5 mar 2015

No piense, mire la pantalla (Parte I de IV)

Según la tradición aristotélico-tomista la realidad es una, y dada desde siempre, puesta en forma indubitable a la espera de que el ser humano contacte con ella. La realidad existe, en definitiva, independientemente del sujeto que se relaciona con ella. En este marco, la verdad es la “adecuación del sujeto que conoce con la cosa conocida” (''adaequatio intellectus et rei'' decían los escolásticos).


La cosa, la realidad, está a la espera de que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus sentidos y de la razón. Durante dos milenios ésta fue la idea dominante dentro de la tradición occidental. Y es la concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva. Desde el Renacimiento y a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel fabuloso momento histórico de la humanidad la noción de la realidad ha variado. En el mundo moderno y dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser “construcción”; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un ser supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Los datos de las distintas ciencias sociales y de una epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma pasa a ser entendida como construcción histórica y, por lo tanto, cambiante, variada, siempre relativa. El peso ahora está puesto en el sujeto y en las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La verdad deja de ser un absoluto. Todo lo anterior ayuda a entender que la realidad de la que queremos hablar en términos políticos es construida, no es absoluta ni terminada. Lo político, en tanto esfera en donde se juegan relaciones de poder entre grupos humanos, no es una realidad dada de antemano, asegurada por Derecho Divino, única e indubitable. Esa realidad política es producto de la historia y, por lo tanto, cambiante, dinámica y en perpetuo movimiento. En esa construcción, más allá de la bienintencionada idea de paz y rechazo de la violencia, el conflicto juega un papel determinante. La historia, la realidad política en definitiva, es producto de una conflictividad estructural. “La violencia es la partera de la historia”, se ha dicho como síntesis de esta relación y construcción. La realidad política tiene que ver con el juego de poderes que se va estableciendo, el que a su vez se encuentra, como ya se indicó, en continuo cambio. Por otra parte, la forma de la realidad tampoco es ingenua ni neutra. Lo que se sabe de la realidad política -que es una realidad social y por lo tanto determinada por factores sociales, económicos en principio, así como culturales en sentido amplio- es que ésta siempre es una construcción hecha desde el ejercicio del poder. Lo que se piensa, se sabe y se dice es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. Un pequeño grupo de pensadores -generalmente plegados a los poderes dominantes- es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. Dicho de otra forma: “El esclavo siempre piensa con la cabeza del amo”. O también: “La ideología dominante de una época es la ideología de la clase dominante”. El pensamiento político es el reflejo de las luchas de poder que estructuran toda sociedad y le confieren dinamismo. Un pequeño grupo de pensadores -generalmente plegados a los poderes dominantes- es el que tiende a conceptualizar, organizar y dar forma a lo que las grandes mayorías luego repiten. En relación con lo anterior, algo inédito en la historia y que viene marcando una tendencia cultural desde inicios del siglo XX es el papel que juegan los medios masivos de comunicación modernos. Lo que la gran mayoría piensa, o más concretamente “piensa en términos políticos-ideológicos”, proviene cada vez más de esos medios comunicacionales: prensa escrita primero, luego radio, después televisión (con una fuerza arrolladora) y, actualmente, toda la diversidad de medios audiovisuales, incluidos internet y los videojuegos. Los llamados mass media han crecido hasta convertirse en una especie de nuevo medio ambiente que hace que para muchas personas ya no haya otra realidad relevante que la que esos medios producen. Según una publicación de la empresa encuestadora estadounidense Gallup (no sospechosa de pensamiento crítico y de ideología de izquierda) el 85% de lo que un adulto urbano promedio “sabe” hoy día sobre su realidad política proviene de esos medios masivos de comunicación, ante todo de la televisión. Es ya sabido (aunque sea una frase hecha -pero no por ello menos importante-) aquello de: “si no está en la televisión, no existe”. Lo anterior caracteriza la realidad política actual: los medios de comunicación, tradicionalmente el “cuarto poder”, han incrementado drásticamente su importancia. Hoy en día constituyen uno de los factores del poder mismo, ya que construyen la realidad político-ideológica a escala planetaria. Buena parte de las apreciaciones sobre esa realidad es producto prefabricado que esas usinas culturales elaboran, cada vez con mayor sutileza y con mayor esmero.

El primado de la televisión

Para precisar mejor el razonamiento considerado en los párrafos precedentes convendría realizar un pequeño recorrido por el medio de comunicación que más ha impactado a escala global en la población: la televisión. Sin duda es uno de los inventos que más ha influido en la historia de la humanidad. Su importancia es tan grande -desproporcionadamente grande podríamos decir- que influye en los cimientos mismos de la civilización: es la expresión máxima de los medios masivos de comunicación, parte medular de la cultura, de esta sociedad que llamamos hoy “sociedad de la información”. Lo es, de hecho, en forma cada vez más omnipresente, más avasallante. Sin temor a equivocarnos es posible afirmar que el siglo XXI será el siglo de la cultura de la imagen, de la pantalla, cultura que ya se entronizó en las pasadas décadas del siglo XX y que, tal como se ven las cosas, parece afianzarse con más fuerza y sin posibilidad de retroceso. El “¡no piense, mire la pantalla!” parece haber llegado para quedarse. Hoy en día, esa pantalla ya no es sólo la televisión, tenemos también los teléfonos celulares, las agendas electrónicas y las sofisticaciones del plasma líquido que florecen por todas partes. En definitiva, la imagen va envolviendo cada vez más al público, según el modelo televisivo. Cuando la televisión se masificó se inició también el debate sobre si, por fin, ese medio encarnaría el sueño de la educación al alcance de la población, si se convertiría en información veraz y objetiva sobre la realidad mundial, cultura para todos, programas de debate, aporte a las ciencias y a las artes. Luego de varias décadas de desarrollo, parece que ninguno de estos ideales se ha realizado (quizá muy poco a través de estos medios audiovisuales, pero menos aún en el caso de la televisión). Ello no sólo porque a la mayor parte de la población “no le interesa” este tipo de inquietudes -aunque sería un tanto superficial presentarlo así- sino, fundamentalmente, porque a quienes hacen televisión -más aún, a quienes la dirigen- parece importarles menos que a nadie. Como señaló el músico cubano Pablo Milanés: “El mal gusto está de moda”. Y se da ahí un círculo vicioso: ¿el público consume “basura mediática” porque eso recibe o es difícil (casi imposible) producir algo masivo (durante 24 horas al día los 365 días al año) con altos niveles de calidad? Con el transcurso del tiempo la televisión ha sido más criticada pero, al mismo tiempo, es más consumida. Prácticamente desde el momento mismo de su aparición, no fue un medio informativo ni educativo; constituyó una fuente de entretenimiento y terminó siendo el centro de todo hogar moderno. Así, al igual que no se piensa dos veces si se compra una licuadora o una cama cuando una pareja de recién casados estrena residencia o cuando un joven se independiza, tampoco se deja de pensar en comprar un televisor. Hoy en día, incluso en los hogares de clase media es “obligado” contar con más de un aparato. Tal “objeto” se ha convertido en parte esencial de la vida de los seres humanos, ricos y pobres, urbanos o rurales, varones o mujeres, jóvenes o adultos. Se calcula que actualmente están funcionando no menos de 2.000 millones de aparatos televisivos y la tendencia es a seguir creciendo. La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. En las modernas sociedades masificadas, en las que se aglomeran enormes cantidades de seres humanos que están paradójicamente muy separados unos de otros dados los patrones de individualismo y consumismo hedonista que el capitalismo ha impuesto -“es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que un vecino”, dijo sarcástico A. Touraine- el elemento que une a esas grandes masas dispersas pasó a ser la televisión. Si “religión” quiere decir re-ligar, unir, no cabe dudas que este nuevo dispositivo tiene un valor “religioso” en las actuales sociedades. La televisión construye un mundo virtual muy especial. El poder de convicción de las imágenes hace que a menudo éstas reciban un estatus de realidad superior al de la realidad misma. El punto de partida para entender esto es la dificultad que el sistema nervioso en su conjunto tiene para distinguir las imágenes de la realidad de las imágenes virtuales o de representación de la misma. Por ello es que lloramos viendo una película de ficción o nos emocionamos con los anuncios de bebidas. El cerebro ha ido evolucionando en los organismos más complejos, incluida la especie humana, basándose en la credulidad de lo que ve. Todo el mundo sabe que añadir una imagen a una noticia cualquiera le confiere un carácter de mayor veracidad. Las informaciones icónicas producen en el cerebro la sensación de ser algo intrínsecamente creíble. A lo largo de la evolución no ha sido necesario desarrollar la capacidad de discriminar las imágenes virtuales de las reales puesto que las primeras no existían o eran poco relevantes (espejismos, reflejos en el agua). La aparición de la realidad virtual cambió, en gran medida, la historia humana. La memoria tiene dificultades para distinguir la procedencia de las imágenes mentales que posee. De dónde proviene, por ejemplo, la idea que se tiene de la nieve si se vive en el trópico, ¿de la experiencia personal o de las películas que se han visto? Y la idea de la Edad Media, ¿de la imaginación, de los textos leídos o de las imágenes vistas? ¿Y la idea de un sindicalista? ¿La de los indígenas? ¿La de la guerra? ¿Cómo llegamos a los conceptos de los “buenos” y los “malos”? (los primeros, siempre blancos; los segundos, negros, indígenas, musulmanes). En síntesis, la televisión influye más sobre la humanidad que todo el arsenal nuclear. La televisión crea la realidad cultural en la que nos desenvolvemos hoy día, con más fuerza que la familia, las iglesias o la escuela formal. Según apreciaciones de la UNESCO, en unas pocas generaciones más, el peso de la cultura virtual habrá desalojado la importancia de la escuela tradicional. La dificultad para distinguir entre imágenes reales y virtuales, junto con el aislamiento social y el tiempo dedicado a ver televisión (en promedio, dos horas diarias para un adulto y cuatro horas y media para un niño), borra las fronteras entre realidad y ficción e invierte el referente para conocer quiénes somos, cómo es la realidad y cuál es el mundo deseable. Por supuesto, a los círculos que detentan el poder, lo anterior les viene “como anillo al dedo”. De allí seguramente el crecimiento exponencial de la televisión como pocos, o ningún otro, avance científico del siglo XX. Siguiendo esta misma línea, el resto de dispositivos audiovisuales como internet se perfila como uno de los núcleos principales en torno al que ya se está tejiendo la vida del siglo XXI. Para mantener la atención el negocio televisivo transforma todo lo que trata en espectáculo. El discurso político, el conocimiento, el conflicto, el temor, la muerte, la guerra, el sexo, la destrucción, entre otras, pasan a ser fundamentalmente espectáculo, comedia, “show!”. El espectador es acostumbrado a ver el mundo sin actuar sobre él. Al separar la información de la ejecución, al contemplar un mundo mosaico en el que no se perciben las relaciones, se crea un estado de aturdimiento, indefensión y modorra que propicia el crecimiento de la parálisis social. Como tecnología de implantación de imágenes en el sistema nervioso central la televisión permite hablar directamente al interior de la subjetividad de millones de personas y depositar en ellas imágenes (que difícilmente se pueden modificar) capaces de lograr que la gente haga lo que de otra manera nunca hubiera pensado hacer. No olvidemos la ley de John Kenneth Galbraith: “Se publicita lo que no se necesita”. Es dable preguntarnos entonces: ¿cómo se ha logrado suprimir las diversas maneras de comer que existían en los distintos territorios y culturas y sustituirlas (en una tercera parte del planeta) por hamburguesas de McDonald’s o vasos de Coca-Cola? Sólo una tecnología como la televisión podría ser capaz de lograrlo con la eficacia mostrada en el escaso margen de pocas generaciones, lo que no logró ninguna iglesia ni partido político. Aunque la televisión se inventó en la década de 1920, se desarrolló como tecnología de implantación masiva de imágenes, coincidiendo con el período de mayor bonanza y acumulación capitalista tras la Segunda Guerra Mundial, liderada por la gran potencia hegemónica: Estados Unidos. Texto: Marcelo Colusi. Ver Parte 2




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