14 ene 2020

La II restauración

La II Restauración borbónica, este posfranquismo que venimos sufriendo desde hace casi cuarenta años bajo la jefatura del monarca heredero del dictador, lleva un tiempo dando señales de debilidad. El último episodio han sido unas elecciones europeas cuyos resultados han despertado en el ánimo de los pesebristas del sistema el fantasma de las municipales de 1931.
La estafa del consenso, acordada hace cuatro décadas entre los herederos directos del franquismo y los dos partidos «opositores» que aspiraban a su parte del pastel, PCE y PSOE, avisa de que su ciclo está terminando. Sin embargo, la cosa no acaba de caerse. ¿Cuáles son las razones?


POR QUÉ SE TAMBALEA

De entrada, porque el parlamentarismo posfranquista nació deforme. Hijo de los que habían prosperado bajo la dictadura, la «transición» se forjó mediante un pacto entre partidos, sin intervención del pueblo y colocando al frente del cotarro al monarca designado por el tirano. Se estableció así una dinastía de dudosa legitimidad. Dudosa, por varias razones. Una, que la nefasta monarquía borbónica fue abolida por decisión popular en 1931; otra, que en cualquier caso Juan Carlos Borbón no era el legítimo heredero de la llamada «dinastía histórica».
Por otro lado tenemos el desgaste inevitable que produce no sólo el paso del tiempo, sino el aburrimiento de un país dirigido sistemáticamente por los más incompetentes de cada casa. Y ello a través de una alternancia tal de los dos partidos turnistas, PP y PSOE, que han devenido indistinguibles y la población habla ya sin tapujos del «PPSOE».
Además está la putrefacción de un sistema basado, para empezar, en un procedimiento electoral poco representativo (mediante una ley electoral tramposa), pero hay más. Dejando aparte los gobiernos, tanto socialdemócratas como conservadores, que se pringaron de sangre con secuestros, torturas y crímenes de Estado, además del apoyo a guerras ilegales e impopulares, la corrupción generalizada de la clase dominante ha impregnado todo de una mezcla de hartazgo y desaliento que hace ver la política como un problema, en lugar de una solución. Una deriva peligrosa, pues el populismo está al acecho, y no deja de ser significativo el ascenso electoral de partidos protofascistas como Vox o UPyD, entre otros.
Añadamos el desmantelamiento del sistema de derechos y libertades, lo cual forma parte de una más amplia crisis de valores que genera una sensación general de estafa, de que la clase dominante, llegados a cierto punto, ha perdido definitivamente la vergüenza y ya no necesita ni siquiera guardar las formas. Lo quieren todo.
Lo dicho hasta ahora se concentra en el ingrediente fundamental de la situación que vivimos: la II Restauración, la monarquía parlamentaria de los Borbones, carece de legitimidad. Y gran parte de la población lo percibe así. La mayor parte de los españoles que viven hoy no ha elegido este sistema porque no ha tenido la oportunidad de hacerlo. En otras naciones «de nuestro entorno» (como le gusta decir a nuestros políticos y tertulianos pedantuchos) el sistema se regenera cada cierto tiempo, por ejemplo mediante enmiendas constitucionales, cosa corriente en los Estados Unidos. En España, no obstante, la Constitución de 1978 ha devenido texto sagrado e inamovible. Y de remate, la clase dominante, la casta cortijera que gobierna el país desde 1492, y que describo en mi libro El mal español. Historia crítica de la derecha española, siente pánico a las consultas plebiscitarias. Tiene razones.

POR QUÉ NO SE CAE

Los sistemas políticos y las sociedades contienen una enorme carga de inercia. Por eso es difícil propiciar un cambio, incluso pequeño. La historia demuestra que las sociedades tienden a estancarse, a veces durante siglos o milenios. La sociedad moderna dispone de las herramientas para impulsar cambios, pero no se usan con toda su potencia por pereza, por miedo, un poco por todo.
El miedo es la clave: el aparato represivo y de control social de los Estados parlamentarios actuales es fortísimo y no para de crecer. Incluso en época de recortes siempre habrá dinero para contratar más pretorianos. No ha habido momento en la historia en el que la población esté tan controlada como hoy en día. La policía, armada hasta los dientes y brutal, es sólo el primer escalón de un aparato represivo que se complementa con el ejército, siempre preparado (sobre todo en países con un largo historial al respecto, como España) para descargar su artillería sobre la población. En España esta capacidad del ejército está incluso reconocida en la constitución de 1978, que faculta al ejército para intervenir en determinadas situaciones.
Pero no hace falta llegar a tanto (aunque se llegará si los poderosos lo consideran necesario, que para matar españoles nunca les han temblado las manos). El miedo ciudadano, fomentado con ahínco desde arriba, estimula el suficiente grado de autocontrol como para que los medios violentos del Estado sean, en general, innecesarios. Como ya indiqué en otro libro mío (La globalización del miedo), se nos sirve el miedo como plato cotidiano, por todos los medios y bajo cualquier excusa: miedo al paro, a no poder pagar la hipoteca, a suspender un examen, a que haga frío en invierno y calor en verano, a que nos multen por cualquier cosa…). Es un miedo inducido sin tregua día a día, de la cuna a la tumba, en la escuela, en el lugar de trabajo, en la calle… La amenaza como mensaje mediático y forma de vida que paraliza a la mayoría, por muy harta que esté la gente del estado de las cosas. Lo más curioso es que los que mandan también tienen miedo. De hecho son ellos los que tienen más miedo, y esto es muy preocupante, porque el poderoso asustado, que teme perder sus privilegios, se vuelve doblemente peligroso.
Más: el éxito del sistema educativo público-privado, adocenante, troquelador y embrutecedor, ha contribuido a crear una notable masa inculta que no reflexiona, que vive fascinada por la arrogancia del poder, que no discute y que, llegado el momento, sigue votando a los partidos turnistas. Pero los que no forman parte de esta masa también actúan con gran pasividad. «Que me quede como estoy» es un sentimiento muy imbuido en el pueblo español desde que el oficial de infantería y tirano de opereta F. Franco consiguió su objetivo de crear una «España de propietarios, que no de proletarios», y echó a la plebe unas migajas. Ahora, cuando los poderosos nos arrebatan incluso esas minucias, el virus del apoliticismo está demasiado metido en nuestra sangre y nos paraliza como pueblo y como sociedad. No queda mucho en España del espíritu de aquellos que dieron la vida en el pasado para que hoy vivamos mejor (pese a todo).
El panorama es desolador y, sin embargo, la fragilidad del tinglado turnista ha de ser enorme —y «ellos» lo saben— si con el resultado de unas elecciones europeas que, a fin de cuentas, ha vuelto a ganar el PPSOE, se echan a temblar hasta el punto de forzar la abdicación de Juan Carlos I el Campechano. Sería muy deseable que su sucesor a título de rey, Felipe VI, nieto político de F. Franco, fuera en verdad «el Breve», pero eso no va a ocurrir sólo porque los ciudadanos más conscientes lo deseemos. Por otra parte, la mera proclamación de una República, si tal cosa ocurriera, no debe confundirse con la solución mágica de todos los problemas. La verdadera democracia requiere esfuerzo y compromiso. Sin duda sobra el absurdo de un rey (y parece mentira que en el año 2014 todavía haya cabezas con corona), pero la República per se no es nada. La democracia implica una revolución permanente, y esto conlleva trabajo.
De momento, el primer aviso ante lo que se avecina es que, cuando el tenderete se tambalea, deberíamos tener cuidado de que no nos caigan los escombros encima a los de siempre.Texto: José Manuel Lechado. Ver: Referendum

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