30 nov 2018

Capitalismo contra movimientos sociales

La reestructuración de la economía mundial ha adoptado cinco estrategias básicas para dar respuesta al ciclo de luchas sociales que entre los años sesenta y los setenta transformaron la organización de la reproducción y las relaciones de clase. 

Primero: se ha producido una expansión del mercado de trabajo. La globalización ha producido un salto histórico en el tamaño del mundo proletario, tanto mediante un proceso global de «cercamiento» que ha provocado la separación de millones de personas de sus tierras, sus trabajos y sus «derechos consuetudinarios», como mediante el aumento del empleo de las mujeres. No es sorprendente que la globalización se nos aparezca como un proceso de acumulación primitiva, que ha asumido formas variadas. En el Norte, la globalización ha asumido la forma de la deslocalización y la desconcentración industrial, así como de la flexibilización, la precarización laboral y el método Toyota o JIT [Just In Time, «justo a tiempo»].(1) En los antiguos países socialistas, se ha producido la desestatalización de la industria, la descolectivización de la agricultura y la privatización de la riqueza social. En el Sur, hemos sido testigos de la «maquilización» de la producción, la liberalización de las importaciones y las privatizaciones de las tierras. El objetivo, de todas maneras, era el mismo en todas partes. Mediante la destrucción de las economías de subsistencia y la separación de los productores de los medios de subsistencia, al provocar la dependencia de ingresos monetarios a millones de personas, incluso a aquellas imposibilitadas para adquirir un trabajo asalariado, la clase capitalista ha relanzado el proceso de acumulación y recortado los costes de la producción laboral. Dos mil millones de personas han sido arrojados al mercado laboral demostrando la falacia de las teorías que defienden que el capitalismo ya no necesita cantidades masivas de trabajo vivo, porque presumiblemente descansa en la creciente automatización del trabajo.
Segundo, la desterritorialización del capital y la financiarización de las actividades económicas, posibilitadas por la «revolución informática», han creado las condiciones económicas por las que la acumulación primitiva se ha convertido en un proceso permanente, mediante el movimiento casi instantáneo del capital a lo largo del planeta, al haber derribado una y otra vez las barreras levantadas contra el capital por la resistencia de los trabajadores a la explotación.
Tercero, hemos sido testigos de la desinversión sistemática que el Estado ha llevado a cabo en la reproducción de la fuerza de trabajo, implementada mediante los programas de ajuste estructural y el desmantelamiento del «Estado de bienestar». Como se ha mencionado anteriormente, las luchas llevadas a cabo durante los años sesenta han enseñado a la clase capitalista que la inversión en la reproducción de la fuerza de trabajo no se traduce necesariamente en una mayor productividad laboral. Como resultado de esto, surgen ciertas políticas y una ideología que resignifica a los trabajadores como microemprendedores, supuestamente responsables de la inversión en ellos mismos y únicos beneficiarios de las actividades reproductivas en ellos materializadas. En consecuencia se ha producido un cambio en los ejes temporales existentes entre reproducción y acumulación. Los trabajadores se ven obligados a hacerse cargo de los costes de su reproducción en la medida en que se han reducido los subsidios en sanidad, educación, pensiones y transporte público, además de sufrir un aumento de los impuestos, con lo que cada articulación de la reproducción de la fuerza de trabajo ha devenido un momento de acumulación inmediata.
Cuarto, la apropiación empresarial y la destrucción de bosques, océanos, aguas, bancos de peces, arrecifes de coral y de especies animales y vegetales han alcanzado un pico histórico. País tras país, de África a las islas del Pacífico, inmensas áreas agrícolas y aguas costeras ―el hogar y los medios de subsistencia de extensas poblaciones― han sido privatizadas y hechas accesibles para la agroindustria, la extracción mineral o la pesca industrial. La globalización ha revelado, sin lugar a dudas, el coste real de la producción capitalista y de la tecnología lo que hace imposible hablar, tal y como Marx hizo en los Grundrisse, de «la gran influencia civilizadora del capital» que surge de su «apropiación universal tanto de la naturaleza como de la relación social misma» donde «la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil; cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece solo como una artimaña para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto del consumo, sea como medio de la producción». (2). En el año 2011, tras el derrame de petróleo de BP y el desastre de Fukushima ―entre otros desastres producidos por los negocios corporativos―, cuando los océanos agonizan, atrapados entre islas de basura, y el espacio se ha convertido en un vertedero además de en un depósito armamentístico, estas palabras no pueden sonar más que como ominosas reverberaciones. Este desarrollo ha afectado, en diferentes grados, a todas las poblaciones del planeta. Aun así, como mejor se define el Nuevo Orden Mundial es como un proceso de recolonización. Lejos de comprimir el planeta en una red de circuitos interdependientes, lo ha reconstruido como un sistema de estructura piramidal, al aumentar las desigualdades y la polarización social y económica, y al profundizar las jerarquías que históricamente han caracterizado la división sexual e internacional del trabajo, y que se habían visto socavadas gracias a las luchas anticoloniales y feministas. El centro estratégico de la acumulación primitiva lo ha conformado el mundo colonial, mundo de plantaciones y esclavismo, históricamente el corazón del sistema capitalista. Lo llamo «centro estratégico» porque su reestructuración ha proporcionado los cimientos y las condiciones necesarias para la reorganización global del mercado de trabajo. Ha sido aquí, de hecho, donde hemos sido testigos de los primeros y más radicales procesos de expropiación y pauperización y de la desinversión más ingente del Estado en la fuerza de trabajo. Estos procesos están perfectamente documentados. Desde principios de los años ochenta, como consecuencia de los ajustes estructurales, el desempleo en la mayor parte de los países del «Tercer Mundo» ha crecido tanto que la USAID (3) [Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional] podía reclutar trabajadores ofreciendo tan solo «comida por trabajo». Los salarios han caído de tal manera que se ha comprobado que las trabajadoras de las maquilas tienen que comprar la leche por vasos o los huevos y tomates por unidad. Poblaciones enteras se han visto desmonetarizadas, al mismo tiempo que se les ha arrebatado las tierras para concedérselas a proyectos gubernamentales o a inversores extranjeros. Actualmente, medio continente africano se encuentra bajo emergencia alimentaria (4). En África Oriental, del Níger a Nigeria y hasta Ghana, el suministro de electricidad ha desaparecido, las redes eléctricas nacionales han sido desarticuladas, obligando a aquellos que tienen dinero a comprar generadores individuales cuyo zumbido llena las noches, dificultando el sueño de la gente. La sanidad estatal y los presupuestos de educación, los subsidios a los agricultores, las ayudas para las necesidades básicas, todas ellas han sido desmanteladas, reducidas drásticamente y suprimidas. En consecuencia, la esperanza de vida está descendiendo y han reaparecido fenómenos que se suponía que el capitalismo había borrado de la faz de la tierra hace mucho tiempo: hambrunas, hambre, epidemias recurrentes, incluso la caza de brujas.(5) En aquellos lugares en los que los «planes de austeridad» y la apropiación de tierras no pudieron concluir su tarea, la ha rematado la guerra, abriendo nuevos campos para la extracción de crudo y la recolección de diamantes o coltán. Y en lo que respecta a la población objetivo de esta desposesión, se han convertido en los sujetos de una nueva diáspora, que arroja a millones de personas del campo a las ciudades, que cada vez más se asemejan a campamentos. Mike Davis ha utilizado la frase «planeta de ciudades miseria» en referencia a esta situación, pero una descripción más correcta y vívida hablaría de un planeta de guetos y un régimen de apartheid global. Si además tenemos en cuenta que, mediante la deuda y el ajuste estructural, los países del «Tercer Mundo» se han visto obligados a desviar la producción alimentaria del mercado doméstico al mercado de exportación, convertir tierras arables y cultivables para el consumo humano en terrenos de extracción mineral, deforestar tierras, y convertirse en vertederos de todo tipo de desechos así como en campo de depredación para las corporaciones cazadoras de genes,(6) entonces, debemos concluir que, en los planes del capital internacional, existen zonas del planeta destinadas a una «reproducción cercana a cero». De hecho, la destrucción de la vida en todas sus formas es hoy tan importante como la fuerza productiva del biopoder en la estructuración de las relaciones capitalistas, destrucción dirigida a adquirir materias primas, «desacumular» trabajadores no deseados, debilitar la resistencia y disminuir los costes de la producción laboral. Hasta qué punto ha llegado el subdesarrollo de la reproducción de la fuerza de trabajo mundial se refleja en los millones de personas que frente a la necesidad de emigrar se arriesgan a dificultades indecibles y a la perspectiva de la muerte y el encarcelamiento. Ciertamente la migración no es tan solo una necesidad, sino también un éxodo hacia niveles más altos de resistencia, un camino hacia la reapropiación de la riqueza robada, como argumentan Yann Moulier Boutang, Dimitris Papadopoulos y otros autores (7). Esta es la razón por la que la migración ha adquirido un carácter tan autónomo que dificulta su utilización como mecanismo regulador de la reestructuración del mercado laboral. Pero no hay duda alguna de que si millones de personas abandonan su país hacia un destino incierto, a cientos de kilómetros de sus hogares, es porque no pueden reproducirse por sí mismas, al menos no bajo las condiciones necesarias. Esto se hace especialmente evidente cuando consideramos que la mitad de los migrantes son mujeres, muchas con hijos que deben dejar atrás. Desde un punto de vista histórico esta práctica es altamente inusual. Las mujeres son habitualmente las que se quedan, y no debido a falta de iniciativa o por impedimentos tradicionalistas, sino porque son aquellas a las que se ha hecho sentir más responsables de la reproducción de sus familias. Son las que deben garantizar que sus hijos tengan comida, a menudo quedándose ellas mismas sin comer, y las que se cercioran de que los ancianos y los enfermos reciben cuidados. Por eso cuando cientos de miles de ellas abandonan sus hogares para enfrentarse a años de humillaciones y aislamiento, viviendo con la angustia de no ser capaces de proporcionarles a sus seres queridos los mismos cuidados que les dan a extraños en otras partes del mundo, sabemos que algo dramático está sucediendo en la organización del mundo reproductivo. Debemos rechazar, de todas maneras, la afirmación de que la indiferencia de la clase capitalista internacional frente a la pérdida de vidas que produce el capitalismo es una prueba de que el capital ya no necesita el trabajo vivo. Más cuando en realidad la destrucción a gran escala de la vida ha sido un componente estructural del capitalismo desde sus inicios, como necesaria contrapartida a la acumulación de la fuerza de trabajo, acumulación que inevitablemente supone un proceso violento. La recurrente «crisis reproductiva» de la que hemos sido testigos en África durante las últimas décadas se encuentra enraizada en esta dialéctica de acumulación y destrucción de trabajo. También la expansión del trabajo no contractual y otros fenómenos que deberían ser considerados como abominaciones en un «mundo moderno» ―como las encarcelaciones masivas, el tráfico de sangre, órganos y otras partes del cuerpo humano― deben ser leídas dentro de este contexto. El capitalismo promueve una crisis reproductiva permanente. Si esto no ha sido más visible en nuestras vidas, por lo menos en muchas partes del Norte Global, es porque las catástrofes humanas que ha causado han sido en su mayor parte externalizadas, confinadas a las colonias y racionalizadas como un efecto de una cultura retrógrada o un apego a tradiciones erróneas y «tribales». Sobre todo durante la mayor parte de los años ochenta y noventa, los efectos de la reestructuración global apenas se notaron en el Norte, excepto dentro de las comunidades de color, o bien se presentaron como alternativas liberadoras frente a la regimentación de la rutina de 9 a 17, si no anticipaciones de una sociedad sin trabajadores. Pero observado desde el punto de vista de la totalidad de las relaciones capital-trabajo, este desarrollo demuestra el esfuerzo continuo del capital de dispersar a los trabajadores y de minar los esfuerzos organizativos de los obreros dentro de los lugares de trabajo. Combinadas, estas tendencias han abolido los contratos sociales, desregulado las relaciones laborales, reintroducido modelos laborales no contractuales destruyendo no solo los resquicios de comunismo que las luchas obreras habían logrado sino amenazando también la creación de los nuevos comunes. También en el Norte, los ingresos reales y las tasas de empleo han caído, el acceso a la tierra y a los espacios urbanos ha disminuido, y el empobrecimiento e incluso el hambre se han extendido. Treinta y siete millones de personas en Estados Unidos pasan hambre, mientras que el 50 % de la población norteamericana, según un estudio de 2011 pertenece al segmento de población de «bajos ingresos». Añadamos a esto que la introducción de la tecnología, supuestamente diseñada para ahorrar tiempo, lejos de reducir la duración de la jornada laboral la ha extendido hasta el punto de que en algunos países como Japón se han vuelto a ver personas muriendo por exceso de trabajo, mientras que el tiempo de ocio y la jubilación se han convertido en un lujo. El pluriempleo es, hoy en día, una actividad necesaria para muchos trabajadores en Estados Unidos, mientras que personas de sesenta a setenta años, viendo que les han retirado las pensiones, están regresando al mercado de trabajo. Aún más significativo es el hecho de que estemos siendo testigos del desarrollo de una fuerza de trabajo vagabunda, itinerante, compelida al nomadismo, siempre en movimiento, en camiones, tráileres, autobuses, buscando trabajo allá donde aparezca una oportunidad, un destino que antes se reservaba en Estados Unidos solo a los temporeros que recogían las cosechas de los cultivos industriales, cruzando el país como pájaros migratorios. Junto con el empobrecimiento, el desempleo, las horas extras, el número de personas sin hogar y la deuda, se ha producido un incremento de la criminalización de la clase trabajadora, mediante una política de encarcelamiento masivo de la clase obrera que recuerda al Gran Encierro del siglo XVII, (8) y la formación de un proletariado ex-lege, constituido por inmigrantes indocumentados, estudiantes que no pueden pagar sus créditos, productores o vendedores de mercancías ilícitas, trabajadoras del sexo. Es una multitud de proletarios, que existen y trabajan en las sombras, que nos recuerda que la producción de poblaciones sin derechos ―esclavos, sirvientes sin contrato, peones, convictos, sans papiers― permanece como una necesidad estructural de la acumulación capitalista. Especialmente crudo ha sido el ataque producido sobre la juventud, particularmente sobre la de la clase trabajadora negra, potenciales herederos del Black Power, a los que nada les ha sido concedido, ni siquiera la posibilidad de un empleo seguro o del acceso a la educación. Sin embargo también para muchos jóvenes de clase media su futuro está en duda. La educación se consigue a un alto precio, provoca endeudamiento y la probable imposibilidad de devolución de los créditos estudiantiles. La competición por el empleo es dura, y las relaciones sociales son cada vez más estériles ya que la inestabilidad impide la construcción comunitaria. No sorprende pues que, entre las consecuencias sociales de la reestructuración de la reproducción, haya habido un incremento del número de suicidios juveniles, así como un repunte de la violencia contra las mujeres y los niños, incluyendo el infanticidio. Es imposible, entonces, compartir el optimismo de aquellos que, como Negri y Hardt, han argumentado en los últimos años que las nuevas formas de producción creadas por la reestructuración global de la economía ya proveen la posibilidad de formas más autónomas y más cooperativas de trabajo. Aun así, el asalto a nuestra reproducción no ha pasado incontestada. La resistencia ha adoptado diferentes formas y muchas de ellas se han mantenido en la sombra hasta que se han convertido en fenómenos de masas. La financiarización de todos y cada uno de los aspectos de la vida cotidiana mediante el uso de las tarjetas de crédito, préstamos, endeudamiento, especialmente en Estados Unidos, debe plantearse desde este punto de vista como una respuesta al declive de los salarios y a un rechazo a la austeridad impuesta por ello, más que simplemente un producto de la manipulación financiera. En todo el mundo, está creciendo un movimiento de movimientos, desde los años noventa; este ha desafiado todas y cada una de las facetas de la globalización ―mediante manifestaciones masivas, ocupaciones de tierras, construcción de economías solidarias y de otros métodos de desarrollo de los comunes. Más importante todavía, la reciente expansión de levantamientos masivos prolongados y movimientos en la estela «Occupy», que a lo largo del último año han barrido gran parte del mundo, desde Túnez y Egipto, pasando por la mayor parte de Oriente Medio, hasta España y Estados Unidos, ha abierto una brecha que permite entrever que la idea de una gran transformación social parece posible de nuevo. Tras años de aparente aceptación de la situación actual, en los que nada parecía capaz de parar los efectos destructores de un orden capitalista en declive, la Primavera Árabe y la expansión de acampadas a lo largo de Estados Unidos, uniéndose a los muchos asentamientos ya formados por la creciente población de sin techo, muestra que los de abajo se están movilizando de nuevo, y que una nueva generación se dirige a las plazas decidida a reclamar su futuro, eligiendo formas de rebelión que pueden potencialmente tender puentes entre las principales brechas sociales. Texto: Silvia Federici. Ver:  5 Crisis financieras que cambiaron el mundo
NOTAS:
1- Sistema de organización fabril que reduce al mínimo los costes de gestión y almacenamiento al producir únicamente la cantidad exacta de mercancías demandadas en un momento preciso.
2- Karl Marx, Grundrisse, citado por David McLellan en Karl Marx: Selected Writings, Oxford, Oxford University Press, 1977, pp. 363-364 [ed. cast.: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), Siglo XXI, México, 2007].
3- La USAID es la agencia estadounidense encargada de distribuir la mayor parte de la ayuda exterior de carácter no-militar. En principio independiente, ha sido objeto de duras críticas y acusada de colaboración con la CIA o de ayudar en diversos escenarios a la desestabilización de gobiernos no alineados con las políticas de EEUU.
4- Sam Moyo y Paris Yeros (eds.), Reclaiming the Land: The Resurgence of Rural Movement in Africa, Asia and Latin America, Londres, Zed Books, 2005, p. 1.
5- Silvia Federici, «Witch-Hunting. Globalization and Feminist Solidarity in Africa Today», Journal of International Women’s Studies, Special Issue: Women’s Gender Activism in Africa, octubre de 2008.
6- Los cazadores de genes son los modernos piratas de la genética, que recolectan el acervo genético de los pueblos indígenas para descubrir variaciones particulares, negocio de gran potencial para las transnacionales farmacéuticas.
7- Yann Moulier Boutang, De l’esclavage au salariat. Èconomie historique du salariat bride, París, Presse Universitaire de France, 1998 [ed. cast.: De la esclavitud al trabajo asalariado: economía histórica del trabajo asalariado, Madrid, Akal, 2006]; Dimitris Papadopoulos, Niam Shephenson y Vassilis Tsianos, Escape Routes Control and Subversion in the 21th Century, Londres, Pluto Press, 2008.
8- Desde finales del siglo XVI y a lo largo del XVII se extendieron por Europa los llamados hospitales generales o casas de trabajo [workhouses], donde eran confinadas forzosamente todas aquellas personas que no eran consideradas productivas (vagabundos, mendigos y pobres en general). Por un lado, el trabajo obligatorio que desempeñaban fue aprovechado en este capitalismo emergente.

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