19 abr 2014

Guerra y Paz

En diciembre de 1985 la respetable y conocida Unión Norteamericana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) presentó al gobierno del presidente Reagan una oferta de compra del Departamento de Justicia. Para entonces hacía tiempo que esta organización privada, dedicada a la beneficencia, había tenido que asumir tareas relativas al derecho al voto, los derechos de la mujer, de la infancia, de los discapacitados, y otros que simplemente el gobierno había rehusado desempeñar. La justificación de su ofrecimiento constaba en un escrito público, según el cual, dado que el gobierno “estaba privatizando y vendiendo cosas a la empresa privada, y puesto que de todos modos el Departamento de Justicia no hacía cumplir las leyes, ¿por qué no dejar que lo compremos nosotros, dado que somos los que estamos tratando de hacer que en Estados Unidos se cumpla la ley?” El ofrecimiento de ACLU no obtuvo respuesta, y tampoco se publicó en la prensa.

La política de austeridad a la que hoy están sometidos muchos países de América y de Europa no es cosa nueva y no tiene nada que ver con ese mediático producto que venden los gobiernos y los medios de comunicación y que llaman “crisis”. La austeridad en los gastos sociales ya se inició mucho antes, en los años ochenta, en época de la revolución conservadora de Ronald Reagan y Margaret Tatcher. De hecho los recortes de entonces han continuado durante las administraciones de los Bush, padre e hijo, y también con Obama. Lo que sucede es que, en cambio, no han disminuido los gastos en otros sectores que son competencia del Estado, por ejemplo el militar. En época de Reagan se pusieron en marcha la llamada “guerra de las galaxias” y el “escudo antimisiles”. Estos conceptos no son producto del capricho de un perturbado cowboy. Se trata de programas militares que involucran a diversos departamentos del gobierno de Estados Unidos, no sólo el de Defensa, sino también el de Energía, encargado de la fabricación de armas nucleares; y a la NASA, de cuyas investigaciones en el campo de la tecnología de vanguardia dependen los avances aplicables a distintos usos, por ejemplo los drones. El hecho de que tales operaciones involucren a diversos departamentos del gobierno estadounidense, por no hablar de la infinidad de agencias a su servicio, hace imposible calcular con exactitud el gasto en defensa y seguridad de dicho gobierno. Todo ello mientras la población de Estados Unidos se empobrece, y mientras la deuda nacional de ese país asciende.

El Departamento de Defensa radicado en el Pentágono es en realidad, “un mercado con la garantía del Estado, y el fruto de la lección de los principios económicos de Keynes: la intervención masiva del Estado puede superar la crisis profunda del capitalismo”. Además, “el papel del Pentágono en el desarrollo de nuevas tecnologías que hoy son de uso cotidiano implica gigantescas inversiones públicas (como parte del gasto militar) que producen igualmente gigantescas ganancias privadas”. En la práctica, y prescindiendo de su retórica neoliberal,  el gobierno de Reagan se caracterizó por un keynesianismo fanático, el cual, a través del gasto militar, expandió el sector estatal de la economía más rápidamente que cualquier otro gobierno desde la Segunda Guerra Mundial, ocasionando con ello un déficit enorme que no preocupa en absoluto a los planificadores, pero sí a otros sectores corporativos y financieros que no comparten la mentalidad de después de mí, el diluvio.

Es posible que al agudo observador no le pase inadvertido el detalle de que proyectos como el de “la guerra de las galaxias” y el “escudo antimisiles”, que fueron concebidos, según Reagan, por la existencia de una “ventana de vulnerabilidad” que exponía a Estados Unidos y a Europa a un inminente ataque nuclear de la Unión Soviética, siguen en marcha hoy, más de veinte años después de la desaparición de esa grave amenaza para la seguridad occidental. Ciertamente, la continuación de estos enormes desembolsos y del peligroso despliegue de armas nucleares no puede ser entendida en términos de seguridad después del fin de la guerra fría. Pero es que el objetivo de tales programas, y otros semejantes, no ha sido nunca la seguridad, sino el fortalecimiento de una industria militar que debe servir para impulsar al sector privado de la economía estadounidense y para mantener y extender su control sobre el enemigo principal, la población nativa que a menudo codicia lo que George Kennan, el inspirador de la Doctrina Truman y el Plan Marshall, llamó ‘nuestros recursos’, casualmente situados en sus tierras”. A ese control de los recursos globales y al derecho que los dirigentes de Estados Unidos creen tener sobre ellos se refiere Noam Chomsky con las palabras “la quinta libertad”, en referencia a la declaración del presidente Roosevelt cuando formuló los objetivos de guerra de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial: libertad de palabra, libertad de culto, liberación de la miseria y liberación del miedo. Enunciados propagandísticos a los que Chomsky añade un quinto: la libertad de “robar y saquear”.
Para la consecución de este último objetivo Estados Unidos se ha servido históricamente de dos medios: la violencia y la ideología. La combinación del recurso a la fuerza y la abrumadora capacidad de los dirigentes de Estados Unidos para imponer su discurso al resto del mundo ha sido constante en la política de Washington, los rasgos de cuya acción en el exterior, persistentes y frecuentemente invariables, están muy arraigados en sus instituciones y en la distribución del poder en su sociedad. Esas constantes de la política exterior de Estados Unidos reflejan juicios tácticos y cálculos prácticos, los cuales tienen su sede en el Pentágono y no son puestos en duda por los disciplinados medios de comunicación norteamericanos.
En términos políticos y económicos, la voluntad de Washington con respecto al resto del mundo se define bajo la fórmula de “sociedades abiertas”, lo que quiere decir abiertas a inversiones lucrativas, a la expansión de los mercados, a la penetración económica y al control político de Estados Unidos. Preferentemente, dichas sociedades deben exhibir formas de democracia parlamentaria, pero éstas sólo son tolerables cuando las instituciones se mantienen firmemente en manos de grupos elitistas dispuestos a actuar de común acuerdo con los dueños y dirigentes de la sociedad estadounidense. Cuando el control ejercido por la ideología falla, se recurre a la violencia, y esto último en diversos grados, desde el vandalismo, el terrorismo y el golpe de estado hasta la invasión directa. Diversos ejemplos de lo anterior, entre ellos las atrocidades cometidas en Centroamérica y el Caribe por los gobiernos amigos de Estados Unidos, como el de Trujillo en República Dominicana; los de los Duvalier, 'Papa Doc' y 'Baby Doc', en Haití; las dictaduras en El Salvador y Guatemala; la “contra” nicaragüense y otros. De hecho, “en su uso real, el término ‘democracia’ en la retórica estadounidense se refiere a un sistema en el que algunos elementos privilegiados controlan el Estado”, sistema que, en situaciones de “crisis de la democracia”, es decir, cuando se forma o existe el peligro de que se forme un gobierno con base popular y con verdaderas aspiraciones democráticas, se convierte en inservible, dando paso a la acción de los “amigos interiores”, desestabilizadores y terroristas, o bien, cuando es necesario, a la intervención exterior.
Rara vez la cobardía y la hipocresía han sido tan explícitas. De hecho, tales rasgos vuelven a ser visibles hoy, mientras asistimos a un cambio en el orden mundial, o mejor dicho: a varios cambios simultáneos que Estados Unidos trata desesperadamente de encauzar en beneficio de su propia posición predominante. Pues sucede que su crisis capitalista interna exacerba la asociación entre la industria armamentista y la penetración de su discurso, entre poder e ideología. A tales fines sirven tanto sus fuerzas armadas y las de sus aliados como “a construcción de un sistema ideológico capaz de asegurar que la población global se mantenga pasiva, ignorante y apática, ejerciendo su control sobre el ‘proceso democrático’ por las élites a través del poder político, los medios de comunicación y el sistema educativo.
En 1986 el presidente Reagan había refrendado el estado de emergencia nacional dictado el año anterior “por la amenaza que para la seguridad de Estados Unidos suponía el gobierno de Nicaragua”. Un gobierno, dicho sea de paso, que había logrado grandes avances en su lucha contra la pobreza y el analfabetismo, según diversas instituciones, y que en consecuencia se había convertido en lo que la organización internacional Oxfam llamó “la amenaza del buen ejemplo”. En esas mismas fechas, a fin de combatir a esa “manzana podrida”, y mientras muchos gobiernos amigos de Estados Unidos ejercían la barbarie sobre sus poblaciones, el informe del Departamento de Estado sobre derechos humanos en el continente dedicaba más de la mitad de sus páginas a “las violaciones de los derechos humanos” en la Nicaragua sandinista, violaciones que una a una fueron denunciadas por la organización independiente Americas Watch como “puras invenciones”.  Texto: J. R. M. Largo. Ver: Nueva guerra fría

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