El desarrollo del Estado nación moderno significó el incremento de su dimensión geográfica y demográfica. Esta circunstancia generó nuevas necesidades para el sistema político que requirieron el establecimiento de fórmulas de legitimación que hicieran aceptable el orden impuesto por el propio Estado. El parlamentarismo se desarrolló en este sentido, pero también hicieron su aparición nuevos instrumentos como el referéndum y el plebiscito que únicamente fueron viables desde el momento en el que el Estado contó con un aparato administrativo lo suficientemente desarrollado para establecer un control burocrático sobre la población.
El referéndum es un procedimiento jurídico con el que el conjunto del electorado vota directamente una ley o un acto administrativo con el que muestra su acuerdo o desacuerdo. El referéndum puede tener carácter consultivo o vinculante y existen diferentes tipos de referéndum en función de su objeto, carácter y fundamento. Sin embargo, lo que es propio de este tipo de procedimientos es el hecho de que la consulta se realiza con una pregunta que sólo admite una respuesta afirmativa o negativa.
En esencia el referéndum es la forma de represión dictatorial máxima y más dura al restringir la expresión de la voluntad popular a una pregunta que sólo admite como posibles respuestas un Sí o un No, lo que, a su vez, impide la justificación de cualquiera de ambas respuestas y con ello explicar qué quiere cada persona que se manifiesta en un sentido o en otro. Pero a esto se suma el hecho de que los procesos de este tipo generalmente son puestos en marcha por la elite dominante, que formula la pregunta en función de sus intereses y pretensiones políticas de la manera más conveniente y con ello determina al mismo tiempo la respuesta.[1]
Recientemente se ha planteado el referéndum como un método de democracia directa con el que corregir los defectos inherentes a la representatividad del sistema parlamentario. Sin embargo, el referéndum no puede calificarse como un método siquiera democrático si se analizan los casos concretos en los que ha sido utilizado. Por el contrario constituye un instrumento de legitimación de determinadas decisiones políticas, cuando no directamente del orden establecido en su totalidad. Por este motivo es muy frecuente su uso en los regímenes abiertamente totalitarios y dictatoriales como fueron la Alemania nazi, la Italia fascista, o en casos más recientes la Siria de Assad, el Irak de Hossein o el Zimbabwe de Mugabe entre otros. En los regímenes parlamentarios, en la medida en que la convocatoria de referéndum generalmente es una iniciativa de las elites dirigentes, ha servido para allanar el camino a determinadas decisiones previamente acordadas en las altas esferas del poder. El referéndum en el parlamentarismo, al igual que en el resto de regímenes dictatoriales, ha servido históricamente, gracias a la conveniente manipulación propagandística y a la supervisión del proceso ejercida por los medios de coerción del Estado, para legitimar la política del Estado y su orden impuesto.
El referéndum no devuelve en ningún caso la capacidad decisoria a la sociedad, sino que únicamente constituye un momento puntual en la vida política del país en el que el poder constituido ofrece al pueblo la posibilidad de elegir entre dos opciones preestablecidas por la propia elite dirigente. En última instancia el Estado es el que conserva la soberanía con la que toma aquellas decisiones políticas vinculantes para la población de su territorio. Por esta razón el referéndum como tal no deja de ser un fraude organizado con fines legitimadores y propagandísticos, pues es presentado públicamente como un proceso en el que la sociedad ejerce de manera directa su voluntad mientras el resto del tiempo es excluida sistemáticamente de la participación política.
En la medida en que la capacidad de tomar decisiones políticas vinculantes para la población de un territorio recae sobre una minoría que las impone por la fuerza al resto, y que en el caso de los regímenes parlamentarios actúa como representante de la sociedad, en la medida en que se da esta desigualdad política que constituye el origen de todas las demás desigualdades, nos encontramos ante el fundamento más básico del poder que es el ejercicio del mando. El poder busca su propio interés que se reduce en última instancia a la conservación del mando, de esa capacidad decisoria, y en la medida de lo posible a la permanente ampliación de su capacidad de control e intervención sobre la sociedad. El interés del poder se define, a su vez, en términos de poder político, militar, económico, cultural, etc... De esta manera las decisiones son tomadas en beneficio de quienes monopolizan la soberanía, de quienes ejercen esa capacidad decisoria. Aquí reside el carácter autoritario del sistema de dominación que establece el Estado.
La desigualdad política que instituye el principio de autoridad también establece el privilegio de gobernar a los demás, y por tanto que la soberanía sea ejercida por una minoría que la utiliza en su propio provecho. Este privilegio es el que dota a quienes lo detentan de la correspondiente impunidad, pues las decisiones políticas de dicha minoría están encaminadas a mantener y reforzar su posición dominante en la estructura social establecida, y con ello a crear un orden político, pero también social, económico, cultural, etc., favorable a sus intereses en el que no rinden cuentas ante nadie. Se trata de un sistema en el que la elite dirigente disfruta de la máxima libertad para sí y de la mínima responsabilidad. Puede aplicarse a la clase dominante la noción hobbesiana de que la libertad es el poder, y por tanto el privilegio de los fuertes.
El control sobre las necesidades y las acciones de los individuos que componen la sociedad lleva inevitablemente a que las instituciones sean herramientas del poder establecido, y por tanto mecanismos que se sirven del conjunto de la sociedad como un recurso que es utilizado para la consecución de los intereses de la clase dominante. En este sentido las instituciones desempeñan una función de dominación y de control en diferentes ámbitos dentro del contexto del sistema de poder establecido.
Asimismo, el poder necesita socializarse y presentarse como un gran benefactor que brinda, además de seguridad a sus súbditos, toda clase de servicios con los que satisface ciertas necesidades. Esto es lo que permite el desarrollo de un discurso legitimador y sobre todo justificador del orden establecido al plantear que las instituciones son realidades al servicio de la sociedad que es la depositaria última de la soberanía, y por ello están sujetas al control popular por medio de los cauces institucionales establecidos. Pero todo esto no deja de ser pura retórica como así lo demuestran los hechos en la medida en que la soberanía no es ejercida por el pueblo sino por otros que lo hacen en su lugar, de manera que la estructura social, política, económica, etc., vigente obedece antes que nada a los intereses del grupo dominante que monopoliza la soberanía. Así, las constituciones son un reflejo de esta retórica fraudulenta que en la práctica encubre un sistema profundamente despótico, pues el poder no está para ser controlado sino para controlar a quienes se encuentran bajo su dominio. Las instituciones, entonces, no están para servir a la sociedad sino para servirse de ella para la consecución de sus propios intereses.
Todo esto trae a colación la actual situación que se vive en el Estado español, donde emerge con cada vez más fuerza el debate acerca de la necesidad de celebrar un referéndum en el que se plantee el cambio de la forma del Estado. Este debate encubre el problema de fondo que no es otro que la existencia misma del Estado y no la forma que en un determinado momento pueda adoptar. Es un debate que centra la atención en una cuestión del todo irrelevante como es la figura que ocupa la jefatura de una organización que sojuzga al pueblo y que articula los intereses de la oligarquía, y que por tanto priva de libertad tanto al individuo como al conjunto de la sociedad.
Así pues, el debate acerca de la celebración de un referéndum sobre la forma del Estado no deja de ser un artificio político. En cualquiera de los casos, bajo la forma monárquica o republicana, prevalece el Estado como organización que ejerce su gobierno sobre la sociedad, y que mantiene una estructura social, política y económica de desigualdad en la que una minoría impone su voluntad al resto. De este modo impera en ambos casos la misma estructura de intereses con la única particularidad de contar con una jefatura de Estado distinta pero en el contexto político del mismo régimen oligárquico.
Un referéndum sobre la forma del Estado no sería otra cosa que una manera de dirigir y manipular al conjunto de la sociedad hacia una opción preestablecida por la elite política, un proceso aderezado por la propaganda además de supervisado por las fuerzas armadas y policiales del Estado. Significaría refrendar, y con ello legitimar, una decisión previamente tomada por la oligarquía. Nada sustancial cambiaría en el régimen, únicamente el envoltorio bajo el cual se presenta la opresión de las masas. Nos encontraríamos, entonces, ante una reforma del sistema de dominación hábilmente dirigida para su perpetuación que al mismo tiempo contribuiría a crear una nueva legitimidad.
Bajo una república el parlamentarismo continuaría siendo, como es hoy, el sistema político imperante. Una minoría continuaría disfrutando del privilegio político de tomar decisiones en el lugar de toda la sociedad. Las decisiones políticas serían, al igual que ocurre hoy bajo el régimen monárquico, en beneficio de una oligarquía que las impondría al pueblo mediante el empleo del aparato represivo y burocrático del Estado y sus instituciones. Con ello perdurarían las desigualdades, el capitalismo y la explotación en todas sus formas, pues el problema de fondo es el Estado y en ningún caso las formas concretas que este pueda adoptar a lo largo de la historia.
La única alternativa a esta falsa disyuntiva entre república y monarquía es la de una ruptura cualitativa del orden establecido; un nuevo comienzo, y con ello la inversión de unas estructuras de poder que niegan al pueblo la libertad y lo sojuzgan con la más abyecta opresión.
[1] No son muchos los países en los que la sociedad, o una parte considerable de ella, pueda proponer por propia iniciativa la celebración de un referéndum y con ello establecer la correspondiente pregunta de la consulta. Cuando esto se produce siempre es bajo unas condiciones muy estrictas que dificultan este tipo de iniciativas, pero sobre todo en un contexto de ausencia de libertad al estar siempre bajo la supervisión de las fuerzas armadas y policiales del Estado e incluso de potencias extranjeras, sin obviar la influencia que en dichos procesos ejerce la propaganda masiva vertida por los medios de comunicación que contribuye a coartar gravemente la libertad de conciencia de la población a la hora de manifestar su voluntad. Texto: Esteban Vidal. Ver: CATALUNYA Y EL DERECHO A DECIDIR