Cuando quieres entender algo más claramente, a veces es útil imaginar el mundo sin ese algo. Acabo de leer un libro (Repensar el dinero, por Benard Lietaer y Jacqui Dunne) que anda tan profundamente confundido sobre el modo en que nuestro sistema bancario privado “crea nuestro dinero” (pero perversamente rechaza crear lo bastante), que me ha despertado la necesidad de aclararme a mí mismo qué es realmente el sistema bancario privado. Así surgió la idea de imaginar un mundo sin ningún tipo de bancos privados y tratar de ver en qué momento y con qué propósito llegaron a ser útiles y aun, tal vez, necesarios.
Es desde luego posible imaginar un sistema monetario que, hasta cierto punto, funcione muy bien sin bancos privados: un gobierno colectivo (soberano) instituye un tesoro que emite, a iniciativa del gobierno colectivo, dólares fiduciarios. El gobierno colectivo instituye la necesidad de que los ciudadanos ingresen ese tipo de dólares fiduciarios por la vía de imponerles impuestos que sólo pueden pagarse con esos mismos dólares fiduciarios. Dado lo cual, el soberano puede ahora emitir dólares para comprar a esos mismos ciudadanos tantos bienes y servicios colectivos como puedan producir los ciudadanos, según el tiempo, los materiales, la energía y la tecnología de que dispongan. Los dólares fiduciarios que los ciudadanos ingresan al crear esos bienes y servicios colectivos serán entonces usados, no sólo para pagar sus impuestos, sino también como medio de intercambio entre ellos mismos para las cosas que privadamente producen, poseen o consumen. Así, se crean dos mercados que usan la misma moneda como medio de intercambio: el mercado de bienes y servicios colectivos y un mercado de bienes y servicios privados.
El deseo de los ciudadanos de “ahorrar” dólares para los malos días podría verse facilitado por el soberano que instruye al tesoro para que emita bonos generadores de intereses. Los ciudadanos podrían entonces cambiar su exceso de dólares fiduciarios por esos bonos, en el bien entendido de que no podrían volver a convertir esos bonos en dólares durante un determinado período de tiempo. Eso crea la ventajosa situación siguiente: a) los ciudadanos pueden incrementar sus ahorros hasta el día en que ya no pueden seguir obteniendo ingresos y vivir de su trabajo; y b) el soberano colectivo puede reducir el número de dólares en circulación (como estrategia para mantener la estabilidad de precios).
Hasta aquí, no tenemos necesidad ninguna de un sistema bancario privado. El soberano colectivo puede emitir dólares, recaudar impuestos y emitir bonos. Los ciudadanos pueden ingresar dólares y luego usar esos dólares como medio de intercambio entre ellos para obtener bienes y servicios privados. Pueden ahorrar para el futuro cambiando su exceso de dólares por bonos generadores de intereses, y pueden “votar” a favor de pagarse a sí mismos para producir todos y cada uno de los bienes y servicios colectivos que su disposición de tiempo, materiales, energía y tecnología les permita producir. A mí esto me suena mucho a sociedad feliz y próspera.
Deberíamos, no obstante, observar que la circulación total de dólares disponibles para el intercambio privado de bienes y servicios está limitada por lo que ha sido pagado a los ciudadanos a cambio de la producción de bienes y servicios colectivos (menos los impuestos recaudados, menos los dólares que se han cambiado por bonos generadores de intereses, más los pagos de intereses dimanantes de esos bonos). Muy bien podría ser que no hubiera bastantes dólares para subvenir a los esfuerzos de los ciudadanos empeñados en producir e intercambiar los bienes y servicios privados que desean. Las cosas privadas deseadas o aun desesperadamente necesarias –y para las que habría recursos disponibles— podrían dejar de ofrecerse simplemente por falta de dólares suficientes para facilitar los intercambios necesarios en su producción o suministro.
En tales circunstancias, es posible imaginar varios modos por los que el soberano colectivo podría inyectar más dólares fiduciarios en el mercado privado, además de –y añadidos a— la compra de bienes y servicios colectivos. Sin embargo, aunque los procesos democráticos (cuando funcionan adecuadamente) pueden dirigir razonablemente bien la producción de bienes colectivos, parece evidente que esos mismos procesos (aun funcionando adecuadamente) no son muy aptos para decidir qué bienes y servicios privados y en qué cantidad han de crearse. No es, pues, claro cómo podría el soberano colectivo saber a ciencia cierta cuántos dólares fiduciarios nuevos debe crear, ni cómo distribuirlos a fin de que las necesidades de bienes y servicios privados sean óptimamente satisfechas.
Bien podría ser que un sistema bancario privado pudiera resolver ese problema. El soberano colectivo podría habilitar la formación de un sistema de bancos privados, investido cada uno de ellos del privilegio legal de apalancarse en dólares fiduciarios soberanos para emitir “préstamos” a los ciudadanos, unos préstamos respaldados por sólo una fracción de los dólares soberanos de que realmente dispone el banco. El modelo de negocio podría desarrollarse más o menos así:
El soberano colectivo concede a un banco privado una franquicia legal. El banco privado, entonces, crea un incentivo para que los ciudadanos depositen en el banco sus dólares en mano: el incentivo es la promesa del banco de pagar al ciudadano algún tipo de interés, o tal vez el suministrarle un talonario de cheques o servicios de compensación de cheques, descargándole de la molestia de tener que llevar consigo grandes cantidades de efectivo. El banco queda, así pues, autorizado por la franquicia concedida por el soberano colectivo para emitir “préstamos” a los ciudadanos –denominados en moneda soberana— por montos que pueden rebasar (en un porcentaje especificado) el volumen de los dólares que el banco tiene en depósito. Por ejemplo, el banco podría estar autorizado a emitir un determinado número de nuevos “dólares-crédito” por cada dólar fiduciario que tenga en depósito. El banco generaría, entonces, beneficios por la vía de recoger intereses sobre sus préstamos.
Es importante reparar en el hecho de que el soberano garantiza que esos “dólares de crédito son tan aceptables como los dólares soberanos “reales”, comprometiéndose a convertir los “dólares-crédito” en “dólares soberanos” en cualquier momento que se pida. Con esa infalible promesa en curso, los “dólares-crédito” llegan a ser, a todos los efectos prácticos, indistinguibles de los “dólares soberanos”. Y el resultado neto es que la cantidad de dólares en circulación se ve espectacularmente incrementada, suministrando una base monetaria para una producción y un intercambio enormemente acrecidos de bienes y servicios privados.
Podría incluso imaginarse una suerte de ingenioso mecanismo operante en este nuevo escenario, porque, si todo va bien con los incentivos adecuados, el monto de los nuevos “dólares-crédito” creados se acercará mucho al monto de los nuevos dólares que realmente se necesitan para los intercambios privados, contribuyendo así a la estabilidad de precios. Eso es así porque los “dólares-crédito” emitidos por los bancos privados se emiten con el propósito, ya de producir, ya de comprar bienes y servicios reales que los ciudadanos privados desean o necesitan: y eso es continuamente verificado por el interés que tiene el banco emisor en asegurarse una alta probabilidad de recuperar el dinero del crédito. Antes de la emisión del préstamo, pues, el banco hace sus averiguaciones para confirmar que lo que producirán los dólares de nueva creación es, en efecto, algo que alguien desea comprar, o que lo que alguien desea comprar es, en efecto, algo que puede producirse al precio de compra previsto. El banco, así pues, se asegura tanto como puede de que la persona que se propone producir algo tiene, en efecto, la pericia y los recursos necesarios para producirlo (o de que la persona que se propone una compra dispone de un flujo futuro esperado de ingresos que le permitirá devolver el préstamo).
De modo que, al añadir un sistema de banca privada a nuestro mundo imaginado, lo que hemos hecho es crear una situación en la que los bienes y servicios, tanto colectivos como privados, pueden producirse, cambiarse y consumirse según sean las necesidades, siempre que se disponga de los recursos necesarios para producirlos (tiempo, trabajo, materiales, energía y tecnología). Los ciudadanos pueden ahorrar para el día en que ya no puedan seguir ganándose el sustento con su trabajo. Los precios pueden mantenerse relativamente estables por el ininterrumpido drenaje de dólares efectuado en el mercado de bienes y servicios privados por la recaudación de impuestos y por las emisiones de bonos. Parecería un diseño poco menos que perfecto. Debemos, empero, preguntarnos: ¿hay cosas que pueden ir mal, cosas que no habrían ocurrido, si no hubiéramos introducido los bancos privados en nuestro mundo imaginario?
Las cosas podrían ir mal, pongamos por caso, si los ciudadanos empiezan a usar los nuevos “dólares-crédito” para desarrollar actividades distintas de las de producir e intercambiar bienes y servicios reales. Antes de introducir los bancos privados en nuestro mundo imaginado, todos los “nuevos” dólares creados (por voluntad soberana) se gastaban siempre para crear bienes colectivos reales. Pero los “dólares-crédito” podrían potencialmente usarse para otras actividades. Los ciudadanos, por ejemplo, podrían comenzar a usar los “dólares-crédito” para apostar sobre si los precios de las acciones de una empresa subirán o bajarán. O podrían usar los “dólares-crédito” para comprar empresas cuyas ventas o cuyos productos anduvieran en apuros, a fin de despedir a sus trabajadores y liquidar con beneficios los activos de esas empresas. En todos estos ejemplos, el problema es que los nuevos “dólares-crédito” incrementan la oferta monetaria circulante en el mercado privado sin producir bienes o servicios que los ciudadanos deseen o necesiten (o puedan siquiera gastar sus dólares para comprarlos).
Este problema podría verse exacerbado, si los bancos privados decidieran que es más rentable embarcarse ellos mismos en este tipo de “estrategias de inversión” (en vez de mantenerse en su modelo de negocio original de realizar préstamos y obtener los correspondientes intereses). Se hallarían, desde luego, en una posición única de apalancamiento para hacer exactamente eso. Los directores de los bancos privados podrían crear filiales propiedad del banco y, luego, emitir “dólares-crédito” para las filiales, a fin de “invertir” en apuestas financieras. Si algo así llegara a ocurrir y, bajo el impulso del lado codicioso de la naturaleza humana, la cosa creciera y se saliera de madre, es fácil imaginar la extraña situación resultante cuando se creara un enorme exceso de nuevos dólares jamás gastados ni en producir ni en comprar nada real (ni en emplear a ciudadanos que produjeran esas cosas). Los ganadores de las apuestas financieras podrían amasar gigantescas sumas de dólares –el grueso de los cuales, destinados a la realización de ulteriores apuestas—, mientras más y más ciudadanos se irían viendo reducidos a la búsqueda desesperada de algún puesto de trabajo que les permitiera subvenir a sus necesidades.
Un escenario todavía peor podría ocurrir si los ciudadanos ganadores de apuestas empezaran a usar su potencia e influencia financiera para “comprar” el proceso democrático, guiando la orientación y las políticas del gobierno colectivo. Si eso ocurriera, ese relativamente pequeño grupo de ciudadanos se encontraría en una posición de suma ventaja a la hora de apropiarse privadamente de prácticamente todos los bienes y servicios colectivos poseídos por la sociedad, con el resultado de la substancial esclavización del resto de la sociedad. La estrategia para hacer eso entrañaría probablemente algo a lo que ya hemos aludido antes, sin duda demasiado de pasada. Y es el hecho de que la infalible promesa del soberano de convertir, siempre que se solicite, los “dólares-crédito” de los bancos privados en reales dólares fiduciarios soberanos –la promesa que otorga funcionalidad al sistema bancario— hace que los dos tipos de dólares resulten, a todos los efectos prácticos, indistinguibles. Esa indistinta confluencia de los dos tipos de dólares permite a los asaltantes del poder perpetrar la construcción de los dos mitos que hacen posible su toma de control:
1) el mito de que los bancos privados, operando en un mercado privado, crean en exclusiva todos los dólares estadounidenses que existen; y
2) el consiguiente mito de que la única manera que tiene el gobierno colectivo de conseguir dólares para gastos en bienes y servicios colectivos es o recaudando impuestos o tomando prestado de los ciudadanos.
El proceso originario (y aún muy “operativo”) de creación de dólares soberanos fiduciarios con el propósito de crear bienes y servicios colectivos vendría a ser suprimido por los asaltantes del poder, los cuales, encima, se permitirían denigrarlo como un irresponsable proceso de “imprimir billetes”; algo que, por implicación, resultaría, además de ilegal, falto de ética. Los ciudadanos en trance de ser controlados terminarían, además, persuadidos de que su gobierno colectivo está acumulando deuda a un ritmo muy superior al de su capacidad para devolverla. Con lo que sólo quedaría, entonces:
a) reducir drásticamente los dólares gastados en bienes colectivos; y
b) pagar las deudas públicas mediante la puesta en almoneda y liquidación de los bienes colectivos existentes (carreteras y aeropuertos, plantas de tratamiento de residuos y sistemas de canalización hidráulica, parques nacionales y escuelas públicas) a los ciudadanos privados que han amasado exageradas fortunas en dólares. Una vez transferidos a la propiedad privada los que eran de dominio público totalmente libres o muy accesibles, comenzará la multiplicación de peajes y rentas que contribuirán al ulterior enriquecimiento de los asaltantes del poder y a la ulterior pauperización del ciudadano medio.
Sin embargo, resulta difícil de imaginar que una ciudadanía racional pueda llegar a ceder su sistema monetario soberano –que funciona estupendamente en la creación de muchos bienes y servicios colectivos de los que ella misma depende, o de los que ella misma disfruta y se aprovecha— y volverse tan sociópata y destructiva como hemos llegado a imaginar aquí. Desde luego, si llegara a introducirse una banca privada –y parece que hay ciertos beneficios sociales que podrían sacarse de hacerlo—, habría que instituir un pequeño conjunto de reglas capaces de impedir el advenimiento del escenario de pesadilla que se acaba de fantasear. Texto: J. D. Alt, arquitecto y economista norteamericano. Escribe regularmente en New Economic Perspectives. Ver: Ayudas a la banca