman parte de la reacción continuada al 11-S, que ha producido pocas capturas de terroristas y enfrenta una condena casi universal. En muchas partes se percibe que Estados Unidos está empeñado en una guerra contra el islam, contra chiítas y sunitas por igual, en el terreno, con drones, y mediante testaferros en Israel, desde el golfo Pérsico hasta Asia central. Alemania y Brasil, entre otros, sienten nuestras intrusiones y, ¿qué se ha ganado con ellas?” La respuesta es que se ha ganado una creciente amenaza de terror, así como un aislamiento internacional. Las campañas de asesinatos con drones son un mecanismo por el cual la política de Estado pone a sabiendas en peligro la seguridad. Lo mismo puede decirse de las operaciones de asesinato mediante fuerzas especiales. Y de la invasión a Irak, que aumentó en gran medida el terror en Occidente, confirmando las predicciones de la inteligencia británica y estadounidense. Estos actos de agresión fueron, una vez más, asuntos de poca monta para sus planificadores, que están guiados por conceptos de seguridad enteramente diferentes. Ni siquiera la destrucción instantánea con armas nucleares ha tenido nunca alta prioridad para las autoridades del Estado. Texto: Noam Chomsky.
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